Marina
El calor de la cocina es asfixiante. El aire está impregnado de especias, humo y tensión. El restaurante está al tope, los pedidos entran y salen a una velocidad frenética, y apenas tengo tiempo para respirar.
—¡Esa mesa seis todavía no tiene su orden! —grito mientras revuelvo una salsa en el fuego.
—¡Ya el saco, jefa! —responde una de las cocineras.
Todo marcha bien... hasta que lo veo venir.
Mateo, el jefe de meseros, cruza la cocina con la expresión de alguien a punto de soltar una bomba. Por su cara, algo grande está pasando.
—Marina… —su voz baja un par de tonos—. Acaba de llegar un cliente importante.
Le lanzó una mirada impaciente.
—Mateo, tenemos el restaurante lleno de clientes importantes. ¡Define "importante"!
Él me mira fijamente.
—Uno de los magnates más influyentes de la ciudad. Un socialite.
Un leve murmullo se levanta entre los cocineros. Algunos se detectan un instante. Hasta los fogones parecen hacer una pausa.
Siento una leve punzada de adrenalina. Si un hombre como él recomienda nuestro restaurante, nos lloverán reservas hasta el fin del mundo.
—¡Bien! —digo con energía—. ¡Escúchenme todos! Tenemos un pez gordo en la sala y no pienso desaprovechar la oportunidad. ¡Asegurémonos de que esta sea su mejor cena del año!
Los cocineros responden con un "¡Sí, chef!" al unísono y todo vuelve a la normalidad.
Mateo me extiende una orden.
—Esta es la orden de su mesa.
Tomo el papel y leo los pedidos.
🔹 Un filete en su punto con puré de papas y salsa de vino tinto.
🔹 Una ensalada César con pechuga de pollo.
Uno de los platos es claramente de hombre, el otro…
—Debe ser de su acompañante —comento.
Mateo asiente.
—Vino con su novia.
Hago una mueca. Nada nuevo. Estos magnates siempre vienen con modelos esqueléticas que apenas tocan la comida. No es la primera vez que tengo que preparar una ensalada para alguien que parece tenerle miedo a los carbohidratos.
Preparo el plato con mimo. Le pongo crotones, un buen aderezo y pechuga de pollo a la parrilla. Es simple, pero impecable.
Minutos después, la orden de venta. Todo parece ir bien… hasta que la ensalada regresa.
— ¿Qué pasó? —pregunto al mesero que la trae de vuelta.
—La señora dice que no come carbohidratos.
Frunzo el Ceño.
—¿Qué?
—Los crotones.
Cierro los ojos, respiro hondo.
—Está bien, la liebre de nuevo.
Tomo otro plato y prepara la ensalada otra vez, sin crotones. La mando a la mesa.
Cinco minutos después, el mesero regresa… con la ensalada otra vez.
—Ahora ¿qué? —pregunto con los dientes apretados.
—Dice que tiene queso feta, y el queso feta es pura grasa.
—¡Dios santo! —exclama uno de los cocineros.
Miró la ensalada. Es perfecto. Pero la perfección no parece ser suficiente.
—Voy a hacerla otra vez —dice una de mis cocineras, resignada.
Pero antes de que toque un solo ingrediente, algo dentro de mí explota.
-¡No! —levanto una mano y agarro un vaso. Lo lleno con agua del grifo y lo sostengo con fuerza.
Todos me miran.
—Marina… —Mateo me ve con horror.
Ignore su advertencia. Salgo de la cocina hecho una furia.
—¿Cuál es la mesa? —pregunto en voz baja.
Mateo traga saliva y me la señala.
Ahí están.
La mujer, delgada como un palillo y con una expresión de desagrado absoluto, mira su teléfono sin siquiera notar mi presencia. Pero el hombre que está con ella…
Dios santo.
No esperaba que el magnate Montenegro fuera tan condenadamente apuesto.
Es imposible ignorarlo. Alto, elegante, con una presencia que domina el lugar sin esfuerzo. Su cabello oscuro está perfectamente peinado, su mirada es intensa y su postura es de alguien que sabe que el mundo entero le pertenece.
Pero yo no estoy aquí para admirarlo.
Me planto frente a la mesa, coloco el vaso de agua en la mesa con un golpe seco y me cruzo de brazos.
— ¿Qué demonios están haciendo? —su voz es grave, afilada.
Sostengo la mirada sin miedo.
—Su acompañante ha dejado claro que no consume carbohidratos, ni grasas, ni absolutamente nada que se considere comida. Así que aquí le trajo lo único que cumple con sus estándares. Agua.
El silencio se adueña de la mesa. Y luego explota.
—¡¿Pero qué demonios…?! —la mujer se pone de pie, escandalizada—. ¡Voy a hacer que la despidan! ¡Este lugar es un chiste! ¿Cómo pueden contratar gente como usted?
Los murmullos en el restaurante crecen. Algunos clientes nos observan con morbo.
Siento una mano en mi hombro. Es Clara, mi mejor amiga y socia en el restaurante.
—Déjalo en mis manos —me susurra.
Me lanza una mirada que significa vete a la cocina ahora mismo.
Resoplo, pero asiento y regreso a la cocina con pasos firmes.
Cuando entré, el equipo me miró en completo shock.
—¡Estás loca! —dice uno de los cocineros—. ¿Sabes quién es él?
Me encojo de hombros.
—No, y no me interesa.
Mateo se pasa una mano por el rostro.
—Debería. Porque ese hombre que acabas de insultar no solo es un magnate… es Salvador Montenegro.
Me congelo.
—El hombre que es dueño de la mitad de las cadenas hoteleras más importantes del país… y de sus restaurantes.
