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Cuando mis labios se posaron sobre los de Nicolás, sentí un fuerte vacío en el pecho, como saltar al vacío.

Cuando los trillizos cumplieron ocho años, la hermana Sol y la hermana Samara nos llevaron a una hermosa cascada cerca del orfanato, en el bosque. Había un enorme salto del que se podía saltar desde un barranco a unos cinco o seis metros de altura.

Recuerdo que lo hice movida por la adrenalina y el deseo de aventura. Salté desde allá mientras todos me observaban, y el vacío que se sintió en el estómago me hizo no volver a hacerlo nunca más. Y esa misma sensación fue la que sentí en ese momento: un vacío enorme que me atravesó el vientre con fuerza, como un animal salvaje, como un gato arañando mi garganta.

Y entonces, cuando sus fuertes manos se apretaron contra mi cadera y me hicieron avanzar hacia él, casi que literalmente caí. Fue una sensación extraña y agridulce, porque al fin, después de tantas noches de fantasías, al fin había logrado lo que tanto tiempo había anhelado
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