Luna
No es la primera vez que un hombre me mira como si fuera la última persona en la Tierra con la que quiere tratar.
Tampoco es la primera vez que no me importa.
Lo que sí es nuevo es que una niña de cinco años me haya declarado su favorita en menos de cinco minutos.
Mía sigue aferrada a mi cuello, con esos ojazos llenos de determinación.
—Papá, quiero que ella sea mi niñera.
Su padre, el mismísimo Alexander Saint-Clair, el hombre que probablemente podría comprar medio país sin pestañear, la observa con el ceño fruncido.
—Mía, no puedes elegir a alguien solo porque te cae bien.
—¿Por qué no?
—Porque no es así como funciona esto.
—Pues debería.
Casi suelto una carcajada, pero me la trago. No creo que al señor “Me-creo-Dios” le haga gracia.
—Cariño, vamos a hablar de esto después —dice él, con una paciencia tensa.
—No.
Mi admiración por esta enana crece cada segundo.
Alexander suelta un suspiro y me lanza una mirada que podría congelar el infierno.
—Margaret, llévate a Mía un momento.
La asistente asiente y se acerca a la niña, pero ella se aferra a mí con más fuerza.
—No quiero irme.
—Cinco minutos, pequeña —le murmuro, acariciándole la espalda.
Ella me observa, sopesando mi petición, y finalmente acepta bajarse de mis piernas. Margaret la toma de la mano y se la lleva, pero Mía se gira antes de cruzar la puerta.
—No te vayas.
La miro a los ojos y, por alguna razón, asiento.
Cuando la puerta se cierra, el señor Todo-lo-controlo me clava sus ojos gélidos.
—No me gusta perder el tiempo, señorita Ferrer.
—Entonces debería haberme rechazado en cuanto me senté.
—Eso intenté, pero mi hija parece opinar diferente.
—Bien por ella.
Él entrecierra los ojos, analizándome.
—No me gusta su actitud.
—Lo sospeché desde el primer momento en que me miró como si fuera un virus mortal.
—No necesito que mi hija se encariñe con alguien que se irá en dos semanas.
—Entonces no me contrate.
Se queda callado un segundo, como si estuviera evaluando si me estrangula o me paga para que desaparezca.
Pero luego suelta un suspiro y se apoya en el escritorio.
—Le voy a hacer una oferta.
Cruzo los brazos, expectante.
—Pagaré el doble del salario estándar para una niñera con experiencia.
Casi me da un mini infarto.
Esa es una cantidad obscena de dinero.
Con eso podría saldar mis deudas, mudarme a un sitio decente y, no sé, tal vez hasta darme un respiro por primera vez en años.
Pero no voy a mostrar entusiasmo.
No voy a hacerle saber que me tienta.
—¿Y cuáles son las condiciones? —pregunto, fingiendo indiferencia.
—Reglas estrictas.
Por supuesto.
—Le escucharé, pero no prometo nada.
Sus labios se curvan apenas, como si estuviera acostumbrado a que nadie le diga eso.
—Número uno: Nada de familiaridades. No quiero que mi hija la vea como una amiga.
—Mala noticia: eso ya pasó.
Ignora mi comentario.
—Número dos: Horarios establecidos. Quiero que mi hija tenga rutinas claras y disciplinadas.
—¿Quiere que la críe como si estuviera en la academia militar?
—Quiero que tenga estructura.
—¿No cree que a los cinco años lo que más necesita es jugar y ser feliz?
Su mandíbula se tensa.
—Número tres: Nada de discusiones frente a Mía.
—Eso depende de si me da razones para discutir.
—Número cuatro: No me cuestione.
Sonrío con ironía.
—¿Por qué me da la impresión de que no le gusta que lo desafíen?
—Porque es cierto.
Lo dice con tanta naturalidad que casi me da risa.
—Entonces va a odiar tenerme cerca.
—Lo sé.
