5- Juego sucio

Marina

Mi corazón late con fuerza cuando el auto se detiene frente a la mansión.

Palacio.

Ni siquiera es una casa. Es una m*****a fortaleza.

Las puertas de hierro negro, los enormes ventanales, los jardines perfectamente podados… todo aquí grita lujo, poder y arrogancia.

—Bueno, ya estamos aquí —dice David desde el asiento del conductor.

Respiro hondo y me giro hacia Clara, quien está sentada a mi lado.

—Aún podemos huir —murmuro—. No mirarán en el baúl.

Ella rueda los ojos y me aprieta la mano.

—Lo superaremos. Solo… trata de llevar la fiesta en paz. No lo provoques y no dejes que te provoque.

Levanto las manos en un gesto inocente.

—Yo no provoco a la gente.

Clara arquea una ceja con escepticismo.

—Marina… todos sabemos que de paciencia tienes pocas. Solo no lo hagas enfadar.

Resopló y me cruzó de brazos.

—No prometo nada.

David abre la puerta y baja del auto. Yo hago lo mismo, sujetando con fuerza la maleta en mi mano.

En cuanto doy un paso hacia la entrada, un hombre mayor, vestido con un traje de mayordomo, aparece en la puerta.

Parpadeo.

— ¿Quién sigue teniendo mayordomos en pleno siglo XXI? —le susurro a Clara.

Ella sacude la cabeza con una pequeña sonrisa.

El hombre nos observa con una postura impecable antes de hablar.

—El señor Montenegro la está esperando afuera.

David y yo comenzamos a avanzar, pero el mayordomo levanta una mano.

—Lo siento, pero el señor ha indicado que solo puede entrar la señorita. Todo lo legal ha quedado claro.

El rostro de David se tensa.

Me giro hacia él y veo el enfado en sus ojos.

—Marina —dice con voz firme, tomándome del brazo con suavidad—. Escucha bien. No estás sola. A la mínima señal de que algo va mal, me llamas. Si ese hombre se pasa de la raya, si incumple una sola palabra del trato, lo denuncio.

Asiento con un nudo en la garganta.

—Gracias, David.

—No me las de todavía. Solo recuerda que esto no es una prisión.

Luego, Clara me toma de las manos y aprieta con fuerza.

—Este no es el fin —susurra—. Vamos a salir de esto.

Cierro los ojos por un segundo, intentando contener el temblor de mis manos.

Toma aire.

Lo suelto.

Entrar.

Salvador Montenegro me espera en el vestíbulo.

Es una imagen de autoridad, con un traje impecable y los brazos cruzados sobre el pecho.

Me observa de arriba abajo, con una expresión indescifrable.

Y de pie a su lado, con una sonrisa venenosa y una postura perfecta, está ella.

Renata.

Espectacular. Intimidante.

Todo en ella parece sacado de una revista de moda. Su cabello rubio cae en ondas perfectas, su vestido es elegante y entallado, y su rostro no muestra ni una sola imperfección.

Por el contrario, me siento expuesto.

Curvas pronunciadas, caderas anchas, muslos gruesos.

Nunca he sido delgado, nunca lo seré.

Pero aquí, frente a ellos, es la primera vez en mucho tiempo que me siento… menos.

Renata me observa como si fuera un insecto aplastado en la suela de su zapato. Luego, gira hacia Salvador,

—No puedo creer que en realidad hayas traído a esta a vivir aquí.

Salvador pone los ojos en blanco.

—No la he traído a vivir aquí. Es solo una trabajadora más.

—Entiendo—Renata cruza los brazos—. Pero que no crea que voy a aguantarme sus desplantes ni sus faltas de respeto como lo que hizo en el restaurante. A la primera, se larga de aquí.

Mi lengua arde con la necesidad de responderle.

Pero recuerdo las palabras de Clara.

No lo provoques.

No dejes que te provoque.

Así que la ignora por completo.

Miró directamente a Salvador y digo con voz firme:

—¿Dónde me lo instalo?

Su mirada se afila.

