EXORDIO
1
La fatalidad e inclemencia del mundo le alcanzaron un lunes por la tarde del mes de octubre, cuando salía de la escuela secundaria. Apenas el día anterior se hizo el cambio de horario, por lo cual, a esa hora la noche ya había escupido su manto oscuro sobre el mundo.
Caminaba, con inocencia, por la banqueta de regreso a casa, sumida en nimiedades adolescentes cuando un desconocido se acercó por atrás, y con sus sucias, heladas y ásperas manos cubrió sus labios con el fin de que no gritara y así nadie pudiera auxiliarla.
La arrastró con facilidad por entre la hierba seca y alta, sufriendo rasguños en los brazos y abdomen. Ahí mismo le quitó las ropas una vez que se aseguró que nadie rondaba cerca. Sin mucha dificultad, introdujo su miembro en aquella estrecha cavidad poco lubricada.
La visión se le nubló a causa de aquel nuevo y repugnante dolor. Sus intentos por gritar se vieron interrumpidos por una enorme mano grasienta que le obstruía de igual forma la nariz, impidiéndole respirar.
Todo sucedió de manera rápida, aunque muy en su interior creyó que el tiempo se había detenido. Hubo intentos fallidos de gritar, pues la mano no se despegó de sus labios en ningún momento, dejándole un sabor desagradable a aceite automotriz.
Mientras aquel sujeto se entretenía metiendo y sacando su verga, la joven sentía cómo sus nalgas friccionaban contra la tierra. Era doloroso, ya que había espinas, y estas se le clavaban en la piel.
Mantenía los ojos bien abiertos, no para ver las facciones que se erosionaban en aquel rostro del hombre, sino para contemplar el cielo nocturno. Contaba las estrellas con los ojos bañados en lágrimas, y en medio de movimientos que parecían interminables.
La agonía fue imperecedera. Por encima de la hierba se escuchaban las respiraciones aceleradas y superficiales del delincuente. También se levantó una nube de polvo lo suficientemente alta como para alertar a cualquier persona observadora, pero esa tarde no parecía ser idónea para los saludables corredores nocturnos.
Cuando todo terminó, aquel desdichado cerró sus dedos en el cabello sucio y la jaló hacia él.
—Te mataré, a ti y a tu familia, si llegas a contarle a alguien —le amenazó con voz baja y tensa—. ¿Entendiste, pendeja?
Ella asintió de forma automática, pues sus labios aún se encontraban aprisionados.
El desconocido se levantó y se subió los calzones junto con los pantalones de mezclilla para después salir corriendo y perderse en la oscuridad de la calle como si nada hubiera sucedido.
No se atrevió a reincorporarse, aún no. Prefirió quedar con la espalda al suelo, desconociendo la forma adecuada de actuar. En las películas que había visto no sucedían las cosas de tal forma, en su mayoría llegaba el auxilio antes de que el pene pudiera mostrarse ante las cámaras.
No despegó la espalda de la tierra, mas sí movió los dedos y brazos. Poco a poco intentaba recuperar las energías que fueron reemplazadas por el dolor.
Sara confió en sus propias fuerzas para levantarse, subir sus ropas y largarse, con sumo dolor, de ese lugar. No sin antes mirar a todos lados, implorando que nadie los hubiera visto, pues eso la condenaría junto a su familia.
Se alejó, asaltada por un temor que nunca antes había estado dentro de su cabeza. Al caminar, sentía un intenso ardor en sus genitales, el cual se volvía cada vez más insoportable con cada uno de sus pasos. Así que sin más remedio, tuvo que irse a paso lento hasta su casa.
Alzaba la vista, desconfiando de las sombras que se movían a causa del viento. Temía que aquel hombre regresara (o cualquier otro), podría ser que no hubiera quedado satisfecho, o quizá para terminar con lo empezado, pues podría creer que ella lo acusaría. Pero Sara no tenía planeado decirle nada a nadie. Se encontraba tan abatida que le era imposible pensar en lo que haría después. Sus pensamientos estaban limitados en llegar finalmente a su casa sin más dilaciones y peligros.
El aire helado le acariciaba los brazos, como intentando consolarla para que olvidara o dejara de lado aquel recuerdo monstruoso que revoloteaba dentro de su mente.
En su largo camino, gimoteó con los ojos cristalizados. A cada paso que daba, un escalofrío recorría su espalda y finalizaba en su nuca. Aún podía sentir aquella mano, ensuciada por aceite, conteniendo sus gritos y sellando sus labios.
