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Delgadas y alargadas sombras entraban por la ventana, eran como gigantescos dedos viejos, moribundos e inflexibles. La noche se mostraba cálida a pesar de que corrían los últimos días del mes de octubre.
Rodrigo fumaba un cigarrillo de hierba en el umbral de la puerta de la cocina. Se encontraba encabronado a tal punto de querer arrancarse los pelos, y la razón era debido a que la desconsiderada e incompetente de su hija se había largado a dormir temprano, de hecho demasiado temprano según su propia opinión, pues ni siquiera se había molestado en ayudar a su madre a asear la casa. Pero ¿qué se podría esperar de ella? Era una niña que apenas entraba a la pubertad, y daba la casualidad que todos los adolescentes a esa edad decidían convertirse en zánganos rebeldes e inservibles que valoraban muy poco el sacrificio de los padres. Pero Rodrigo no permitiría tales osadías por su parte. Esa mocosa requería mano dura para evitar que continuara con sus irresponsabilidades, y no temía ser estricto con el fin de corregirla.
El cigarro de hierba logró relajarlo apenas un poco, o mejor dicho, sacarlo de ese océano de nimiedades tan sencillas de corregir... al menos en lo referente a Sara. Ella era demasiado moldeable, y no lo pensaba por el simple hecho de que fuera mujer. Se podría decir que la tenía en la palma de la mano, pero no podía confiarse de eso ya que estaba creciendo tan rápido que era inevitable no fijarse en ese par de pequeñas manzanitas que iban madurando poco a poco. Y si Rodrigo era capaz de darse cuenta, cualquier pendejo lo haría. Justamente eso era lo que quería evitar, ya que en el primer momento que alguien le echara el ojo, Sara abriría las piernas sin pensárselo muy a fondo. A esa edad las hormonas se mueven con tal brusquedad que funden el cerebro.
Lo que realmente le quitaba el sueño (o al menos una parte) era el tema de su esposa; se interesaba muy poco en corregirla, y en su lugar la consentía demasiado. Lo cual mandaba por el culo los objetivos de Rodrigo para hacerla entender.
Una fumada más al cigarro.
Un sonido, de alguien acercándose, lo sacó de sus cavilaciones. Era Raymundo, su hijo. Acortaba distancia entre ambos, zigzagueando torpemente y con la cabeza abajo. Rodrigo le dio el último jalón al cigarro y luego lo arrojó antes de decir cualquier cosa.
—¿Conseguiste trabajo? —preguntó sin quitarse de la puerta para así evitar permitirle la entrada a la casa.
—Mañana iremos con un ingeniero, vamos a levantar unos cuartos —respondió con voz baja y amortiguada. Venía hasta el culo de ebrio, algo que ya era demasiado habitual en él.
—¿Irás con Carlos y Alberto?
—Sí.
—Bien. Tu madre te dejó comida, la metí en el microondas. Solo caliéntala. —Añadió, haciéndose a un lado para que entrara, y así lo hizo; entró a la casa arrastrando los pies. Su cuerpo parecía ser llevado por el viento.
Ray era su hijo mayor. Unos años atrás había decidido salir de la escuela ya que, según sus palabras, prefería trabajar para así poder ayudarle en los gastos de la casa. Solo que últimamente se la pasaba sin trabajo, pero eso no era por culpa suya, sino más bien por la falta de empleo en la ciudad. Él era, sin duda alguna, su mano derecha. Si en alguien podía confiar a plenitud dentro de esa casa, ese era Raymundo. Agradecía a Dios por no haberle dado puras mujeres, de lo contrario ya se habría vuelto loco.
Sí, su hijo llegaba la mayoría de los días ebrio, ¿pero acaso no había hecho lo mismo Rodrigo quince años atrás? Naturalmente sí, incluso lo seguía haciendo, así que no sería muy racional si decidía ponerle un alto.
Al entrar y acompañar a su hijo a la mesa, se percató de que no había tortillas. Por lo cual se levantó (medio irritado) y despertó a Daniela para que le calentara unas cuantas.
Su esposa se despertó de mala gana, argumentando que Raymundo podía calentarlas por su propia mano si es que en realidad tenía hambre, pero a Rodrigo le importó poco menos de un kilo de auténtica mierda la opinión de Daniela, y al parecer a ella también, ya que luego de quejarse fue directo a hacer lo que se le había pedido.
Esta se tambaleaba de un lado a otro como un pingüino. El piso temblaba bajo sus pies, y Rodrigo, que caminó detrás de ella, se percató de que sus hombros casi tocaban las paredes del pasillo. Su esposa era una mujer grande y porcina. Y después de años tragando como una vaca, ¿quién no subiría de peso de forma grotesca e inapetecible?
