La pizzería tenía un protocolo que consistía en tirar la basura dos veces al día. Esta desagradable labor solían asignársela a los empleados nuevos, quienes detestaban a los animales porque siempre dejaban un desorden en la zona de los basureros. Por eso, cada vez que tenían oportunidad los corrían a puntapiés o escobazos. El gerente ya había recibido quejas de parte de comensales que presenciaban esas crueles escenas contra los animales. A un cliente le tocó ver cómo un perro mestizo, que había llegado a hurgar en un bote de basura, tiró este para sacar las bolsas de plástico con sobras de comida, morderlas y destruirlas con las patas para extraer el contenido. Entonces, un empleado de estatura media, tan flacucho que casi se le caía el uniforme, con la cara roja y llena de granos, ojos verdes como lama de río y cabellos rojos que asemejaban espaguetis, se topó con el perro cuando este disfrutaba del festín. Al verlo, el sujeto se quedó estático un momento a unos 2 metros de distancia, y exclamó con furia: “¡Maldito perro!”. Estaba dispuesto a vengarse del pobre animal por haberle dado más trabajo del que le correspondía. Le dio vuelta a una escoba que llevaba en la mano derecha, la tomó con ambas manos a modo de b**e de béisbol, se acercó lentamente al can, hizo una mueca de esfuerzo, sacó un poco la lengua por el lado izquierdo de la boca y le dio un potente golpe. El perro salió volando por el aire, dio dos vueltas completas antes de caer de costado (o eso dijo el exagerado comensal), se reincorporó con dificultad e intentó huir. Tropezó dos veces al querer alejarse (el golpe fue tan fuerte que seguía un poco aturdido); luego se puso de pie una tercera vez y corrió a toda velocidad, pero para su desgracia, al ver a su víctima desconcertada, el empleado aprovechó la ocasión y le asestó un segundo escobazo en el trasero, solo que no tuvo tiempo de tomar más impulso. Todo esto ocurrió en menos de un parpadeo. El perro rodó en el suelo debido a la fuerza del impacto, se incorporó rápidamente por mero instinto y escapó rumbo a la calle. El hombrecillo sonreía con júbilo, se sentía satisfecho por haber golpeado al can en dos ocasiones; al ver que escapaba despavorido, gritó con ahínco: “¡Cómete tu caca, perro! ¡Vete a Chihuahua a un baile, ja, ja, ja!”. No tenía duda de que con eso aprendería la lección de no volver a sacar la basura. Un minuto después giró la escoba para colocar las cerdas en el suelo, volvió la cabeza hacia los botes y su sonrisa se desvaneció de inmediato al ver que la basura se hallaba dispersa por todo el lugar.
Cierto día, el gatito al que Tino y Max ayudaron merodeaba por el basurero. De pronto apareció un felino más grande que él, de pelaje brumoso color blanco y con una mancha café en la cara. Al sentir su presencia, el minino volteó y ambos se miraron fijamente. Micifuz intentó ahuyentarlo erizando el lomo y gruñendo con fuerza, pero todo fue en vano, pues su acosador le duplicaba el tamaño. El segundo gato se fue acercando lentamente, lo cual provocó que al minino le entrara pánico y decidiera escapar. Varias personas presenciaron cómo ambas bolas de pelo corrían una detrás de la otra a gran velocidad por la calle. Primero lo hicieron en línea recta por toda la acera derecha contigua a la pizzería; después continuaron hasta al final de la calle, donde había un inmenso muro… ¡era un callejón sin salida! Micifuz trató de usar su agilidad felina: saltó contra el muro y lo usó como resorte para obtener un segundo impulso hacia al frente. Pasó por encima de su perseguidor, que ya le pisaba los talones, y este frenó en seco sin perderlo de vista; repitiendo el mismo truco en la base del muro, reanudó la persecución. Por su parte, al caer al piso, Micifuz continuó huyendo en línea recta, pero al ver que su persecutor ganaba terreno, decidió cambiar