Eso me sorprende un poco.
—¿Y aun así quiere contratarme?
—Mi hija quiere que la contrate.
Levanto una ceja.
—¿Hace siempre lo que su hija quiere?
—No.
—Entonces, ¿por qué ahora sí?
Se inclina un poco hacia adelante, mirándome como si intentara leerme la mente.
—Porque mi hija nunca se ha encariñado con nadie tan rápido.
No sé qué responder a eso.
Porque, la verdad, tampoco sé cómo pasó.
—Así que, señorita Ferrer —continúa—, le haré la pregunta una sola vez.
Sus ojos se clavan en los míos con intensidad.
—¿Acepta el trabajo?
Pienso en mi cuenta bancaria en números rojos.
Pienso en la pila de facturas acumuladas.
Pienso en lo mucho que necesito ese sueldo absurdo.
Pero, sobre todo, pienso en lo mucho que quiero seguir irritando a este hombre.
Sonrío con diversión y extiendo la mano.
—Trato hecho, jefe.
Alexander la estrecha con firmeza.
Y, por alguna razón, tengo la sensación de que acabo de meterme en la boca del lobo.
AlexanderContratar a Luna Ferrer fue, sin duda, una de las peores decisiones que he tomado en mi vida.Y eso que he cometido errores monumentales.Pero nada, absolutamente nada, me ha sacado tanto de quicio como esta mujer que ahora camina por mi casa como si fuera la dueña del lugar.Han pasado apenas veinticuatro horas desde que aceptó el trabajo y ya tengo ganas de despedirla.—¡Vamos, princesa, un poco más rápido! —exclama desde el jardín, con su tono despreocupado.Me asomo por la ventana de mi despacho y veo a Mía correteando por el césped, riendo a carcajadas mientras Luna la persigue.Mi hija… riendo.El problema no es que se diviertan.El problema es que esta mujer no sigue ni una sola de mis reglas.Le pedí rutinas claras.Le pedí estructura.Y aquí está, jugando como si esto fuera un campamento de verano.Cierro la laptop con más fuerza de la necesaria y bajo las escaleras con pasos firmes.Cuando salgo al jardín, Mía me ve y me saluda con una sonrisa radiante.—¡Papá!Lun
LunaHabía pasado menos de veinticuatro horas desde que acepté este trabajo y ya quería lanzarle uno de esos jarrones ridículamente caros a la cabeza de mi jefe.Alexander Belmont no solo era un CEO insufrible, sino que también tenía una lista de normas que hacían que trabajar aquí se sintiera más como estar en una maldita prisión de lujo.1. Nada de ruido innecesario.2. Nada de cambios en la rutina de Mía.3. Nada de desobedecer sus órdenes.Y la lista seguía y seguía…—El señor Belmont quiere que Mía desayune a las ocho en punto —me explicó una asistente que apenas cruzó miradas conmigo—. Después tiene su clase de francés, seguida de natación, almuerzo a las doce treinta, una hora de lectura y luego matemáticas.—Ajá… —murmuré, intentando no poner los ojos en blanco. ¿De verdad era un ser humano de seis años o un robot programado por su padre?Mía me sonrió mientras se balanceaba en su silla de comedor, ignorando su tazón de avena perfectamente servida.—¿Te gusta la avena, enana?
AlexanderNunca me había gustado repetir órdenes.En mi empresa, una instrucción dada era una instrucción cumplida. No toleraba explicaciones, excusas ni cuestionamientos. Pero, al parecer, Luna Mendoza no entendía cómo funcionaban las cosas en mi mundo.Desde que llegó, había convertido mi casa en un desastre controlado. Mía reía más, sí, pero también había desorden, caos y un nivel de desafío que me crispaba los nervios.Y lo peor de todo era que Luna no tenía miedo.No se intimidaba por mi tono cortante, no bajaba la mirada cuando le llamaba la atención, y definitivamente no se molestaba en disimular su sarcasmo.Estaba harto.Así que cuando entré a mi estudio y la vi sentada con las piernas cruzadas sobre el sofá, como si fuera la dueña del lugar, decidí que ya era suficiente.—¿Es mucho pedir que te comportes como una empleada normal? —pregunté, cerrando la puerta con más fuerza de la necesaria.Luna ni siquiera se inmutó.—¿Y es mucho pedir que te comportes como un padre normal?
