Capítulo 7: Cerca de recuperar su libertad

CRISTINE FERRERA

—Resulta que mientras tú estabas festejando tu paternidad con Ivette, él empeoró. No sabes lo sorprendida que quedé cuando dijeron que su único hijo había ignorado todas las llamadas —contesté sin sentimientos, vacía, quebrada, corrompida. Su mirada delató que también percibió el cambio en mí—. No me sorprende que me dejes a un lado por Ivette, ya me acostumbré, pero… ¿abandonar a tu padre por ella? No creí que fueras tan… egoísta, después de todo, tu padre siempre ha sido un ángel contigo. Darle la espalda de esa manera fue sorprendente. 

Apretó las mandíbulas y contuvo su rabia. Como siempre contenía sus emociones, dominaba cada impulso hacia mí, pues no quería que yo tuviera algo de él, ni siquiera su coraje.

—No sé de qué estás hablando… Ivette y yo…

—¿No? ¡Me sorprende! Salió en cadena nacional —contesté revisando en mi celular, buscando alguna página de noticias—. Te atraparon, chico listo. 

Le mostré el teléfono y deslicé la pantalla para que apreciara el arte de su traición. 

—Deja que encuentre el video donde te enteras de que eres padre. Esa fue la mejor parte. Solo que preferiría hacerlo lejos de los niños, no sé si ya tengan la edad para recordar que a su padre no le interesó un carajo su nacimiento, ni se dignó a visitarlos en el hospital, ¡ah!, pero debe de estar muy feliz por su hijo bastardo.

—¡Cristine! Te prohíbo que me hables así —contestó entre dientes y apretó los puños, pero no le tuve miedo. 

¡Quería lastimarlo! ¡Quería sumirlo en la jodida miseria! ¡Quería que sintiera dolor por sus malas decisiones! ¡Mi ironía y mis burlas no pararían! ¡Quería verlo arrodillado de dolor! ¡Quería destruir al monstruo empresarial temido por media ciudad y respetado por la otra mitad! Esto se iba a acabar, pero podía jurar que nunca se olvidaría de mí y de mis palabras. 

—¿Sabes qué? Él no tiene la culpa, su madre es una perra bastarda interesada y su padre un completo idiota que no sabe distinguir cuando lo manipulan. Espero que ese tal Mario haya heredado la inteligencia de su madre y no la estupidez de su padre. 

El rechinido de sus dientes me causó placer y no pude más que sonreír. 

—Firma el divorcio, sé que quieres hacerlo. No podrás formalizar con Ivette si sigues atado a mí. ¿Me retenías por la salud de tu padre? No te funcionó, decidiste joderle el corazón de otra manera. Incluso creo que el divorcio hubiera sido más fácil de procesar que tu traición, porque sí, si tu padre colapsó por segunda vez, fue gracias a ti. ¡Felicidades! —Jamás había pensado que un día sería tan hiriente. Si fuera por mí incluso lo golpearía, pero sabía que no sería suficiente para verlo caer.

Nos vimos por un momento a los ojos, en completo silencio, mientras Jimena dejaba en mi mano estirada el documento y una pluma. 

—¿Señora Magnani? —preguntó el doctor, acercándose con cautela. 

—No por mucho tiempo —contesté despegando con dificultad mi mirada retadora del rostro de Eliot. 

—¿Usted es el señor Magnani? 

—Sí, soy yo. ¿Cómo se encuentra mi padre? —preguntó Eliot dándome la espalda. 

El silencio del doctor no me gustó, cuando volteé hacia él noté que agachaba el rostro y negaba. Algo muy malo había pasado y mi corazón se resquebrajó antes de que lo dijera. 

—Lo siento, acaba de fallecer —soltó dejándonos a ambos congelados. No creí que… pasaría. El señor estaba enfermo y empeorando, pero mi cabeza parecía que no comprendía que podía morir, como si no fuera una opción. 

Cuando volteé hacia Eliot, sus hombros estaban caídos y su rostro pálido. La noticia lo había destruido y después de haberlo culpado por el estado de su padre que, por cierto, no dije ninguna mentira, no me imaginaba el peso y la responsabilidad sobre él. 

—Lo lamento… —con eso último el doctor retrocedió dándonos privacidad. 

Levanté mi mano, dudando si posarla en su hombro e intentar consolarlo, pero en ese momento Jimena carraspeó llamando mi atención y dirigiéndola hacia la puerta donde se encontraba Ivette, con ese hermoso vestido corto, luciendo sus largas y torneadas piernas, buscando a su hombre con la mirada, recordándome que yo ya no tenía responsabilidades ante él. 

Desistí de mis intenciones y le acerqué el acta de divorcio. 

—Acabemos con esto… Ya no estás obligado a seguir con esta farsa. —Por fin Eliot tomó los documentos y lo hojeó, aún en «shock», pero resistiéndose a desmoronarse—. En el anexo menciono que no quiero nada de ti, no quiero tu dinero ni ninguna clase de pensión para los niños. Solo los quiero a ellos. Eso es todo. Así tú podrás hacer tu vida con la familia que siempre quisiste y no tendrás que preocuparte de los trillizos que nunca amaste, así como puse tres clavos en tu ataúd, ahora te los quito y te regreso a la vida. 

Entornó los ojos y noté que la culpabilidad lo consumía lentamente. Había dicho que quería estar cerca cuando el karma lo alcanzara, pero ahora preferiría estar lejos. No me nacía burlarme de él, no a costa del señor Uberto, que había sido tan bueno y no se merecía a un hijo como Eliot.

—Solo firma —agregué ofreciéndole la pluma. 

Cuando la tomó, nos vimos una vez más a los ojos. Mi corazón se aceleró, pero no por su cercanía ni su mirada, sino porque estaba muy cerca de la libertad.

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