104.

Bombas incendiarias, había dicho Luis después de un rato. Pude ver la primera cuando se acercaba, volando en el patio de enfrente, cerca de la ventana donde estaba la oficina de la hermana Sol. Todos nos quedamos ahí, en el centro. El viento, a veces violento, empujaba grandes olas de fuego hacia nosotros. Y aunque estas no llegaban a tocarnos porque estábamos lo suficientemente al centro del pequeño parquecito que nos salvaba, podíamos sentir el fuego abrasador. Mi piel ardía, sentía que me dolía la cabeza. El oído derecho de Nicolás sangraba, y estaba seguro de que le dolía demasiado, pero estaba ahí, agachado, abrazando a nuestros hijos. De no ser por todo lo que estaba sucediendo, me parecería tan hermoso verlo ahí, agachado, abrazándolos. Hacía apenas unas horas se había enterado de su existencia, y ahora estaba ahí protegiéndolos. Los niños se sintieron protegidos por él. Pude verlo en sus ojitos, pude percibirlo. Estaban felices de que su padre estuviera ahí. Aquello los hacía
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