A pesar de la notable e indiscutible incompetitividad de Daniela a causa de su peso, Rodrigo no se quejaba de su matrimonio. Vivían relativamente bien a pesar de los casi ciento cuarenta kilos de calibre con los que ella contaba. Debido a esta incómoda apariencia física, Rodrigo se veía en la necesidad de buscar diversión entre las piernas de otra mujer cuando iba a la cantina en compañía de Javier o Felipe. Esto le parecía tan normal como un baño de agua fría en un día soleado de julio. ¿Y qué hombre no lo hacía? Naturalmente alguno que estuviera un tanto inseguro con respecto a su sexualidad. El hombre es carne, y la carne, por supuesto, es débil. Por lo tanto era normal querer salir del ya acostumbrado cuerpo (obeso) de su mujer y besar carnes nuevas.
Quizá Daniela estuviera al tanto de esto, pero de muy poco le servía quejarse. Ella no solo besaba el piso por el que transitara Rodrigo, sino que era capaz de darle de comer a toda esa bola de rameras con las que él se había acostado. Esto no lo pensaba con el fin de sentirse mejor y aminorar la carga de remordimiento, ¡no!, pues no tenía dudas de tan osadas cavilaciones.
Dejó a su esposa para que atendiera de la manera más atenta a Raymundo, quien apenas reparó en la presencia de su madre.
Apenas un par de minutos después, olvidó sus preocupaciones, y decidió ir a acostarse, tapándose hasta la barbilla con las delgadas cobijas para evitar los piquetes de mosquitos. Experimentó una euforia placentera junto con una agradable sensación de laxitud. Ignoró cualquier incomodidad y dejó que la noche siguiera arrastrándose por el mundo.
A los pocos minutos sintió un cuerpo grueso y cálido que le abrazaba y descansaba de igual manera. Suspiró y durmió de nuevo.
3Era el momento idóneo para hacerse a la idea de que la vida era cruel y desagradable. Y de que el mundo estaba plagado de atroces bestias que, tras su inevitable paso, dejaban actos inenarrables. Mas de nada le servía comenzar a entender tan enfermas realidades. 4Abrió tres cervezas más, antes de que se lo pidieran, y las repartió. Los tres estaban tan encabronados por el injusto trato que recibieron en el trabajo, que no veían cómo calmar la ira más que con el agradable sabor de la cerveza... y quizá algo más como complemento. 5Durante todo el día no logró encontrar aquella calma que se esmeraba en seguir ausente de su cuerpo. 6Según su opinión, Carlos era un sujeto un tanto imbécil, pero en relación a lo que tenía que ver con el trabajo, funcionaba a toda máquina. Por lo cual, era normal no haber durado mucho tiempo, la noche anterior, dándole vueltas al asunto del robo. Ya había tomado su decisión. Por eso, cuando despertó esa mañana, no se le veía mucha preocupación en el rostro. Por fortuna, ninguno de sus padres se peCapítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
7Las horas parecían retomar el tiempo normal y habitual del que son dueñas, pero a pesar de que Sara sintió que el tiempo retomaba su curso, el peso no aminoró en lo más mínimo. Se iba volviendo más denso y ganaba mayor terreno en sus preocupaciones. Algunas veces intentó distraerse con cualquier otra cosa, pero golpeaba contra la pared al darse cuenta de que era y le sería imposible lograr mitigar sus inquietudes con tales nim
8Luego de salir del trabajo, y haber ido a tomar unas cervezas a una cantina que les quedaba de paso, Javier, amigo de Rodrigo, fue y lo dejó hasta su casa. Se despidieron y luego se largó a toda marcha, patinando la troca por la calle de terracería. 9Unos minutos más tarde, luego de ayudar a Wendy, se encontró con Alberto y Carlos. Ambos caminaban despreocupados y sin dirección. Alberto parecía haberse unido a los planes de Carlos, aunque Raymundo también había tomado ya su decisión. Quería dinero, y le cagaba tener que trabajar para obtenerlo. Ya había cruzado, con anterioridad, por su mente tomar algunas cosas que no le pertenecieran para así venderlas por otro laCapítulo 9
10Esa noche, justo después de tres días de ocurrida la violación, finalmente, soñó. Había estado tan preocupada por ese asunto que su mente no era capaz de desvariar en otras cosas, ni siquiera cuando dormía. Pero, por suerte, comenzaba a soñar (o creía hacerlo), una prueba evidente y contundente para creer que todo iba cicatrizando, y aquellos recuerdos comenzarían a difuminarse al igual que el humo de cigarro.