La sangre se me enfriaba.
—Una referencia suya podría elevarnos al cielo… o mandarnos al infierno.
Mateo me lanza una mirada de pena.
—Y tú, amiga mía… acabas de comprar un boleto directo al infierno.
MarinaDos meses despuésLa cremallera del vestido se atasca justo a la mitad de mi espalda.—¡Maldita sea! —gruño, estirando el brazo en un ángulo imposible para intentar subirla.Estoy a punto de rendirme cuando mi teléfono vibra sobre la cama. Clara.— ¿Qué pasó? —contesto sin aliento, todavía luchando con el maldito vestido.—Pasó que espero que estés lista. No me digas que todavía no has salido de tu casa.Ruedo los ojos.—Estoy en ello, no seas tan dramática. Además, ¿estás segura de que este tipo vale la pena? No quiero otra cita con un soso sin conversación ni personalidad.—Marina, confía en mí. Yo jamás te pondría en una situación así.—Oh, por favor. ¿Te recuerdo el desastre del mes pasado?—Eso no cuenta. Me lo recomendaron, pero nadie me dijo que tenía el carisma de una piedra.Suelto una risa sarcástica mientras forcejeo con la cremallera.—Está bien, entonces dime la verdad. ¿Ya le advertiste cómo soy?Silencio. Luego, Clara suspira.—A ver, ¿a qué te refieres?—No te h
MarinaMarinaEsto tiene que ser una maldita broma.Por unos segundos no lo reconozco. No consigo ubicar la imagen del hombre imponente frente a mi, aunque si se me hace familiar.Es solo cuando su rostro se convierte en una mueca de rabia total, que me doy cuenta de quién es la persona que tengo enfrente: Salvador Montenegro.El mismo que fue con su novia al restaurante y le lance un vaso de agua y casi la llamo anorexica. Oh Dios, esto va a ser malo, va a ser realmente malo.La furia en su voz hace que se me me hiele la sangre.Mi cuerpo se tensa automáticamente siento que estoy en negación absoluta.No puede ser él. No puede ser el mismo hombre con el que discutí en el restaurante. Pero lo es.Está sentado detrás de un escritorio de madera oscura, con una puerta imponente, una mano apoyada sobre la mesa y la otra sosteniendo una pluma con aire impaciente. Sus ojos oscuros me taladran con una mezcla de incredulidad y desprecio.Esto es una pesadilla.El abogado que Clara consiguió
SalvadorLa rabia como nunca la he sentido se enciende en mi cuerpo, es algo tan palpable que casi siento que puedo tocarla. No puedo creerlo.Es como si todo fuera parte de una burla cósmica, pues no puedo creer que la mujer que me humilló hace meses en un restaurante, esa misma que Renata odia y se encargó de desacreditar ante todos, está aquí, en mi oficina, frente a mí, diciendo que no tiene el dinero para pagar lo que me debe.Tres millones de dólares.Tres. Malditos. Millones.Mis ojos van hasta ella. Trae puesta ropa medianamente formal, pero aún asi su cuerpo se ajusta a la tela y su pecho se marca por encima de lo normal.En especial cuando cruza los brazos, su postura es desafiante, pero veo el temblor sutil en sus dedos, el leve movimiento de su garganta cuando traga saliva. Está aterrada.Y debería estarlo.—Yo… yo no tengo ese dinero.Mis dientes se aprietan con fuerza, esto es el colmo del descaro. El dinero estaba en su maldita cuenta.Pero por supuesto que no lo tiene
Marina—¿Qué se supone que voy a hacer ahora?Mi voz es apenas un susurro mientras me paso las manos por el cabello, caminando de un lado a otro en la sala del restaurante, donde Clara, David y yo hemos estado reunidos durante la última hora.El abogado tiene la carpeta de documentos sobre la mesa. Los mismos que me hunden.Las mismas fotos que hacen que parezca que soy una maldita cómplice.Las mismas pruebas que, aunque no sean lo que parecen, me atan a un delito que no cometí.—Sé que esto es difícil —dice David con tono tranquilo—, pero voy a ser completamente honesto contigo, Marina. Tienes pocas opciones.Levanto la vista, sintiendo una presión en el pecho.—¿Cómo que pocas opciones? ¿Me estás diciendo que en verdad puedo ir a la cárcel?David suelta un leve suspiro.—Las pruebas que tienen son sólidas. Los movimientos bancarios, las fotografías… Aunque sepamos que no son lo que parecen, en un juicio serían un problema. Y no solo eso…Se inclina un poco hacia adelante.—Estamos
MarinaMi corazón late con fuerza cuando el auto se detiene frente a la mansión.Palacio.Ni siquiera es una casa. Es una maldita fortaleza.Las puertas de hierro negro, los enormes ventanales, los jardines perfectamente podados… todo aquí grita lujo, poder y arrogancia.—Bueno, ya estamos aquí —dice David desde el asiento del conductor.Respiro hondo y me giro hacia Clara, quien está sentada a mi lado.—Aún podemos huir —murmuro—. No mirarán en el baúl.Ella rueda los ojos y me aprieta la mano.—Lo superaremos. Solo… trata de llevar la fiesta en paz. No lo provoques y no dejes que te provoque.Levanto las manos en un gesto inocente.—Yo no provoco a la gente.Clara arquea una ceja con escepticismo.—Marina… todos sabemos que de paciencia tienes pocas. Solo no lo hagas enfadar.Resopló y me cruzó de brazos.—No prometo nada.David abre la puerta y baja del auto. Yo hago lo mismo, sujetando con fuerza la maleta en mi mano.En cuanto doy un paso hacia la entrada, un hombre mayor, vestid