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Dulce Castigo: La chef curvy del Magnate
Dulce Castigo: La chef curvy del Magnate
Por: ShadiSaad
0- Un boleto directo al infierno

Marina

El calor de la cocina es asfixiante. El aire está impregnado de especias, humo y tensión. El restaurante está al tope, los pedidos entran y salen a una velocidad frenética, y apenas tengo tiempo para respirar.

—¡Esa mesa seis todavía no tiene su orden! —grito mientras revuelvo una salsa en el fuego.

—¡Ya el saco, jefa! —responde una de las cocineras.

Todo marcha bien... hasta que lo veo venir.

Mateo, el jefe de meseros, cruza la cocina con la expresión de alguien a punto de soltar una bomba. Por su cara, algo grande está pasando.

—Marina… —su voz baja un par de tonos—. Acaba de llegar un cliente importante.

Le lanzó una mirada impaciente.

—Mateo, tenemos el restaurante lleno de clientes importantes. ¡Define "importante"!

Él me mira fijamente.

—Uno de los magnates más influyentes de la ciudad. Un socialite.

Un leve murmullo se levanta entre los cocineros. Algunos se detectan un instante. Hasta los fogones parecen hacer una pausa.

Siento una leve punzada de adrenalina. Si un hombre como él recomienda nuestro restaurante, nos lloverán reservas hasta el fin del mundo.

—¡Bien! —digo con energía—. ¡Escúchenme todos! Tenemos un pez gordo en la sala y no pienso desaprovechar la oportunidad. ¡Asegurémonos de que esta sea su mejor cena del año!

Los cocineros responden con un "¡Sí, chef!" al unísono y todo vuelve a la normalidad.

Mateo me extiende una orden.

—Esta es la orden de su mesa.

Tomo el papel y leo los pedidos.

🔹 Un filete en su punto con puré de papas y salsa de vino tinto.

🔹 Una ensalada César con pechuga de pollo.

Uno de los platos es claramente de hombre, el otro…

—Debe ser de su acompañante —comento.

Mateo asiente.

—Vino con su novia.

Hago una mueca. Nada nuevo. Estos magnates siempre vienen con modelos esqueléticas que apenas tocan la comida. No es la primera vez que tengo que preparar una ensalada para alguien que parece tenerle miedo a los carbohidratos.

Preparo el plato con mimo. Le pongo crotones, un buen aderezo y pechuga de pollo a la parrilla. Es simple, pero impecable.

Minutos después, la orden de venta. Todo parece ir bien… hasta que la ensalada regresa.

— ¿Qué pasó? —pregunto al mesero que la trae de vuelta.

—La señora dice que no come carbohidratos.

Frunzo el Ceño.

—¿Qué?

—Los crotones.

Cierro los ojos, respiro hondo.

—Está bien, la liebre de nuevo.

Tomo otro plato y prepara la ensalada otra vez, sin crotones. La mando a la mesa.

Cinco minutos después, el mesero regresa… con la ensalada otra vez.

—Ahora ¿qué? —pregunto con los dientes apretados.

—Dice que tiene queso feta, y el queso feta es pura grasa.

—¡Dios santo! —exclama uno de los cocineros.

Miró la ensalada. Es perfecto. Pero la perfección no parece ser suficiente.

—Voy a hacerla otra vez —dice una de mis cocineras, resignada.

Pero antes de que toque un solo ingrediente, algo dentro de mí explota.

-¡No! —levanto una mano y agarro un vaso. Lo lleno con agua del grifo y lo sostengo con fuerza.

Todos me miran.

—Marina… —Mateo me ve con horror.

Ignore su advertencia. Salgo de la cocina hecho una furia.

—¿Cuál es la mesa? —pregunto en voz baja.

Mateo traga saliva y me la señala.

Ahí están.

La mujer, delgada como un palillo y con una expresión de desagrado absoluto, mira su teléfono sin siquiera notar mi presencia. Pero el hombre que está con ella…

Dios santo.

No esperaba que el magnate Montenegro fuera tan condenadamente apuesto.

Es imposible ignorarlo. Alto, elegante, con una presencia que domina el lugar sin esfuerzo. Su cabello oscuro está perfectamente peinado, su mirada es intensa y su postura es de alguien que sabe que el mundo entero le pertenece.

Pero yo no estoy aquí para admirarlo.

Me planto frente a la mesa, coloco el vaso de agua en la mesa con un golpe seco y me cruzo de brazos.

— ¿Qué demonios están haciendo? —su voz es grave, afilada.

Sostengo la mirada sin miedo.

—Su acompañante ha dejado claro que no consume carbohidratos, ni grasas, ni absolutamente nada que se considere comida. Así que aquí le trajo lo único que cumple con sus estándares. Agua.

El silencio se adueña de la mesa. Y luego explota.

—¡¿Pero qué demonios…?! —la mujer se pone de pie, escandalizada—. ¡Voy a hacer que la despidan! ¡Este lugar es un chiste! ¿Cómo pueden contratar gente como usted?

Los murmullos en el restaurante crecen. Algunos clientes nos observan con morbo.

Siento una mano en mi hombro. Es Clara, mi mejor amiga y socia en el restaurante.

—Déjalo en mis manos —me susurra.

Me lanza una mirada que significa vete a la cocina ahora mismo.

Resoplo, pero asiento y regreso a la cocina con pasos firmes.

Cuando entré, el equipo me miró en completo shock.

—¡Estás loca! —dice uno de los cocineros—. ¿Sabes quién es él?

Me encojo de hombros.

—No, y no me interesa.

Mateo se pasa una mano por el rostro.

—Debería. Porque ese hombre que acabas de insultar no solo es un magnate… es Salvador Montenegro.

Me congelo.

—El hombre que es dueño de la mitad de las cadenas hoteleras más importantes del país… y de sus restaurantes.

La sangre se me enfriaba.

—Una referencia suya podría elevarnos al cielo… o mandarnos al infierno.

Mateo me lanza una mirada de pena.

—Y tú, amiga mía… acabas de comprar un boleto directo al infierno.

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