3- Un dulce castigo

Salvador

La rabia como nunca la he sentido se enciende en mi cuerpo, es algo tan palpable que casi siento que puedo tocarla. 

No puedo creerlo.Es como si todo fuera parte de una burla cósmica, pues no puedo creer que la mujer que me humilló hace meses en un restaurante, esa misma que Renata odia y se encargó de desacreditar ante todos,  está aquí, en mi oficina, frente a mí, diciendo que no tiene el dinero para pagar lo que me debe.

Tres millones de dólares.

Tres. Malditos. Millones.

Mis ojos van hasta ella. Trae puesta ropa medianamente formal, pero aún asi su cuerpo se ajusta a la tela y su pecho se marca por encima de lo normal.

En especial cuando cruza los brazos, su postura es desafiante, pero veo el temblor sutil en sus dedos, el leve movimiento de su garganta cuando traga saliva. Está aterrada.

Y debería estarlo.

—Yo… yo no tengo ese dinero.

Mis dientes se aprietan con fuerza, esto es el colmo del descaro. El dinero estaba en su m*****a cuenta.

Pero por supuesto que no lo tiene. Por supuesto que esta historia es la misma de siempre. La misma cara de víctima. 

Las mismas palabras desesperadas.

Lo que más me jode es que, por un momento, pensé que esta mujer era diferente. Creí que ella era alguien sin dobleces, alguien sin miedo a decir lo que pensaba. Pero resulta que es igual que el resto. 

Una farsante.

Mis nudillos se tensan sobre la mesa. Podría mandar a arrestarla ahora mismo.

Podría hacer que se pudra en prisión por cómplice de su hermano.

Podría arruinar tu vida con una simple llamada.

Pero no.

No.

Eso sería demasiado fácil.

Cierro los ojos por un segundo y dejo que el veneno me consume. No quiero simplemente castigarla.

Quiero verla sufrir. Quiero que sepa lo que se siente atrapada, sin opciones, humillada.

Como me sentí yo cuando recibí la noticia del fraude. Como me sentí cuando invertí dinero y confianza en un negocio que resultó ser una m*****a e****a. Como me sentí cuando tuve que sentarme frente a un grupo de inversionistas y explicarles por qué el dinero desapareció.

Mi mirada se fija en ella.

Humillación.

Esa es la clave.

—Muy bien. No tienes cómo pagarlo con dinero —digo, finciendo calma.

Ella asiente, tragando saliva.

Puedo ver cómo su mente busca una salida. No hay nada.

—Podemos arreglar para que lo pagues de otra manera.

Ella parpadea, desconcertada.

—¿Qué? ¿Qué es lo que acaba de decir?

Me inclino sobre la mesa, disfrutando de su confusión.

—Te ofrezco un trato, Marina. Un trato que solucionará todo… y que tú no estás en posición de rechazar.

Sus ojos me miran con sospecha, su postura se tensa por completo y puedo notar que está nerviosa, que está a punto de doblegarse.

Sus labios se separan con incredulidad.

—¿Trabajando?

—En mi casa. Como cocinera.

Su cara es un poema.

—¡¿Qué?!

Reprimo una sonrisa.

—Ni siquiera como chef. Solo como cocinera.

Ella niega con la cabeza, como si lo que digo no tuviera sentido.

—Eso es absurdo. No puedo simplemente dejar mi vida e irme a vivir con usted.

Me recargo en la silla con tranquilidad.

—Es lo mismo que pasará cuando vayas a prisión.

Su expresión se desmorona.

Ahí está. La desesperación.

La veo calcular opciones, tratando de encontrar una manera de negarse, de escapar.

No la hay.

Este es su final.

—¿Me permite pensarlo? —murmura, con la voz rota.

Levanto una ceja.

—Veinticuatro horas. Ni un minuto más.

Ella asiente, con la mirada clavada en el suelo. Su abogado la toma del brazo con suavidad y la guía hacia la puerta.

No la sigo con la mirada esta vez.

Ya no necesito verla.

Ya he ganado.

Un trato sin plan

Alex, mi abogado y mejor amigo, se cruza de brazos en cuanto la puerta se cierra.

—¿Qué diablos fue eso?

Me rescaté en la silla.

—Un trato.

—¿Un trato? No hablamos de ningún trato, Salvador. Nuestra idea era llevarla directa a prisión.

Sonrío con frialdad y entrelazo los dedos sobre la mesa.

—Eso sigue en pie.

Él entrecierra los ojos.

—Entonces, ¿por qué hacerle creer que con este trato la deuda quedará saldada?

Tomo un bolígrafo y lo giro entre los dedos.

—Porque esto es solo un dulce castigo.

Alex me observa en silencio.

—No entiendo.

Y no tiene por qué entender.

No necesito explicarle lo que siento. No necesito contarle cómo me hirvió la sangre cuando la vi entrar, cuando comprendí que la mujer que se atrevió a desafiarme en público era la misma que llevaba mi dinero robado en su cuenta.

No necesito contarle que quiero verla reducida a nada.

No necesito contarle que esta es solo la primera parte del plan.

Pero hay algo más. Algo que no me cuadra.

—Esa mujer… —digo en voz baja—. Su reacción no me pareció la de alguien culpable.

Alex se ríe con sarcasmo.

—Oh, por favor. Todos los culpables dicen que no saben nada.

Abre los dientes.

-Lo se. Pero… había algo raro en ella.

— ¿Dudas de su culpabilidad?

—No —miro la carpeta con las pruebas—. Dudo de que sepamos toda la historia.

Mi amigo me mira con atención.

—¿Qué estás pensando?

Sonrío lentamente.

—Que voy a averiguarlo.

Alex sospecha.

—A Renata no le va a gustar esto.

Levanto la mirada y sonrío con desgana.

—De Renata me encargo yo.

Él no dice nada más.

Y yo me inclino hacia adelante, con una sola idea en la cabeza:

Marina Del Valle va a pagar por lo que hizo.

Hasta el último centavo.

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