el rumbo. Pasó debajo de varios autos estacionados en ambas aceras, moviéndose en zigzag; esto le ayudó a ganar tiempo y seguir hasta la primera casa ubicada en la acera izquierda. Saltó encima de un pequeño bote que estaba junto a un árbol y repitió su tradicional maniobra utilizando el tronco como soporte para llegar a la cima de la pared; luego dio un salto sin ver atrás y aterrizó en el contenedor industrial. Bajó de un salto y siguió corriendo hasta las jardineras con matorrales; de alguna forma sabía que el enorme gato aún lo perseguía. Se agachó bajo un arbusto y se fue arrastrando por el suelo para evitar que lo lastimaran las espinas. Una vez que llegó al centro del matorral, confirmó sus sospechas: el atacante hacía varios intentos por alcanzarlo con la pata. Sin embargo, sus movimientos fueron en vano, pues debido a su gran tamaño le era imposible escabullirse debajo de la mata; no le quedó más remedio que ver al minino de lejos y gruñirle. De pronto se oyó un ruido estridente y el atacante se esfumó. El sujeto con cabellos de espagueti le había dado de lleno con la escoba. Algunos clientes observaron disgustados cómo el hombrecillo esbozaba una sonrisa malévola de felicidad y comentaron entre ellos: “¡Ese hombre es un sádico!”. Finalmente, el empleado de la pizzería se alejó gritando: “¡Malditos gatos malnacidos!”. Esto le provocó miedo a Micifuz, quien decidió permanecer escondido, sin hacer ningún ruido.
Un par de horas más tarde, parecía que la mala fortuna perseguía a Micifuz. El hombrecillo salió a tirar varias veces la basura durante ese tiempo. La última vez que atravesó la puerta trasera se percató de que el felino salía lentamente de su escondite y caminaba sin preocupación (o al menos eso creía) para refugiarse en los botes de basura. El empleado esperó con paciencia para ver a dónde se dirigía el felino; sin quitarle un ojo de encima, recogió dos piedras de la jardinera. Antes de que Micifuz llegara a su destino encontró algo de comida tirada y, como estaba tan hambriento, no pudo ignorar el festín; se detuvo y comenzó a olfatearlo. Por su parte, el hombrecillo se fue acercando poco a poco, evitando llamar la atención. Aprovechando que su víctima había empezado a comer, levantó la mano derecha, en la que sujetaba una piedra del tamaño de su puño, fijó su objetivo y la lanzó con fuerza. El objeto dio de lleno en una de las patas traseras del minino, quien lanzó un maullido lastimero y perdió el equilibrio por un instante. Aprovechando la debilidad de su presa, sin perder tiempo, el empleado se acercó y le dio un puntapié como si fuera un balón de soccer. El gatito salió proyectado unos 2 metros por el aire y cayó a un lado del contenedor metálico.
Presa del miedo, Micifuz se reincorporó inmediatamente y se arrastró tan rápido como pudo hasta ocultarse debajo de un vehículo estacionado. Para mayor seguridad, decidió subirse a una de las tuberías. El hombrecillo alcanzó a ver dónde se había escondido el minino y corrió lo más rápido que pudo hasta allá. Se agachó para ver debajo del auto y estiró el brazo derecho dando varios golpecitos. ¡Micifuz estaba atrapado! Sabía que, si salía, el tipo lo alcanzaría de inmediato porque estaba muy lastimado. Dio varios maullidos pidiendo clemencia, y repetidas veces sintió los golpes que le asestaba el hombrecillo a la parte baja del carro. Momentos después, un hombre exclamó furioso: “¿Qué demonios le estás haciendo a mi carro?”. El empleado se puso de pie en un segundo, volteó hacia el sujeto y dijo, tartamudeando: “Na-na-nada, señor. Estaba per-persiguiendo a un gato y…”. El hombre lo interrumpió súbitamente, cerró el puño derecho, lo puso frente al hombrecillo y gritó: “¡La última vez que robaron mi auto, un estúpido estaba haciendo algo parecido! ¡Voy a reportarte con el gerente de la tienda!”