Capítulo 22

22

Aquella noche, después de su visita al incompetente oficial, se acostó hasta pasadas las dos de la mañana como lo había estado haciendo desde unas semanas atrás desde que ocurrió el robo. En parte porque pensaba que aquellos pendejos volverían a robar, y por las malditas ganas incontenibles que tenía de orinar.

Su esposa le había insistido, una y otra vez, que lo olvidara. Afirmaba que era más el daño que se hacía que el costo de las herramientas. Según ella, ya no tenía edad para andarse con esas preocupaciones ni para desvelarse. Gilberto, como era de esperarse, no respondía a sus quejas, y procuraba desviar el tema de conversación con el fin de no escuchar tales verdades, porque lo quisiera aceptar o no, la vejez era su realidad.

Revisó, por centésima vez en ese mes, el video de las cámaras de seguridad donde aparecían los sujetos que le robaron. Una vez más, como todas las anteriores, no obtuvo nada que le favoreciera. Los rostros apenas y se distinguían. Sus ropas eran oscuras, a excepción de una; el sujeto más alto y delgado llevaba un short largo y una playera blanca con una especie de dibujo en la parte frontal que no lograba diferenciar con exactitud lo que era.

Jodidas cámaras de mierda. Maldijo en voz baja.

Por fortuna, luego de ese incidente, había decidido cambiarlas por otras más modernas y de mejor calidad en la imagen. Solo era cuestión de esperar un par de semanas para que fueran a instalarlas. Mientras, no le quedaba más que maldecir y esperar a que no sucediera algo similar.

Cuando el reloj marcaba las dos de la mañana, sus parpados ya se cerraban a causa del cansancio. Decidió irse a dormir, pensando que por esa noche ya había tenido suficiente. Pero el sueño no le alcanzó en cama debido a un dolor agonizante en la próstata que lo obligó a doblarse estando acostado.

Tensó la mandíbula esperando a que pasara, pero tuvieron que disolverse un par de horas para que lo dejara en paz.

A la mañana siguiente se levantó a las siete. Tomaba café pegado al teléfono, esperando la jodida llamada que le notificara que se habían atrapado a los jodidos bastardos. Esto no sucedió, y cuando su esposa se despertó, a eso de las ocho de la mañana, le preparó unos huevos con chorizo.

Almorzaron en silencio (algo muy raro en Esther, ya que siempre hablaba al igual que un perico), puesto que el ánimo de Gilberto estaba por los suelos esas últimas semanas, en parte por su afección, también por el asunto del robo.

De tal manera se terminó ese día al igual que muchos otros. El odio fue creciendo en lugar de aminorar, y lo alimentó de maldiciones en contra del incompetente oficial de policía.

Varias veces atribuyó este imparable odio a los videos de seguridad, ya que sin duda sería más fácil olvidarlo si no los viera diariamente. Aun siendo consciente de esto, no le importó que la obsesión creciera al igual que su jodida próstata. 

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