LunaSi había algo que Alexander Black no entendía, era que una niña de seis años no era un maldito robot.Mía llevaba días siguiendo su rutina de clases, lectura y actividades estrictamente programadas. Y aunque no se quejaba en voz alta, yo veía en su carita que le faltaba algo. Libertad, emoción, aventura.Así que decidí hacer lo que mejor se me daba: romper las reglas.—¿Quieres hacer algo divertido? —le susurré a Mía mientras terminaba de colorear dentro de los límites perfectos de su libro de arte.La niña alzó la vista, curiosa pero un poco desconfiada.—¿Algo que no esté en mi horario?Sonreí con picardía.—Exacto.Mía miró alrededor como si esperara que su padre apareciera de la nada para detenernos.—¿Y si papá se enoja?Me encogí de hombros.—A veces hay que hacer cosas que nos hacen felices aunque a los adultos les moleste.Mía frunció los labios, claramente debatiéndose. Pero entonces, sus ojos brillaron con emoción.—¿A dónde vamos?—Es una sorpresa.Tomé su manita y sal
AlexanderMía nunca había estado tan feliz.No necesitaba que nadie me lo dijera. No hacía falta que los empleados de la casa mencionaran lo risueña que estaba últimamente ni que mi asistente insistiera en que su energía había cambiado. Yo mismo lo veía.Desde que Luna había entrado en nuestras vidas, mi hija reía más, hablaba más y hasta comía con más entusiasmo. Su mirada había pasado de la resignación a la emoción en cuestión de días.Y, maldita sea, no sabía qué hacer con eso.La niñera estaba rompiendo por completo la estructura que con tanto esfuerzo había construido para Mía.
LunaMía estaba profundamente dormida, abrazando su oso de peluche con fuerza, con las sábanas revueltas alrededor de su cuerpecito. Su respiración era tranquila, acompasada, y de vez en cuando murmuraba cosas incomprensibles entre sueños.Yo, en cambio, estaba sentada en el sillón junto a su cama, mirándola con la cabeza apoyada en la mano.Nunca pensé que un trabajo que tomé por dinero me afectaría tanto.Al principio, todo esto fue un reto, un juego para desafiar a Alexander y su ridícula manera de controlar cada aspecto de la vida de su hija. Pero ahora… ahora era diferente.Mía me importaba.
AlexanderNunca antes había conocido a alguien tan obstinada, tan irreverente y tan absolutamente incapaz de seguir instrucciones como Luna Martínez.Desde el momento en que puso un pie en mi casa, supe que sería un problema. Uno grande.Y no me equivoqué.Cada día, cada maldito día, encontraba una manera de desafiarme. De empujar los límites que establecí con tanta precisión para la educación de Mía.Le permitía correr cuando debía caminar. Le dejaba ensuciarse cuando debía permanecer impecable. Le enseñaba a reír fuerte cuando la disciplina requería silencio.Era una molestia.Pero más molesto aún era
LunaCuando acepté este trabajo, lo hice por el dinero.Ahora… ya no estaba tan segura.El problema no era Alexander Black, aunque me sacara de quicio con sus normas estrictas y su manera de actuar como si fuera el dueño del mundo.El problema era Mía.Esa niña se estaba metiendo bajo mi piel sin que me diera cuenta.Y en esa noche en particular, no pude hacer nada para evitarlo.Eran las dos de la mañana cuando escuché un ruido.Al principio, pens&ea