. Un sudor frío corrió por la frente del cabellos de espagueti mientras el dueño del auto daba media vuelta y caminaba hacia la entrada de la pizzería. El empleado gritó desesperado: “¡Señor, no es necesario, yo le contaré todo!”. Micifuz sintió una extraña calma y aprovechó el para momento escapar. Salió de su escondite y se escabulló como pudo por todo el estacionamiento; siguió hasta la calle contigua a la pizzería, cruzó la acera y miró momentáneamente a una mujer morena, con el cabello teñido de rubio, que fumaba recargada en el barandal de la casa de enfrente y vestía unos shorts y una blusa con estampado de gatos. El minino logró llegar hasta ese lugar sin ser visto, hizo un gran esfuerzo y saltó dentro de un pequeño bote de basura vacío. Aquel día, Micifuz estuvo al borde de la muerte: tenía la pata fracturada y una herida en el hocico por la patada que había recibido. Lamía y limpiaba sus heridas, pero la sangre no desaparecía. Siguió haciéndolo, hasta que el sueño le arrebató sus últimas fuerzas y ahí quedó…
Una pequeña familia gatuna yacía en una cajita —en cuyo fondo había un cojín rojo con un bordado de hilo color oro que decía “En Dios confío— al lado de un sofá reclinable. La madre era una gata tricolor (naranja, gris y blanco) de tamaño mediano y el padre era un gato gris, regordete y con la panza blanca; tenía la costumbre de colocarse junto a la hembra, y constantemente restregaba su hocico con el de ella (tal vez era una señal de cariño). En ese momento se hallaban unas bolitas de pelo mamando del vientre de la gata: ¡eran cuatro mininos recién nacidos! El primero era un macho, con un pelaje negro como la noche. Le seguían dos hembras tricolores; la única diferencia entre ellas era que uno de los pelajes tenía manchas negras y el otro era color gris. Por último, estaba el gato más pequeño en tamaño; su pelaje era blanco en
Todos esos sucesos empujaron a Steve a decirle a Ellie, dos días más tarde: “Mandaré a la fregada a todos los gatos”. Ellie respondió: “¡Estás loco! Son como niños pequeños, no saben lo que hacen. Tenles paciencia, conforme crezcan ya no lo harán”. La discusión se tornó más acalorada conforme pasaban los días. Steve prefirió dormir en otro cuarto, sin dirigirle la palabra a Ellie, y ella le correspondió dejándole de ayudar. El cuarto día, Ellie reflexionó en todo lo que había ocurrido unos días antes. En cierta parte entendía el disgusto de Steve, por eso aceptó hablar con él para llegar a un acuerdo. Finalmente, decidieron dar en adopción a tres gatos; Steve pagaría todo y tendría paciencia hasta que encontraran un buen hogar para ellos.Un día después, Ellie
Kiri fue la primera. Un niño gordinflón para su edad, de unos seis años, se acercó a la caja y de inmediato alzó a la gatita, la apretujó con fuerza contra su rechoncho cuerpo y la movió de un lado a otro. Luego gritó eufóricamente: “¡Amá, quiero a este gato!”. Kiri trató de encajarle las garras por miedo a salir volando, pero los brazos del niño estaban tan grasientos que se resbalaban. Ellie se percató de esto y se acercó rápidamente, le tocó la espalda con mucho cuidado y le comentó en tono amable: “Hijo, ten cuidado, le haces daño. Los animales también sienten; trátala mejor y ella te querrá, sé que eres un buen niño”. El pequeño volteó hacia ella, sonrió al recibir el cumplido y, haciéndole caso, cargó a la gatita con sumo cuidado. Sus padres solo esbozaro
