Rosario estaba frustrada. La comida no le alcanzaba y no conseguía trabajo.
En una noche, donde la temperatura parecía bajar más rápido de lo normal, se encontraba débil, sin fuerzas y por sobre todas las cosas, vulnerable. Decidió irse de esas cuatro chapas que la encerraban. Comenzó a caminar y era consciente a donde ir. Recorrió varias cuadras, a la velocidad que pudo. Se puso en el frente de una casa de material, con dos ventanas al frente y tocó las palmas, alguien salió. — Carmen, ¿tene algo de comer?— Le dijo desde la puerta de la casa, alrededor de las 9 de la noche. — Nena, ¿Qué haces acá?— Se asomó, tapándose su cuerpo con un saco enorme y viejo. — Tengo mucho hambre.— Respondió sin energía, agarrandoRosario sin dudarlo abrió la puerta. Quedó frente a un escritorio, por demás destruido, con una señora con anteojos que sólo miraba su celular. —Disculpe señora.— Se acercó tímida, Rosario. Quien estaba frente a ella no reaccionaba, continuaba en lo suyo.— Señora, disculpe-— Esta vez, le colocó su mano entremedio de su vista y el celular. - ¿Qué haces nena?— Se sobresaltó y recogió su celular, guardándolo en su bolsillo. — Disculpe, pero le etoy hablando.— Respondió Rosario, con una voz suave, tratando de demostrarle que no buscaba problemas. —Esta bien, esta bien, ¿Qué necesitas?— Le preguntó, tomando una agenda y buscando la fecha de ese día.
Rosario comenzó con optimismo su nuevo empleo. Los días venideros fueron caóticos, pero Guillermo la incentivaba para que no decaiga. Sus compañeras, con un poco de recelo, no le dirigían la palabra más allá de un hola o un chau. — Rosario, vení a mi oficina por favor— La llamó el dueño un tanto apresurado. Ella se levantó de su puesto de trabajo, miraba el suelo y repasaba cada movimiento que había hecho. Trataba de recordar si había cometido algún error o si tal vez, había bajado su ritmo. Camino acelerada, con temor. Sus compañeras ni siquiera la miraron. El ir y venir de las maquinas las mantenía concentradas, aunque en el aire se podía oír alguna que otra risa. — Sentate querida— Guillermo le señaló con
— ¡Rosario, a mi oficina por favor!— Gritó Guillermo. Rosario se paró y se dirigió hacia la oficina. Al igual que hacía algunas semanas. Aunque esta vez con la diferencia de que miraba al frente y sus compañeras la miraban con mayor respeto. Lucrecia había cumplido con parte de su trato. Parecía ser ella quien manejaba los hilos, valga la redundancia, de la fábrica textil. — Guillermo, ¿Qué paso? — Entra y cerra la puerta— Ni siquiera la miró. Rosario un tanto preocupada obedeció de inmediato. — Toma asiento— Le indicó con su mano sacándose los anteojos. Ella cumplió al instante. &md
—Salí de tu casa, ¡Rosario!, — gritaba Brian golpeando cada tanto la chapa que simulaba ser una puerta — ¡Rosario!, ya sé que estás ahí. — ¡Tomatela de acá!— Contestó desde adentro, — ya me violaste, me drogaste, ¿Qué más quere?— empezaba a llorar tirada bajo la mesa — ¡Te dije que la ibas a pasar mal!— Sonreía golpeando las chapas con palos, piedras y todo lo que tenía cerca, —ahora salí— Le ordenó. - ¡No, salí de acá!, voy a llamar a la policía,— respondió asustada, con la voz temblorosa. — ¡ja, ja, ja!, So pobre Rosario, no tene ni pa comprar el pan, meno vas a tener para tener un celular— Continuaba con el hostigamien
Rosario se mantuvo refugiada en la casa de Lucrecia. Sus días transcurrían de forma monótona y temeraria. Corría del trabajo a la casa de su compañera, que a pesar de no coincidir con la vida de ella, la ayudaba. — Chica, creo que es hora de que vayas a la comisaría. — Se le acercó Lucrecia, mientras Rosario continuaba cociendo ropa con su máquina industrial. — ¡Oye Rosario!— Golpeo la mesa. — ¡¿Qué?! — Que te estoy diciendo, ¡mujer!, debes ir a hacer la denuncia de lo que te ha sucedido y de tus hijos. — Ya lo hablamo. — Contestó seca, sin sacar los ojos de su trabajo. — Lo hemos hablado, pero todavía creo que es importante que lo hagas.— Se cruz
Rosario abrazaba a Lucrecia. No podía creer lo que le había pasado. Intentaba tranquilizarla pero no podía. —¿Qué sucedió?— Le preguntaba reiteradas veces pero la respuesta siempre era la misma. Un llanto ahogado, dolido. No por los golpes sino por el sufrimiento que acarreaba su alma. La madre de Lucrecia no omitía palabras. Agarró a sus nietos y se los llevó. Ella en general no hablaba. — Amiga, tranquilízate, ¡por favor tranquilízate!— Insistía Rosario. — No puedo más, ¡No puedo más!— Gritaba llorando desconsolada. Ahogada, quebrada emocionalmente. — Pero, ¿Por qué te pegó?— Volvía a preguntar tomándola de la cara y buscando su mirada, que entre tanto ll
Rosario se levantó al día siguiente. Preparó un té para ella y otro para Lucrecia que aún seguía en la cama. Colocó la pava y al instante sintió a alguien que se acercaba. — Lucre, ya puse la pava.— Dijo Rosario. — Soy la madre.— Se escuchó oír suavemente. — Ah, disculpe. No sabía que era usté.— Contestó sobresaltada. — No hay nada que disculpar querida. —¿Le puedo preguntar algo señora?— Rosario no sacaba la mirada del agua que dejaba ver la pava sin tapa. — Si, pues claro. —¿Cómo se llama? — Jacinta, querida.— Contestó la madre de Lucrec
Rosario se perdió durante días. Estaba sucia, más que de costumbre, pero su gran problema era su cabeza, su mente. Como era habitual, le jugaba malas pasadas. Por las tardes, cuando el sol caía pasaba por la fábrica para ver si Guillermo continuaba con vida, para su desgracia, jamás pudo verlo. Sin pensarlo, una noche se acercó hasta la casa de Lucrecia. Entró por el largo pasillo que se desmoronaba y tocó la puerta. — ¿Quién es?— Se escuchó la voz de la madre de Lucrecia. — Soy…— Rosario tartamudeo. — ¿Eres Rosario?— Se sorprendió Jacinta. — Si, señora. La madre sacó las trabas, les pidió a los niños que hagan silencio y se vayan a la p