Capítulo 16

16

Si Sara se hubiera molestado en decirle a su madre lo sucedido la noche anterior, tal vez habría podido evitar todos los tormentos que más adelante le alcanzarían. Pero no vio necesario decirlo por dos evidentes razones; 1) Era consciente de la inestable desconfianza que poseía esos días. Así que, según su propio argumento, su padre no la observaba con las mismas intenciones de aquel bastardo enfermo que abusó de ella. Después de todo, y lo más importante, era su padre. 2) Con toda seguridad, su madre le reventaría ambos labios al escuchar lo que Sara tuviera que decirle. Y no dudaba que una vez que Daniela se lo contara a Rodrigo, él también la reprendería. Después de eso, las cosas se pondrían bastante tensas.

En definitiva, no tenía ganas de abrir la boca.

El siguiente día despertó temprano, abordada de una agonía inefable. No obstante, esta se fracturó cuando abrió la ventana y miró al horizonte; las nubes se iban desplegando por el cielo entre arrogantes y densos colores. Empezando con un naranja intenso que iba desfalleciendo lentamente, seguido de un amarillo descolorido, y por último un grisáceo pálido con algunas líneas brillantes de color blanco por las que se colaban débiles rayos del sol que apenas despertaba por aquella parte del estado de Chihuahua. 

Las horas se consumieron con lentitud. Inmersa en una pesadumbre casi letal. Se sentía como una cobarde al no lograr establecer sus prioridades. Había pensando que si enterraba aquellos recuerdos, estos se desvanecerían poco a poco. Pero no era así, pues cada día estaba envuelta en un dolor denso y agobiante que parecía fracturarla y consumirla. Era como si quisiera llevarla hasta la cumbre de una lúgubre locura.

Un par de horas antes de salir a la escuela, consideró hablar por teléfono a su madre y contarle lo sucedido. Ya no podía seguir manteniendo ese secreto que estaba devorando cual ácido que corroe y oxida el metal de un tambo.

Había estado conteniendo lo sucedido como si esto hubiera sido su culpa.

Pensó en la amenaza del hombre, pero casi al instante dejó de preocuparse. Ya que lo más obvio es que hubiera acudido a esta para salvarse el pellejo. A esas alturas, en realidad dudaba que supiera algo de ella.

Al salir a la escuela, decidió hacerlo. Y a pesar de que contárselo por llamada parecía ser la mejor idea, decidió hacerlo de frente. Pensó que de esta forma era menos probable que su madre creyera que Sara le estaba jugando una broma. Las lágrimas deberían bastar para que esa idea no cruzara, ni por asomo, por su cabeza.

Se convenció de que no podría y no quería seguir manteniendo aquello dentro de su mente. Quizá el ardor en la vagina y las abrasiones en la espalda, así como en sus muslos, ya había desaparecido, y no quedaban más que cicatrices, pero el dolor mental estaba tan fresco como un pedazo de carne en un congelador. Y podía asegurar que este no cicatrizaría de la misma forma que sus heridas físicas, pues esta era una herida distinta que coagularía en el momento que decidiera hablar.

Una vez en la escuela, le fue imposible no pensar en las palabras que debería usar para confesarlo. Era posible que a causa de una mala elección de palabras, Daniela decidiera no creerle.

Con las palabras adecuadas o no, estaba decidida a hacerlo. Incluso ansiaba que llegara la hora de salida para caminar hasta la casa, y así poder liberarse de su tormento. Quería gritar, llorar, pero la puerta que contenía su secreto se lo impedía, y la única forma de desahogarse, sería cuando contara todo a Daniela. Su madre la entendería y apoyaría.

Las horas se arrastraron con desesperada lentitud, pero al final llegó la hora de salida.

Se despidió de sus amigas y tomó camino a casa.