Cuando finalmente se plantó frente a la puerta de su casa, sacudió su uniforme, limpió y peinó su cabello, se enjugó las lágrimas, y se quitó las ramas secas que tenía pegadas a los brazos.
Abrió la puerta de una pequeña casa ubicada en un fraccionamiento que se encontraba a orillas de la ciudad Saltoro en el estado de Chihuahua.
Al entrar, creyó que su padre, madre o hermano dejarían de hacer cualquier cosa en la que estuvieran ocupados para anclar la vista en ella. No fue así. Raymundo no estaba, y sus padres apenas y repararon en que había llegado con un poco de tierra en las mejillas.
Se fue hasta su pequeña habitación y cerró la puerta con delicadeza. Una vez que estuvo bajo la protección de las paredes de su cuarto, las lágrimas comenzaron a emanar, una vez más, de sus ojos, cual pequeño manantial en un arroyo seco.
Sentía una suciedad permanente en todo su cuerpo. No solo era tierra, ramas secas y sudor. Tampoco era el aceite sucio que seguramente tenía alrededor de la boca junto con sus mejillas y cabello. ¡No! Era una suciedad muy diferente, pues se encontraba dentro de ella. Recorría todo su cuerpo y se mezclaba junto con su sangre para ir a irrigar cada célula que la conformaba. No creía que un baño con agua caliente fuera a bastar para desprenderse de aquello, pero de alguna forma debía funcionar.
Entró al baño sin dirigir la palabra a nadie. Al quitarse las ropas pudo contemplar los rasguños y moretones que adornaban su delgado cuerpo. Se le erizó la piel, pues una parte de ella aún no caía en la cuenta de lo que había sucedido, pero al ver las profundas heridas empezó a entender su cruda realidad.
El agua no estaba tibia ni mucho menos caliente (seguramente se había acabado el gas del boiler), pero de alguna forma sirvió de algo el agua fría para desprenderse de aquellas manos invisibles que la abrazaban y envolvían para transportarla a un lúgubre y despiadado lugar. Le fue imposible no revivir, una y otra vez, aquel tormento sin entender cómo es que justamente a ella le había ocurrido. Comprendió entonces que las coincidencias eran asquerosamente caprichosas.
El agua fría bajaba por toda su espalda, volvió a experimentar aquellos escalofríos que recorrieron su espina en el momento que sintió el miembro del extraño introducirse en su estrecha vagina. Un par de arcadas le invadieron al recordar el tenue rostro del hombre cuando había terminado y se había corrido dentro de ella. ¿Y si quedaba embarazada? Oh, claro que quedarás embarazada, pequeña tonta. Una y otra vez les advertían sobre eso en la secundaria; «Cuídense, no tengan relaciones sexuales, y si lo hacen, usen condón por el amor a Dios», recordaba la voz de la Profesora Irma dando vueltas en su cabeza. Bien, por su cuenta no hubiera habido problema con respecto a eso del condón, la contrariedad radicaba en el desinterés del sujeto.
Al terminar, luego de durar más de treinta minutos bajo el agua helada, se encaminó hasta su habitación sin dirigirle la palabra a nadie. Enseguida se acostó. El apetito había desaparecido. La violación se había llevado muchas cosas a las cuales ya estaba acostumbrada, y trajo otras completamente ajenas y desconocidas.
Era consciente de que tenía pendientes por hacer, como ayudarle a su madre a cocinar, lavar los platos, tender la ropa, entre otras muchas tareas que por alguna extraña razón eran más por la noche. Pero ese día estaba asustada y agotada al mismo tiempo. Le era imposible dejar de pensar en aquel preciso instante en el que la línea de su existencia era fracturada. Tenía la edad suficiente como para entender que de eso no saldría con demasiada facilidad, y de que estaría presente hasta el final de sus días.
Aún podía sentir el abdomen del sujeto contra el suyo. Sus piernas abiertas y con los muslos rozando el cuerpo del bastardo. Repulsión, es lo que le abordó en esos momentos.
A pesar de que estaba acostada, le fue difícil conciliar el sueño, lo cual no le extrañó. Así permaneció por unas horas; imaginando el rostro del hombre. Reconstruyéndolo una y otra vez en medio de sollozos interminables.