Gio se llevó consigo la caja de los gatitos una vez que la recibió. No podía permanecer mucho tiempo con ella en la universidad donde estudiaba, pues debido a una política estaban prohibidas las mascotas y los animales ajenos, a no ser los que se utilizaban como conejillos de Indias. La idea de tener un gato después de mucho tiempo le agradaba, y lo demostró mirando en repetidas ocasiones dentro de la cajita mientras se dirigía a la parada del camión, ubicada aproximadamente 1 kilómetro al sur. Los tres gatitos, apretujados, lo miraban con ojos enormes como platos cada vez que se asomaba. Durante el trayecto, la gente miraba con recelo a Gio al ver que le susurraba a la cajita, pero él, acostumbrado a los metiches porque llevaba puesta la bata de laboratorio a todas partes, no prestaba atención a esas miradas acosadoras.Al abordar el transporte público, Gio colocó la cajita sobre el as
La colonia de Gio; estaba conformada únicamente por cuatro calles. El joven vivía en la segunda calle, viendo desde el supermercado, a la izquierda. Entre los colonos, la calle Granados era famosa por las extrañas personas que habitaban en ella. Por ejemplo, en la esquina —primera casa frente al parque, sobre la acera izquierda— vivía una mujer a la que apodaban “Señora Gallina”; tenía una voz muy escandalosa, era de complexión robusta y erguía su pecho con gran galantería: los amigos de Gio lo comparaban con el buche de una gallina. Tenía el cabello corto, estilo afro, teñido de color rojo, detalle que complementaba perfectamente su apodo. Las malas lenguas decían que, a veces, la mujer daba comida envenenada a los animales de la calle. El hogar de Gio se encontraba a tres casas de la esquina. La entrada estaba algo descuidada y la acera agrietada y destruida en algunas parte
Una vez dentro, tomaron asiento en la mesa más cercana a la entrada y continuaron charlando. Gio puso la cajita entre él y Andy. Ella le dijo que esperaría a Cheli para saber a cuál de las dos gatitas quería elegir. Después se acercó a la caja en varias ocasiones para abrirla; en una de ellas intentó tocar a las mininas, pero Michi le respondió con un zarpazo. Gio solo vio cómo su amiga hacía una mueca de dolor y retiraba con rapidez la mano para no resultar rasguñada. El joven le comentó a Andy que, de las dos gatitas, Michi era la más brava, con la intención de que no se aferrara a tocarla. La gente que estaba cerca de la mesa los veía con curiosidad y cuchicheaba sobre el contenido de la caja, pues los gatitos no dejaban de hacer ruido. Al sentirse observados, los jóvenes acercaron las sillas entre sí para lograr cubrir la caja con sus cuerpos y evitar los
Cuando se retiró Andy a su casa aquel día, se llevó puesta a Kiri a modo de bufanda durante todo el camino, incluyendo su trayecto en el transporte público, lugar donde todas las personas la miraban extrañadas por cómo cargaba a la gatita. Creían que se trataba de algún tipo de bufanda realista, solo que a veces decía “Miau” con mucha flojera. Una vez que Andy llegó a casa, le mostró la criatura a sus dos pequeños hermanos: una niña de unos 10 años y un niño de siete. Ellos pensaron que se trataba de algún tipo de broma, pero al ver cómo Andy se quitaba a Kiri del cuello, la colocaba frente a ellos y la minina se ponía de pie y los miraba con sus grandes ojos, solo exclamaron al mismo tiempo: “¡Oh, sí es un gatito de verdad!”. Inmediatamente, la niña la alzó con ambas manos y, al igual que su hermana mayor, r
Mientras los animales cenaban, cerca de la casa de Laika se movió un montículo de arena. De él empezó a emerger, unos 10 centímetros, algo que parecía una especie de pata color café; a un lado de ella brotó otra pata y, por último, salió una cabeza seguida de un gran montón de tierra. Era la tortuga Kame, quien volteó a ambos lados y divisó a lo lejos a Laika y a la nueva inquilina, que ella aún no conocía; estiró su largo cuello lo más que pudo para verla mejor. Kiri se sintió observada de alguna forma; cuando volvió la cabeza hacia la casa de Laika, se llevó una sorpresa al encontrar a un extraño animal viéndola fijamente. Un momento después, la perra notó que Kiri miraba en dirección a su casita; volteó hacia allá y, al ver de quién se trataba, por alguna razón tomó del pes