Capítulo 2: Acostumbrada al fracaso

CRISTINE FERRERA

Cuando el llanto de mis angelitos por fin cesó, tomé mi computadora portátil y la abrí sobre mis piernas mientras que con un pie seguía meciendo la cuna para que el sueño de mis bebés no fuera perturbado o interrumpido. 

Comencé a teclear con habilidad; no solo quería el divorcio, necesitaba que Eliot firmara un acuerdo donde me cedía la custodia total de los niños. No me importaba si no recibía ni un solo centavo, incluso estaba dispuesta a renunciar a cualquier beneficio que la separación me pudiera ofrecer. ¡No quería absolutamente nada de él! ¡Podía quedarse con su dinero, con su enorme casa y todas las comodidades! ¡Lo único que necesitaba era poner fin a este calvario y llevarme a mis bebés lejos de él! Dudaba mucho que quisiera quedárselos, era un horrible padre, ¿qué haría con tres niños? ¿Cómo podría cuidar de ellos y cubrir todas sus necesidades si solo tenía tiempo para trabajar e ignorarnos?

Estaba dispuesta a llevar los papeles al día siguiente a primera hora a su oficina. No me gustaba visitarlo, pues solo recibía más frialdad y antipatía, una mirada cargada de desprecio, como si fuera una vagabunda que se le había atravesado en el camino pidiendo unas monedas. ¡Cómo lo odiaba! ¡Pero me odiaba más a mí misma por haberlo amado tanto cuando jamás se lo mereció!

Ya podía imaginarme entrando a su asquerosa empresa y dejando caer los papeles en su escritorio. Esta vez no me iría sin ver su firma en esas hojas. Ya no había manera de seguir posponiendo esto. 

Después de imprimir lo que faltaba, apilé las hojas y decidí hacer mi mejor intento para conciliar el sueño, pero las horas pasaron y el tic tac del reloj taladraba mis oídos. Mi mente no dejaba de darle vueltas al asunto. 

Cuando por fin mis ojos comenzaban a cerrarse, escuché un auto estacionándose en la entrada y la puerta abriéndose. Me levanté como un resorte, ¿era posible que Eliot hubiera llegado? Tomé el acuerdo de divorcio y bajé las escaleras con precaución. Él estaba de pie ante el comedor, viendo todos los destrozos que habían quedado después de que acabé con la cena. Sus manos escondidas en los bolsillos y sus espaldas anchas lo hacían ver contenido e imponente. 

No tuve que llamarlo para que se diera cuenta que estaba ahí, detrás de él. Giró lentamente al mismo tiempo que sus ojos me veían de pies a cabeza, con una ceja levantada y su boca formando una línea recta. No le agradaba el desastre de la cocina, pero ni siquiera le interesaba pelear conmigo, así era yo de irrelevante en su vida. Desde que nos casamos su prioridad era no interactuar conmigo de ninguna manera, como si fuera un mueble más en la casa. 

—Parece que festejaste a tu manera por nuestro aniversario —dijo con esa voz metálica y sin sentimiento, tomando la botella de vino abierta y viéndola con desprecio—. ¿Crees que una fecha así, tan insignificante, es motivo para desperdiciar un buen vino?

Sin emitir ni una sola palabra estiré el brazo, acercando el acta de divorcio, haciendo que frunciera el ceño y viera las hojas con desprecio, como si estuvieran hechas de alguna clase de material desagradable y pestilente. 

—Fírmalo y esto se acabará… —Me acerqué un poco más al ver que no tomaba el contrato—. No te agrado, nunca te agradé… aquí está la salida. Esto no solo me libera de ti, sino que tú también por fin serás libre de mí, como tanto has deseado. 

—¿Quién te dijo que deseo divorciarme? —preguntó tomando el documento sin prestarle atención. Ni siquiera fingió hojearlo, solo lo arrojó al suelo, junto con la comida arruinada y los platos rotos, pisándolo con la suela de su zapato como si quisiera limpiar el piso.

—¡¿Qué estás haciendo?! —exclamé horrorizada e iracunda. Estaba aplastando mi libertad, mis esperanzas de volar muy lejos de aquí. Apreté los dientes hasta que rechinaron, la voz quería salir con fuerza por mi garganta y ni siquiera sabía lo que iba a decir, pero estaba segura de que sería una combinación de rabia y groserías. 

Levanté mi mirada cargada de lágrimas, producto del odio que sentía hacia él y su manera de tratarme. Se acercó con la calma que siempre aparentaba, como si mi rabieta no significara absolutamente nada, y pellizcó mi barbilla, manteniendo mi rostro levantado hacia él, como si quisiera disfrutar del odio que mis ojos expresaban, mientras que su otra mano se enredaba en mi cintura, gesto que… nunca había hecho en bastante tiempo. La última vez que habíamos estado tan cerca fue cuando buscamos concebir a los trillizos. 

¡Me odiaba más por sonrojarme de esa manera con su cercanía! 

—¿Cuál es el problema? ¿Te ofende que ignore tus necesidades? ¿No toleras que no preste atención a tus… «sentimientos»? ¿Quieres llorar en mi hombro? —se burló de mí con frialdad, con ese humor tan agrio e insoportable. ¡Cómo odiaba que me hablara con ironía! ¡Qué se riera de cosas que yo consideraba importantes! 

Eliot sabía ser hiriente cuando se lo proponía. 

Cada vez más iracunda, lo empujé con ambas manos sobre su pecho, alejándolo de mí, repeliendo su calor y su loción que cosquilleaba en mi nariz. 

—¡¿Estás loco o solo eres cruel por mero gusto?! —exclamé sintiéndome patética por no poder dejar de llorar. Odiaba que eso ocurriera. Cuando más atemorizante y feroz tenía que verme, terminaba llorando, minimizando la fuerza de mis palabras con sentimentalismos. ¿Por qué no solo podía gritar y maldecir? ¡Las lágrimas me hacían ver vulnerable y más coraje me daba!—. Firma el divorcio de una vez. Ya estoy cansada de juegos y burlas.

Como si verme en ese estado y escucharme gritar no le resultara interesante, caminó tranquilamente hacia la chimenea. Dejándome con el coraje atorado en la garganta, presumiendo su autocontrol o más bien, su falta de interés. 

—¿Cuántas veces me has pedido el divorcio? ¿Te importaría contarlas por mí? Yo sinceramente ya perdí la cuenta —agregó con media sonrisa mientras el fuego de la chimenea se reflejaba en sus pupilas—. También sería bueno que me dijeras cuantas veces lo has logrado. ¡Claro! Ninguna. Es bueno saber que ya estás acostumbrada al fracaso.

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