Se quedó dormida sin percibir el momento exacto. Cuando despertó, la habitación estaba sumida en una oscuridad palpable y densa. Ya no entraba la luz de los focos por debajo de la puerta. Existía un silencio sepulcral, y ni el más mínimo silbido de aire se colaba por la ventana. Era tal la calma, que se preocupó y al mismo tiempo tuvo miedo. ¿Sería posible que el hombre que la violó supiera dónde vivía? Pensó en que quizá podría salir de entre las sombras y montarse sobre ella como ya lo había hecho, abrir sus piernas e introducir su asquerosa verga. Entrando y saliendo, una y otra vez hasta que su vagina sangrara. Se estremeció, cubriendo su cuerpo con las cobijas como si tal acción la protegiera de los deseos más aterradores. A pesar de creerlo así, su corazón presagiaba interminables desgracias, y temía que su mente se refugiara en una firme bóveda de cobardía de la cual no sería tan facíl salir.
El dolor la envolvió, y una vez más derramó interminables lágrimas, las mismas que cayeron y humedecieron la almohada, y fue gracias a este llanto que logró conciliar, una vez más, el sueño. Sumida en una serie de pesadillas interminables, aunque no con la suficiente intensidad como para despertarla. ¿Qué podía perturbar su descanso después de haber experimentado aquella grotesca situación unas horas atrás? Nada...
O al menos, de momento, no podía imaginar algo peor. Pero la vida le tenía preparados algunos meses de tormentos que superarían en creces a lo previamente sucedido.
2Delgadas y alargadas sombras entraban por la ventana, eran como gigantescos dedos viejos, moribundos e inflexibles. La noche se mostraba cálida a pesar de que corrían los últimos días del mes de octubre.Rodrigo fumaba un cigarrillo de hierba en el umbral de la puerta de la cocina. Se encontraba encabronado a tal punto de querer arrancarse los pelos, y la razón era debido a que la desconsiderada e incompetente de su hija se había largado a dormir temprano, de hecho demasiado temprano según su propia opinión, pues ni siquiera se había molestado en ayudar a su madre a asear la casa. Pero ¿qué se podría esperar de ella? Era una niña que apenas entraba a la puber
3Era el momento idóneo para hacerse a la idea de que la vida era cruel y desagradable. Y de que el mundo estaba plagado de atroces bestias que, tras su inevitable paso, dejaban actos inenarrables. Mas de nada le servía comenzar a entender tan enfermas realidades.
4Abrió tres cervezas más, antes de que se lo pidieran, y las repartió. Los tres estaban tan encabronados por el injusto trato que recibieron en el trabajo, que no veían cómo calmar la ira más que con el agradable sabor de la cerveza... y quizá algo más como complemento.
5Durante todo el día no logró encontrar aquella calma que se esmeraba en seguir ausente de su cuerpo.
6Según su opinión, Carlos era un sujeto un tanto imbécil, pero en relación a lo que tenía que ver con el trabajo, funcionaba a toda máquina. Por lo cual, era normal no haber durado mucho tiempo, la noche anterior, dándole vueltas al asunto del robo. Ya había tomado su decisión. Por eso, cuando despertó esa mañana, no se le veía mucha preocupación en el rostro. Por fortuna, ninguno de sus padres se pe
7Las horas parecían retomar el tiempo normal y habitual del que son dueñas, pero a pesar de que Sara sintió que el tiempo retomaba su curso, el peso no aminoró en lo más mínimo. Se iba volviendo más denso y ganaba mayor terreno en sus preocupaciones. Algunas veces intentó distraerse con cualquier otra cosa, pero golpeaba contra la pared al darse cuenta de que era y le sería imposible lograr mitigar sus inquietudes con tales nim
8Luego de salir del trabajo, y haber ido a tomar unas cervezas a una cantina que les quedaba de paso, Javier, amigo de Rodrigo, fue y lo dejó hasta su casa. Se despidieron y luego se largó a toda marcha, patinando la troca por la calle de terracería.
9Unos minutos más tarde, luego de ayudar a Wendy, se encontró con Alberto y Carlos. Ambos caminaban despreocupados y sin dirección. Alberto parecía haberse unido a los planes de Carlos, aunque Raymundo también había tomado ya su decisión. Quería dinero, y le cagaba tener que trabajar para obtenerlo. Ya había cruzado, con anterioridad, por su mente tomar algunas cosas que no le pertenecieran para así venderlas por otro la