La temprana oscuridad era preocupante. Cualquier sombra parecía abalanzarse sobre ella como gigantescas fauces insanas y corrompidas. A todo esto se unía un suave vendaval cálido con un hedor agrio que irritaba la nariz y le picaba en la garganta. Sentía su cuerpo encaminarse a un peligro mucho mayor que el vivido con anterioridad.

Sintió sus piernas desfallecer cuando un escalofrío se creó en su cuello y bajó recorriendo su espalda con mortuoria lentitud.

A pesar del miedo y la preocupación que se aglomeraban en su garganta, como un nudo abrasivo que le impedía respirar, no llegó a dudar de su decisión; lo contaría a sus padres. ¡Todo! Mencionaría la violación y la amenaza. Sobre todo la amenaza.

Llegó a casa, su madre estaba ahí, sola, haciendo la cena. Sara encontró su oportunidad de contarlo, pero su plan se vio interrumpido cuando Daniela le pidió que fuera a la tienda a comprar tortillas y chiles enlatados. Lo hizo sin quejarse, después de todo, ya había esperado demasiado con ese sucio secreto. ¿Qué más daba esperar unos minutos más? Bueno, pues para ella no significaban nada, pero por culpa de esto es que el circo daría inicio y la bronca se armaría en grande.

Volvió sobre sus pasos. La tienda se encontraba a un par de cuadras; por el camino que normalmente tomaba para ir a la escuela.

Iba asustada, pero aunque costara creerlo, era un miedo del cual ya se había familiarizado, además la carga de este iba siendo (a partir de esa tarde) más y más ligera, puesto que finalmente se desprendería de esto.

Desplegó una ligera sonrisa que liberó presión.

Llegó a la tienda, solo había dos personas; el cajero y una viejecita tan delgada que casi dejaba ver la calavera que llevaba adentro. Se movía tan lento que todo a su alrededor era contagiado de pereza. Sara esperó a que fuera atendida, y como supuso que duraría como mínimo un par de minutos, se dedicó a ver las portadas de las revistas.

Cuando creía que nada podría salir mal, nunca estuvo más equivocada. Se encontró con un periódico; en la portada se leía lo siguiente; «¿Estás embarazada? No te encuentras sola.» y debajo de estas angustiosas palabras venía un número. No le pasó, ni siquiera por un instante, anotarlo. Solo dio media vuelta y se alejó esperando que la anciana ya hubiera acabado.

De pronto, la puerta de la tienda se abrió, entrando un sujeto alto de barba rala y negra. Era él. No tenía la más mínima duda. Al verla, desplegó los labios y mostró una sonrisa amistosa y, ¿por qué no?, también cautivadora.

Buenas noches, señorita. —Dijo con cordialidad seguido de una ligera inclinación de la cabeza.

Sara no respondió, en su lugar quedó petrificada sintiendo su corazón desfallecer. La piel se tornó de un color tan pálido como el papel, y su cuerpo se puso frío a pesar de la calidez de la noche y del interior de la tienda.

Quedó ahí, de pie sin entender cómo es que podía sostenerse, pues sentía sus piernas ausentes del sistema óseo. Inmóvil, con su cuerpo endeble ante la monstruosidad que se presentaba al frente. Sin darse cuenta, sus ojos se llenaron de lágrimas.

Cada fibra de su cuerpo se estremeció. Intentó gritar, pero contuvo las ganas en su garganta, subyugada ante el miedo y el caos que, por culpa de ella, podría caer sobre su familia.

Aguardó con los labios secos y sellados. Un sabor amargo bajó por su garganta. Sin darse cuenta, le temblaban ambas manos con movimientos suaves pero constantes.

Cuando el sujeto se fue, compró lo que su madre le había pedido, sumida en un trance agónico e inquietante.

El hombre de la caja se le quedó viendo por unos segundos al percatarse de los ojos vidriosos de Sara, y antes de que empezara a cuestionarla, Sara salió de la tienda y miró en todas direcciones. Al no ver al sujeto, comenzó a caminar por la calle hasta alcanzar a una señora que empujaba una carriola con un bebé a bordo. Caminó detrás de ella, y cuando se acercaron lo suficiente a su casa, volvió a mirar a todos lados; ninguna evidencia de él. Dio vuelta a la calle y corrió hasta su hogar.