—Sígueme.

Me lleva hasta la parte trasera de la casa. Cuanto más avanzamos, más lejos quedamos del lujo. Hasta que llegamos a una pequeña edificación separada de la mansión. La puerta casi parece que se puede caer con una brisa muy fuerte y tengo que tragarme mis comentarios.

—Ahí está tu habitación —dice sin más.—No tiene baño, por lo que deberás ir al baño de empleados detrás de la cocina para ducharte.

¿QUÉ? LO ODIO. LO ODIO.

Sé que todo esto no es más que una venganza de parte suya, pero no voy a darle el gusto de demostrarle cuánto me afecta aunque la humillación me quema por dentro.

—Perfecto —respondo con frialdad.

Él sonríe con burla.

—Cuando me levante, quiero el desayuno hecho. Cuando llegue al mediodía, el almuerzo está listo. Quiero la cocina impecable. Y cuando haya que hacer la compra, también la harás tú.

La ira burbujea en mi interior.

Pero aprieto los dientes y concurso con frialdad:

—Muy bien. Se hará como usted quiera.

Entra en la habitación sin mirarlo.

No voy a llorar.

No voy a darle el gusto.

Estoy desempacando mi ropa cuando la puerta se abre de golpe.

Me giro bruscamente.

Renata está allí.

En sus manos, sostiene algo doblado. Su sonrisa es puro veneno.

—No te ves tan imponente como en el restaurante —dice con burla—. Aquí sí luces como lo que realmente eres.

Hago acopio de toda mi paciencia.

—¿Qué desea la señora?—Digo con falsa amabilidad y veo que su sonrisa se borra.

Ella avanza, tirando la prenda en la cama. Un uniforme de empleada doméstica. Pero no cualquiera, este parece salido de un Sex Shop.

Mi estómago se revuelve.

—Ahí tienes —dice con fingida dulzura—. Eso es lo que usarás mientras estés aquí.

La mirada a los ojos.

—Ese no es el uniforme que voy a usar. Yo traje mi propio uniforme de cocina.

Renata sonríe con crueldad.

—No estás entendiendo. Olvídate de que eres chef. Esto no es un restaurante. Aquí te pones lo que yo diga. 

Se cruza de brazos y suelta la peor puñalada.

—Traté de buscar la talla más grande que encontré, pero no sé si vaya a quedarte con tanta grasa que tienes.

Siento como si me hubieran abofeteado, pero no miro hacia abajo, hacia mi cuerpo pues aunque muchas veces no me sienta cómoda con como soy, ella no debe saberlo.

Cada célula de mi cuerpo se tensa, pero no le atreveré el gusto de verme quebrarme.

—Te quiero con eso puesto a la hora de la cena. Sin excusas —dice con voz fría antes de salir de la habitación.

Mis manos tiemblan.

Pero si cree que voy a rendirme… Está muy equivocada.

Cuando entro en la cocina para la cena, llevo puesto el uniforme.

Obviamente no es de mi talla y spe que eso fue hecho a propósito para resaltar la humillación, pero no se lo voy a permitir.

De hecho, voy a darle algo para enojarse.

El uniforme me queda excesivamente corto, la blusa no me cierra del todo por lo que el primer botón va abierto y mi brasier negro de encaje se ve, al igual que las pantimedias debajo de la falda.

Pero no importa, me encargo de llevarlo a la perfección. No porque Renata me lo haya ordenado, sino porque voy a demostrar que esto no me afecta.

Cuando entro al comedor me aclaro la garganta.

—Buenas noches.

Pero la reacción que obtengo no es la que esperaba.

Salvador, sentado en la mesa con una copa de vino en la mano, me mira.

Y casi escapa la bebida. Se atraganta y deja la copa con un golpe seco.

— ¡¿Qué demonios llevas puesto?¡

Su voz es baja. Casi un gruñido.

Levanto la barbilla y lo miro directo a los ojos.

—El uniforme que me ha dado su mujer, por supuesto.

Juego sucio, Montenegro. Vamos a ver quién aguanta más

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