—Salí de tu casa, ¡Rosario!, — gritaba Brian golpeando cada tanto la chapa que simulaba ser una puerta — ¡Rosario!, ya sé que estás ahí.
— ¡Tomatela de acá!— Contestó desde adentro, — ya me violaste, me drogaste, ¿Qué más quere?— empezaba a llorar tirada bajo la mesa
— ¡Te dije que la ibas a pasar mal!— Sonreía golpeando las chapas con palos, piedras y todo lo que tenía cerca, —ahora salí— Le ordenó.
- ¡No, salí de acá!, voy a llamar a la policía,— respondió asustada, con la voz temblorosa.
— ¡ja, ja, ja!, So pobre Rosario, no tene ni pa comprar el pan, meno vas a tener para tener un celular— Continuaba con el hostigamien
Rosario se mantuvo refugiada en la casa de Lucrecia. Sus días transcurrían de forma monótona y temeraria. Corría del trabajo a la casa de su compañera, que a pesar de no coincidir con la vida de ella, la ayudaba. — Chica, creo que es hora de que vayas a la comisaría. — Se le acercó Lucrecia, mientras Rosario continuaba cociendo ropa con su máquina industrial. — ¡Oye Rosario!— Golpeo la mesa. — ¡¿Qué?! — Que te estoy diciendo, ¡mujer!, debes ir a hacer la denuncia de lo que te ha sucedido y de tus hijos. — Ya lo hablamo. — Contestó seca, sin sacar los ojos de su trabajo. — Lo hemos hablado, pero todavía creo que es importante que lo hagas.— Se cruz
Rosario abrazaba a Lucrecia. No podía creer lo que le había pasado. Intentaba tranquilizarla pero no podía. —¿Qué sucedió?— Le preguntaba reiteradas veces pero la respuesta siempre era la misma. Un llanto ahogado, dolido. No por los golpes sino por el sufrimiento que acarreaba su alma. La madre de Lucrecia no omitía palabras. Agarró a sus nietos y se los llevó. Ella en general no hablaba. — Amiga, tranquilízate, ¡por favor tranquilízate!— Insistía Rosario. — No puedo más, ¡No puedo más!— Gritaba llorando desconsolada. Ahogada, quebrada emocionalmente. — Pero, ¿Por qué te pegó?— Volvía a preguntar tomándola de la cara y buscando su mirada, que entre tanto ll
Rosario se levantó al día siguiente. Preparó un té para ella y otro para Lucrecia que aún seguía en la cama. Colocó la pava y al instante sintió a alguien que se acercaba. — Lucre, ya puse la pava.— Dijo Rosario. — Soy la madre.— Se escuchó oír suavemente. — Ah, disculpe. No sabía que era usté.— Contestó sobresaltada. — No hay nada que disculpar querida. —¿Le puedo preguntar algo señora?— Rosario no sacaba la mirada del agua que dejaba ver la pava sin tapa. — Si, pues claro. —¿Cómo se llama? — Jacinta, querida.— Contestó la madre de Lucrec
Rosario se perdió durante días. Estaba sucia, más que de costumbre, pero su gran problema era su cabeza, su mente. Como era habitual, le jugaba malas pasadas. Por las tardes, cuando el sol caía pasaba por la fábrica para ver si Guillermo continuaba con vida, para su desgracia, jamás pudo verlo. Sin pensarlo, una noche se acercó hasta la casa de Lucrecia. Entró por el largo pasillo que se desmoronaba y tocó la puerta. — ¿Quién es?— Se escuchó la voz de la madre de Lucrecia. — Soy…— Rosario tartamudeo. — ¿Eres Rosario?— Se sorprendió Jacinta. — Si, señora. La madre sacó las trabas, les pidió a los niños que hagan silencio y se vayan a la p
Rosario apoyaba su cabeza en la ventanilla del camión de Alberto. Su mirada, se perdía en el horizonte. Sus ojos tristes imaginaban, entre medio del costado de esa ruta interminable, a sus hijos correr « Los amo mucho, donde quieran que estén» En su mente, los recordaba, aunque de una forma diferente a la que quizás habían crecido. « Barbarita debe tener el pelo tan largo, ojalá que limpio, no como la tuve atendidita yo, casi toda su vida. ¡Ay! Ojalá el negrito y Cachi estén bien unidos, como familia. Se van a peliá, pero ellos se quieren» Se respondía continuamente. En cada tramo, en cada pueblo, en cada carga y descarga que realizaba junto a Alberto, pensaba en todo lo que tuvo y en todo lo que perdió. Su alma lloraba, su corazón se partía. Las grandes distancias la acorralaban y le demostraban que si antes se sentía débil e incap
La ruta era interminable, árida por momentos, húmeda por otros, pero siempre triste y vacía. Cada cientos de kilómetros, un puesto de comida, en general una parrilla que ofrecía sus servicios, además de salames, quesos, dulces, vinos pateros y en algunos casos verduras o productos típicos de aquella región. Rosario no tenía interés. Comía poco, porque ella así lo quería y porque Alberto casi que le daba las sobras. —Ceba unos mates. — Le ordenó Alberto.Rosario se agachó y comenzó a sacar todo. No hablaba. — Trata de hacerlo bien esta vez, así no vuelco nada.— Le dijo con un tono arrogante, soberbio, despreciable. —Si, discúlpame. — Respondió, con la mirada perdida y la garganta cerrada
Rosario despertó. Miró a su lado y Alberto no estaba. caminaba agitada y mareada por el costado de la ruta. Creía ir rápido, pero cada vez que volteaba hacía atrás el depósito de descarga estaba sólo unos metros alejados. Ella hacia señas a los pocos autos que pasaban por allí, ninguno osaba a frenar. La miraba, tal vez bajaban la velocidad pero todos seguían de largo. Miraba de nuevo a sus espaldas y la distancia era casi la misma <<ayuda, por favor, ayuda>> repetía constantemente en su interior pero también en voz baja. Una voz tan débil y frágil como su delgado y golpeado cuerpo. Tocaba su nariz de forma compulsiva, sentía su garganta cerrada y tenía espasmos a cada paso que daba<<si tuviese un línea estaría volando. Que rico, una línea.>> Se hablaba internamente tocando su nariz. Tocaba su tabi
Rosario salió del prostíbulo clandestino como pudo. Su cuerpo sólo lo cubría una pequeña toalla. Estaba desnutrida, su cuerpo se le podía notar flácido. Sus manos tenían marcas de las sogas que la ataban a la cama, su rostro demacrado. Rubor corrido, del poco que le quedaba. Ojeras interminables y ojos lastimados con la primera luz que sentía después de mucho tiempo. Trató de taparse pero no tenía fuerza para eso. Caminó por la ruta, parecía un zombie. Lo hacía por inercia, ni siquiera por convicción. Arrastraba sus pies, no tenía fuerzas. Sus tobillos dejaban ver lo flaca que estaba. Los huesos se le marcaban al igual que las costillas. Los labios percutidos y la nariz partida de tanta droga que le daban. —Ayuda, ayuda. — repetía al aire a cada paso que conseguía dar. Su única esperanza era acercarse al asfalto. M