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Había soñado con ella, con Evangeline. Había soñado que la tenía entre mis brazos, que la besaba y la abrazaba, que podía oler en ella el olor de antaño, ese que recordaba a veces en temporadas cálidas.

Su piel, su estrechez, apretando con fuerza mi hombría. La había sentido tan real, tan viva, que casi pude haber jurado que aquello no fue una fantasía o una ilusión, que había sucedido. Y cuando abrí los ojos, la luz del sol del atardecer me cegó por un momento.

La cabeza me dio vueltas, con un fuerte dolor en la frente, como si mi cerebro hubiera intentado escapar por mi nariz. Me incorporé despacio. Estaba desnudo, cubierto únicamente por una suave sábana que no sabía de dónde había salido. Frente a la mesita en el centro de la sala, había un par de botellas de vino vacías, copas y algunos snacks.

Y entonces vi a Elisa. Estaba sentada en el alféizar de la ventana, observando el atardecer que pintaba el cielo de colores pasteles. Me aclaré la garganta, y la mujer volteó a mirarme.
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