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Capítulo 3: El matrimonio es como un ataúd y cada hijo es un clavo

CRISTINE FERRERA

Nuestro matrimonio no solo era un fracaso, sino que había sido un asunto arreglado entre mis padres y los suyos. Sabía de Eliot mucho antes de saber que me casaría con él y admito de manera vergonzosa que lo admiraba, no solo porque era un hombre que parecía más un actor de películas de acción, con su gran altura, sus espaldas anchas, y ese rostro que era la combinación perfecta entre rasgos finos y angulosos, y masculinidad, sino que estaba fascinada por unirme en matrimonio con un hombre tan inteligente, que era capaz de dirigir una empresa como la que tenía en sus manos. No me sentía a su altura y tenía miedo de no ser suficiente. 

Tenía razón, no lo fui, por lo menos no para él, porque si de algo estoy segura es que yo no dejé de demostrarle que tenía iniciativa y corazón.

Mi primer intento de alejarme de él, el primero golpe en mi corazón, fue cuando descubrí que había otra mujer en el suyo. Aún guardaba fotos y recuerdos que veía cuando se sentía melancólico. Ivette era la única que podía hacer que esa bestia fría y sin sentimientos se convirtiera en un ser sensible, incluso si ella no estaba aquí. La odié desde la primera vez que vi su foto en la cartera de Eliot y supe que no habría dignidad que alcanzara para enfrentar una situación así. Lamentablemente mis padres no me permitieron desertar. Me insistieron en que me esforzara, pues era obvio que al divorciarme no solo me separaría de Eliot, sino que mi familia perdería beneficios y eran capaces de sacrificar mi felicidad y paz mental por el bien común. 

Pensé que con el tiempo las cosas cambiarían, así que esa vez me arrepentí, rompí el acta de divorcio y callé por más tiempo, aguanté lo más que pude, pensé que formar una familia haría que todo cambiara, pero… en la intimidad no fue diferente, Eliot no me besaba, no me acariciaba, simplemente hacía lo que tenía que hacer y salía de la cama, huyendo de mí lo más rápido que podía. Lo único que deseaba era complacer a su padre quien quería nietos. 

Su comportamiento en la habitación era tan frío e insensible que decidí acudir a una ginecóloga para mejorar mi fertilidad. Ya no soportaba sentirme como una prostituta con mi propio esposo, solo abriendo las piernas y viéndolo partir en cuanto acababa. No había palabras dulces ni miradas profundas. 

Entonces me arrepentí y decidí que lo que menos quería era tener hijos con un hombre que parecía odiarme. Ese fue mi segundo intento para alejarme de él. Preparé una vez más el acta de divorcio y lo perseguí encarnizadamente creyendo que sería definitivo mi intento, pero… desistí, no solo por sus constantes negativas, sino porque… comencé con náuseas, desmayos y antojos. Estaba embarazada. 

Miles de ideas estúpidas atravesaron mi cabeza: «Él cambiará cuando conozca a su hijo», «Un bebé tal vez estreche nuestra relación y la arregle». El único feliz era su padre, quien no dejó de llenarme de regalos para los bebés y su emoción creció cuando supo que eran tres, aunque Eliot no pareció alegrarse de la misma forma, pues al ser tres bebés, eran tres cadenas que lo ataban a mí y no solo una. 

Mi embarazo lo viví sola, solo con el cuidado de mi madre, pero sola. Eliot no acarició mi vientre ni me acompañó a las consultas. Siempre estaba ocupado cuando se trataba de mí y de nuestros bebés. Incluso durante el parto, recibí a los trillizos completamente sola, mi único consuelo fue que envió a su ayudante cuando me dieron de alta para llevarme a casa.

Nunca olvidaré lo que dijo la primera vez que los vio: «Bien dicen que el matrimonio es como un ataúd, y cada hijo es un clavo. Cristine, tú has puesto tres de una sola intención».

¿Necesitaba más pruebas de que él jamás sería el hombre que esperaba y que tampoco sería el padre que se merecían mis hijos?

—Este es mi tercer intento… —dije con tristeza al recordar—, y el último. 

—¿Piensas desistir por fin? —preguntó con un suspiro cansado. Estaba fastidiado de hablar conmigo. 

—No… —contesté levantando mi mirada hacia él—. Por el contrario, esta vez no voy a parar. Esta vez imprimiré cuantas hojas sean necesarias, llenaré tu oficina, tu auto y cualquier espacio en el que estés, de actas de divorcio. No me voy a dejar vencer. 

»Cada vez que desistí creí que las cosas cambiarían, que tú serías diferente… pero eso no ocurrió. 

—¿Qué pasó con eso de… «con el tiempo verás que puedes enamorarte de mí»? ¿Dónde quedó tu perseverancia?

—En las suelas de tus zapatos, pisoteada, hecha pedazos… —contesté sin desenganchar mi mirada de la de él. Noté como entornó los ojos por unos segundos antes de inhalar profundamente—. Déjame libre. No me quieres, nunca lo has hecho. ¿Por qué retenerme si me odias tanto?

—No te odio… pero tampoco te amo —agregó levantando de nuevo una ceja y desviando su mirada mientras negaba con la cabeza—. No has dejado de ser esa niña tonta con la que me obligaron a casarme. ¿Crees que es fácil tener a una completa desconocida en mi casa y en mi cama? ¿Qué es lo que querías, que fingiera que me gustabas y tratarte con un amor falso mientras internamente tenía ganas de vomitar?, para mí solo eres una carga, una obligación. La diferencia entre tú y yo es que, pese al desagrado que me generas, yo no pienso claudicar y acabar con el acuerdo que nuestros padres hicieron. 

»¡¿Qué más quieres, Cristine?! ¡Tienes una casa enorme y hermosa para ti sola! ¡Todas las comodidades que muchas mujeres desearían! ¡Dinero para que te lo gastes en el salón de belleza, spa o donde se te ocurra! 

—No quiero nada de eso… Lo único que siempre deseé era casarme con un hombre que me quisiera, sin importar lo mucho o poco que tuviéramos. Solo quería encontrar a mi compañero. —Sorbí por la nariz y de nuevo ahí estaban las lágrimas. 

—Deja de pedirme algo que no te puedo dar… —siseó y solo pude sonreír. 

—¿Te refieres al divorcio o a un poco de amor? —pregunté soltando una ligera carcajada llena de decepción. 

—Ambos… —contestó dándome la espalda, dispuesto a dejarme sola de nuevo—. Jamás obtendrás ninguno de los dos.

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