Al entrar, cerró la puerta y recargó su espalda sobre esta. Se deslizó hasta que sus nalgas descansaron sobre el frío suelo. Lanzó un suspiro hondo, y aquel nudo, que unos instantes atrás le asfixiara, finalmente se había liberado. Comenzó a desahogarse como si se encontrara sola.

—¿Qué es lo que te sucede? —preguntó su madre al encontrarla sollozando.

Casi de inmediato se pasó la manga de la sudadera por la cara y se limpió los mocos y las lágrimas. Se reincorporó y al mismo instante le dio las cosas que había comprado.

Nada.

—¿Nada? Eso no tenía pinta de “nada” —respondió, alzando ambos brazos sobre sus hombros y creando comillas con sus dedos.

Un perro...

—¿Qué? —la interrumpió Daniela.

Un perro, me persiguió un enorme perro antes de llegar a la casa...

—¿Te mordió? —la interrumpió de nuevo.

No, estoy bien —respondió mostrando una sonrisa tímida.

Bien, ve a lavarte para que me eches la mano con la cena.

En su camino hacia el baño, pudo sentir la mirada de su madre clavada sobre su persona. Intentó caminar lo más normal posible, empleando una fuerza, que creía desaparecida, en cada fibra muscular de sus piernas para que estas no claudicaran a mitad del camino.

Una vez en el baño, lloró bastante y en silencio. Tuvo que dejar el grifo abierto para evitar que los gimoteos llegaran a oídos de su madre.

Abordada por el miedo, decidió no decir nada, pues era evidente que el criminal vivía, si no cerca, en la misma colonia que ella. Comprendió que aquella amenaza, que se desbordara de los labios del hombre, resultó ser real y no solo una advertencia vacía a la cual había tenido que recurrir con el fin de mantenerla callada por un tiempo.

Ayudó a hacer la cena, pero no cenó. Al terminar, fue y se dio un baño, volvía esa sensación de suciedad a cubrir su cuerpo como una capa gruesa y abrasiva que no se desprendería en un buen tiempo.

Al acostarse, duró más de tres horas para quedarse dormida, pensando ora en la violación ora en la amenaza. Abordando ideas que una joven de su edad no debería abordar.

¿Serviría de algo contarlo a la policía? Evidentemente no. Existían docenas de casos similares a nivel estatal, y centenares en todo el país. Infinidad de casos que no se resolverían, y a los existentes se unirían otros más... y otros... y otros. Pensó que lo mejor que podría hacer era empezar a aceptar su realidad y la que azotaba al mundo. Las violaciones no terminarían nunca, y esto era debido a que la mente humana se pudre más fácil que la carne de un cadáver. La corrupción no terminaría, y los criminales no se acabarían con el simple hecho de desearlo de manera impetuosa. Toda esta mierda seguiría, perturbando temporalmente a las personas hasta que olvidaran cualquier caso y llegara otro de igual o mayor magnitud.

Era ingenuo creer que podría llegar a terminar. Con seguridad, muchas personas se quejaban de crímenes similares cien años atrás, y ahora, después de tres generaciones, cuando la población mundial se triplicó (junto con su mórbida e inestable mentalidad), sería más que estúpido creer que los índices de violencia llegarían a su fin.

Estos datos los conocía ya que un par de semanas atrás vieron el tema en la clase de Geografía y Demografía. Por lo cual, a esas horas de la noche, pensó que en lugar de esperar un cambio, lo mejor era resignarse y comenzar a entender que en cualquier momento puede suceder lo impensable.

Empezar a cuidar y valorar lo que pudiera quedar de vida, dentro de ese envase de piel y carne, debía ser una de sus prioridades. 

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