Capítulo 9

9

Unos minutos más tarde, luego de ayudar a Wendy, se encontró con Alberto y Carlos. Ambos caminaban despreocupados y sin dirección. Alberto parecía haberse unido a los planes de Carlos, aunque Raymundo también había tomado ya su decisión. Quería dinero, y le cagaba tener que trabajar para obtenerlo. Ya había cruzado, con anterioridad, por su mente tomar algunas cosas que no le pertenecieran para así venderlas por otro lado, solo que no era (muy valiente) estúpido para hacerlo solo. Tampoco le agradaba mucho la idea de exteriorizar sus deseos, pero ahora que Carlos lo había sugerido, todo pintaba mejor.

—¿Te animaste o qué? —le preguntó Carlos una vez que se acercó hasta ellos. No era necesario cuestionar a lo que se refería. Alberto está más puesto que un condón, pero me dice que a ti no te entra el peine tan fácil.

Ray volteó a ver a Alberto con cierto enojo.

En realidad no me dejaste terminar, solo quise decir que la pensaría con más detenimiento que yo —dijo Alberto con prontitud.

Oh, vamos, hombre, ¿acaso quieres seguir batallando para conseguir lana? —preguntó Carlos.

Claro que quiero lana, y no me importa si es de esa forma, solo que hay que andarse con cuidado y evitar hablar de esto en la calle —respondió, y oteó alrededor.

Aun así no te veo muy convencido.

Me importa una mierda, ya dije que lo haré, ¿no?

Bien, entiendo. Solo no se te ocurra querer pensarlo a la hora de estar entrados. O lo haces o no lo haces, así de sencillo... así de pelada. No hay puntos intermedios, no puedes saltarte la barda o reventar una ventana, y a la mera hora chocar con la jodida conciencia y decidir de pronto que no quieres hacerlo. Entras y lo haces. Porque un jodido error te puede dejar sin manos... ¿Sabes lo que le hacen a las ratas verdad, Raymundo? —Que si lo sabía; les cercenaban las manos a la altura de las muñecas. No sabía decir con exactitud qué sería lo peor de eso; experimentar el dolor mientras le amputaban las manos con un serrucho sin filo, o vivir sin manos y sin poder tocar un buen par de tetas durante toda su vida. Además, ¿qué mujer se interesaría en alguien así? ¡Nadie! Justo en ese momento es donde la cosa se pondría literalmente fea; sin nadie con quien coger y sin poder masturbarse.

No contestó, y el silencio respondió en su lugar. Alberto miraba con cierto nerviosismo, y, tal vez, miedo, pero si tenía miedo se lo guardó muy bien. Quizá ni siquiera él había considerado tal posibilidad.

Caminemos entonces, hay que dar unas vueltas a la colonia y ubicar las casas más fáciles. —Sugirió Carlos, uniendo la acción con la palabra.

Era el penúltimo día de octubre, el aire frío apenas y se sentía. Últimamente, el invierno entraba demasiado tardío. Había uno que otro despistado día helado que se colaba en medio de una semana calurosa. Pero si uno quería encontrase con el frío seco y crudo de la ciudad de Saltoro, la cual se encontraba en las entrañas del estado de Chihuahua, debía esperar al impredecible mes de noviembre. 

Pero a Raymundo le importaba una mierda todo eso, y lo único que parecía perturbarle era el tema de los robos, y lo que sucedería con las tetas de Wendy.

Si la cosa llega a ponerse difícil, tengo algo en casa con lo que podríamos zafarnos fácilmente. —Soltó Carlos de pronto.

Sintió un súbito impulso de largarse corriendo de ahí. Quería dinero, pero empezaba a cuestionarse (en silencio) si era la mejor manera de conseguirlo.

—¿Qué es? —quiso saber Alberto.

Más tarde lo sabrás. —Respondió, y siguió caminando con total calma. Mirando las casas con cautela.

Las personas que vivían en la colonia Senderos no eran de clase alta, eran más de clase media baja, por lo tanto uno imaginaría que no tendrían mucho a lo cual rascarle. Aunque si se buscaba bien, se podían encontrar casas descuidadas con algo interesante en sus patios. En general era basura, pero lo que para muchos es basura, para otros es dinero. Raymundo pensó y deseó que esa fuera la clase de cosas que robarían.

Todo se vino abajo cuando Carlos se detuvo y después indicó con la vista la casa a la que tenía pensado atacar. Luego siguió caminando con el fin de no parecer sospechosos.

Estaba del otro lado de la calle, tenía un barandal blanco con puntas afiladas (Raymundo no pudo evitar imaginarse empalado del culo a una de las puntas). La puerta se veía destartalada, pero parecía cerrar bien. El inmueble era de dos plantas, con buena pintura y enjarre, la fachada era estilo rústico. Tenía un jardín grande, y un perro mestizo descansaba sobre el césped, bajo la sombra de un naranjo.

En pocas palabras, la familia que vivía ahí tenía dinero. El esposo seguramente era uno de esos ingenieros altaneros y mamones que tenían el ego por encima de los cielos, o algún licenciado marica que se sentaba detrás de un escritorio a ordenar papeles. Por otro lado, la esposa debía de tenerlo como a su único pendejo, quien la mantenía mientras ella iba a esas clases de zumba en las que un instructor marica les enseñaba a bailar. O muy probablemente se revolcaba con Dios sabe cuántos hombres mientras su esposo se partía el lomo.

Esa es la casa. El jodido perro es más feroz que un oso, pero arrojándole algo de comida lo tendré en la palma de la mano.

—¿Quién vive ahí? —quiso saber Alberto. Raymundo también, solo que no se animó a preguntar primero.

Gilberto Serna, un cabrón viejo presuntuoso. Presume mucho lo que tiene, pero yo pienso que si tuviera suficiente lana no estaría viviendo en esta jodida colonia.

—¿Y qué es lo que vamos a sacar exactamente?

Ese mamón tiene un pequeño cobertizo en la parte trasera de la casa. ¡Un cobertizo! ¿Pueden creerlo? ¿Qué clase de pretensioso hijo de puta tiene un jodido cobertizo? —Ladró. Nadie respondió. Si puede pagarse un cobertizo, es porque guarda buenas herramientas, de esas de las que se consigue buena lana.

Carlos se detuvo y volteó a mirarlos con unos ojos inexpresivos. Debajo de sus estos se creaban bolsas oscuras como si llevara algunos días sin dormir.

Será esta noche. Hoy mismo. Mañana venderemos las cosas y agarraremos buen dinero, ya lo verán.

Los carros pasaban por la calle asfaltada, levantando una pequeña capa de polvo que se expandía cual espuma de feria. Carlos sonrió, y Alberto lo imitó, Ray, por su parte, tuvo que hacer lo mismo. Debía admitir que todo eso sonaba más tentador que trabajar bajo las órdenes de un pendejo, pero cierta incomodidad le preocupaba; ¿qué es lo que tenía en casa?

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados