Una pequeña familia gatuna yacía en una cajita —en cuyo fondo había un cojín rojo con un bordado de hilo color oro que decía “En Dios confío— al lado de un sofá reclinable. La madre era una gata tricolor (naranja, gris y blanco) de tamaño mediano y el padre era un gato gris, regordete y con la panza blanca; tenía la costumbre de colocarse junto a la hembra, y constantemente restregaba su hocico con el de ella (tal vez era una señal de cariño). En ese momento se hallaban unas bolitas de pelo mamando del vientre de la gata: ¡eran cuatro mininos recién nacidos! El primero era un macho, con un pelaje negro como la noche. Le seguían dos hembras tricolores; la única diferencia entre ellas era que uno de los pelajes tenía manchas negras y el otro era color gris. Por último, estaba el gato más pequeño en tamaño; su pelaje era blanco en la mayor parte del cuerpo, a excepción de la punta de la cola y las orejas, que tenían un color crema. Sus diminutas orejas apenas sobresalían de la cabeza y sus ojos permanecían cerrados. Cada vez que los gatitos se movían, se arrastraban por el piso al tiempo que lanzaban maullidos lastimeros y buscaban instintivamente el regazo de su madre.
La familia gatuna solía salir casi todos los días de su pequeña caja de cartón —que tenía uno de los extremos recortados para facilitar el paso de los felinos— para jugar. Los padres gatunos transportaban a sus crías de una en una sosteniéndolas por el cogote. Las colocaban frente a su pequeña casa; luego, el padre se movía a medio metro de la cajita y la madre se sentaba detrás de los mininos, maullando un par de veces. La dueña de la familia gatuna interpretaba eso como “Vayan con su padre”, porque enseguida los gatitos empezaban a gatear torpemente en dirección a él, mientras este los miraba ansiosamente esperando a que llegaran a su destino. Si en el trayecto uno se desviaba, la madre lo cargaba y lo ponía de nuevo en la ruta; siempre estaba al pendiente detrás de ellos. Al concluir la pequeña caminata, la gata se acercaba a su pareja y frotaba su hocico contra el de él; más tarde, ambos bañaban a sus crías a lengüetazos, volvían al lecho transportando a sus pequeños para que pudieran comer y, por último, dormir. La dueña siempre se preguntaba qué pensaban sus gatos, pero estaba segura de que, si pudieran decirle algo en ese momento, sería: “Somos muy felices; nos gustaría que estos instantes duraran para siempre”.
Los días pasaban rápidamente y los mininos iban creciendo. Primero abrieron los ojos; después, sus pequeñas orejas comenzaron a erguirse, tomando la forma puntiaguda característica de su especie. Los recorridos que hacían con sus padres terminaban más pronto, y ya no necesitaban que los cargaran para poder salir de la “casita”. Sus maullidos se fueron haciendo más fuertes; poco a poco dejaron de mamar del pecho de su madre y reemplazaron la leche por pequeñas croquetas. A pesar de su crecimiento, los gatitos eran muy juguetones. Solían entretenerse con una pequeña pelota de estambre envuelta en plumas; sin duda, ese era su juguete preferido. Otras veces les gustaba perseguir cintas y distintos objetos que les llamaban la atención, y luchaban con ellos. Sin embargo, su juego favorito era algo parecido a las escondidas: los gatitos corrían como locos para esconderse en los alrededores, mientras uno de ellos se quedaba quieto unos 10 segundos; después iba a buscar a sus hermanos y, al encontrarlos, entablaban una especie de combate. Si el minino ganaba, el perdedor debía volver a la cajita; si perdía, le daba una segunda oportunidad al ganador para que se escondiera. Normalmente, el juego acababa cuando a la pequeña gata tricolor de manchas grises le tocaba buscar; ninguna de las crías podía ganarle en un combate. Además, cuando ella se escondía, el juego no tenía fin hasta que su madre los llamaba. Por lo general, cuando terminaban una partida, decidían jugar a otra cosa.Una pareja joven habitaba junto con la familia gatuna. La esposa se llamaba Ellie; era una chica de buen ver y mediana estatura, con un gusto extravagante para vestir. Tenía el cabello amarillo, a pesar de ser de tez morena (siempre elegía ese tono, pues creía que la gente con clase era rubia), y unos labios carnosos como las artistas de televisión. La gente solía decir a sus espaldas: “De seguro se inyecta colágeno”. A Ellie le encantaba pintarse la boca de color rojo —el más intenso del mundo— y los vecinos la apodaban la “Chica gato”, por el simple hecho de que la mayor parte de su ropa hacía referencia a estos felinos. Su esposo se llamaba Steve y lucía mucho mayor que ella, aunque ambos eran casi de la misma estatura; tenía la tez morena y una nariz ancha como la de un cerdo (cuando respiraba, sus fosas nasales se ensanchaban hasta alcanzar el diámetro de un pequeño limón). Usaba un peluquín rizado estilo afro que era su mayor orgullo porque, gracias a él, la gente solía decirle que parecía una estrella afroamericana de los años 80; además, le ayudaba a ocultar su mayor secreto: estaba calvo en la parte superior del cráneo.
Steve tenía un cuarto exclusivo para su peluquín, acondicionado en cuanto a humedad, temperatura y otros parámetros, para evitar maltratarlo. A él no le agradaban mucho los gatos; siempre prefirió más a los perros, pero como era algo mandilón, cedió ante los caprichos de su mujer y optó por dejar que ella tuviera gatos cuando las circunstancias lo ameritaron. A pesar de ello, Steve se dejaba embriagar por las enternecedoras escenas que protagonizaba la familia gatuna, sobre todo porque Ellie y él no habían podido tener hijos; disfrutaba mucho ver el crecimiento de los mininos, aunque en otras ocasiones se molestaba mucho con ellos. Por ejemplo, una vez, mientras dormía en la sala, la gatita tricolor con manchas grises trepó por el sillón y fue a parar encima de su cabeza; el peluquín le pareció un lugar cómodo para hacer sus necesidades y, por supuesto, Steve lo consideró un grave pecado. También se molestó cuando las crías empezaron a usar su sofá favorito para afilar sus garras, destrozaron el cable del cargador de su celular y empezaron a vagar por toda la casa; se quejaba al encontrar su ropa llena de pelo de gato.
La historia que sin duda fue la cereza del pastel, aconteció cuando los gatitos tenían seis semanas de nacidos. Steve y Ellie organizaron una fiesta en su casa por la tarde; ella se esmeró mucho y preparó un pollo rostizado para el deleite de sus invitados. Lo colocaron en la mesa del comedor y se pusieron a limpiar la casa, confiados en que nada podría salir mal. No obstante, los mininos, sintiéndose atraídos por el aroma del suculento manjar, treparon a la mesa y, al no notar protestas de nadie, engulleron gran parte del pollo. Minutos más tarde, la pareja los descubrió “con las manos en la masa”. Steve, rojo de ira, parecía un tomate gigante debido a la redondez de su rostro. Al verlo Ellie, de inmediato se interpuso entre él y los mininos para resguardarlos. Steve estaba irreconocible, gritaba toda clase de majaderías por lo sucedido, pero Ellie defendió a capa y espada a las crías, alegando que estaban chiquitas. Luego se ofreció a arreglar el desastre comprando pizzas y limpiando. Steve, enojado, se fue a la terraza y no le dirigió una sola palabra en todo el día.
Todos esos sucesos empujaron a Steve a decirle a Ellie, dos días más tarde: “Mandaré a la fregada a todos los gatos”. Ellie respondió: “¡Estás loco! Son como niños pequeños, no saben lo que hacen. Tenles paciencia, conforme crezcan ya no lo harán”. La discusión se tornó más acalorada conforme pasaban los días. Steve prefirió dormir en otro cuarto, sin dirigirle la palabra a Ellie, y ella le correspondió dejándole de ayudar. El cuarto día, Ellie reflexionó en todo lo que había ocurrido unos días antes. En cierta parte entendía el disgusto de Steve, por eso aceptó hablar con él para llegar a un acuerdo. Finalmente, decidieron dar en adopción a tres gatos; Steve pagaría todo y tendría paciencia hasta que encontraran un buen hogar para ellos.Un día después, Ellie
Kiri fue la primera. Un niño gordinflón para su edad, de unos seis años, se acercó a la caja y de inmediato alzó a la gatita, la apretujó con fuerza contra su rechoncho cuerpo y la movió de un lado a otro. Luego gritó eufóricamente: “¡Amá, quiero a este gato!”. Kiri trató de encajarle las garras por miedo a salir volando, pero los brazos del niño estaban tan grasientos que se resbalaban. Ellie se percató de esto y se acercó rápidamente, le tocó la espalda con mucho cuidado y le comentó en tono amable: “Hijo, ten cuidado, le haces daño. Los animales también sienten; trátala mejor y ella te querrá, sé que eres un buen niño”. El pequeño volteó hacia ella, sonrió al recibir el cumplido y, haciéndole caso, cargó a la gatita con sumo cuidado. Sus padres solo esbozaro
Gio se llevó consigo la caja de los gatitos una vez que la recibió. No podía permanecer mucho tiempo con ella en la universidad donde estudiaba, pues debido a una política estaban prohibidas las mascotas y los animales ajenos, a no ser los que se utilizaban como conejillos de Indias. La idea de tener un gato después de mucho tiempo le agradaba, y lo demostró mirando en repetidas ocasiones dentro de la cajita mientras se dirigía a la parada del camión, ubicada aproximadamente 1 kilómetro al sur. Los tres gatitos, apretujados, lo miraban con ojos enormes como platos cada vez que se asomaba. Durante el trayecto, la gente miraba con recelo a Gio al ver que le susurraba a la cajita, pero él, acostumbrado a los metiches porque llevaba puesta la bata de laboratorio a todas partes, no prestaba atención a esas miradas acosadoras.Al abordar el transporte público, Gio colocó la cajita sobre el as
La colonia de Gio; estaba conformada únicamente por cuatro calles. El joven vivía en la segunda calle, viendo desde el supermercado, a la izquierda. Entre los colonos, la calle Granados era famosa por las extrañas personas que habitaban en ella. Por ejemplo, en la esquina —primera casa frente al parque, sobre la acera izquierda— vivía una mujer a la que apodaban “Señora Gallina”; tenía una voz muy escandalosa, era de complexión robusta y erguía su pecho con gran galantería: los amigos de Gio lo comparaban con el buche de una gallina. Tenía el cabello corto, estilo afro, teñido de color rojo, detalle que complementaba perfectamente su apodo. Las malas lenguas decían que, a veces, la mujer daba comida envenenada a los animales de la calle. El hogar de Gio se encontraba a tres casas de la esquina. La entrada estaba algo descuidada y la acera agrietada y destruida en algunas parte
Una vez dentro, tomaron asiento en la mesa más cercana a la entrada y continuaron charlando. Gio puso la cajita entre él y Andy. Ella le dijo que esperaría a Cheli para saber a cuál de las dos gatitas quería elegir. Después se acercó a la caja en varias ocasiones para abrirla; en una de ellas intentó tocar a las mininas, pero Michi le respondió con un zarpazo. Gio solo vio cómo su amiga hacía una mueca de dolor y retiraba con rapidez la mano para no resultar rasguñada. El joven le comentó a Andy que, de las dos gatitas, Michi era la más brava, con la intención de que no se aferrara a tocarla. La gente que estaba cerca de la mesa los veía con curiosidad y cuchicheaba sobre el contenido de la caja, pues los gatitos no dejaban de hacer ruido. Al sentirse observados, los jóvenes acercaron las sillas entre sí para lograr cubrir la caja con sus cuerpos y evitar los
Cuando se retiró Andy a su casa aquel día, se llevó puesta a Kiri a modo de bufanda durante todo el camino, incluyendo su trayecto en el transporte público, lugar donde todas las personas la miraban extrañadas por cómo cargaba a la gatita. Creían que se trataba de algún tipo de bufanda realista, solo que a veces decía “Miau” con mucha flojera. Una vez que Andy llegó a casa, le mostró la criatura a sus dos pequeños hermanos: una niña de unos 10 años y un niño de siete. Ellos pensaron que se trataba de algún tipo de broma, pero al ver cómo Andy se quitaba a Kiri del cuello, la colocaba frente a ellos y la minina se ponía de pie y los miraba con sus grandes ojos, solo exclamaron al mismo tiempo: “¡Oh, sí es un gatito de verdad!”. Inmediatamente, la niña la alzó con ambas manos y, al igual que su hermana mayor, r
Mientras los animales cenaban, cerca de la casa de Laika se movió un montículo de arena. De él empezó a emerger, unos 10 centímetros, algo que parecía una especie de pata color café; a un lado de ella brotó otra pata y, por último, salió una cabeza seguida de un gran montón de tierra. Era la tortuga Kame, quien volteó a ambos lados y divisó a lo lejos a Laika y a la nueva inquilina, que ella aún no conocía; estiró su largo cuello lo más que pudo para verla mejor. Kiri se sintió observada de alguna forma; cuando volvió la cabeza hacia la casa de Laika, se llevó una sorpresa al encontrar a un extraño animal viéndola fijamente. Un momento después, la perra notó que Kiri miraba en dirección a su casita; volteó hacia allá y, al ver de quién se trataba, por alguna razón tomó del pes
El tercer fin de semana llegó, y las cosas comenzaron a ponerse más problemáticas. Cada dos o tres días, la tortuga se comía las croquetas de Kiri y Laika tenía que compartir su comida con ella. Andy y su familia se dieron cuenta de esto cuando uno de los niños tuvo la oportunidad de ver a ambas comiendo del mismo plato. Desde ese día en adelante, les tocó ver la misma escena a doña Mar, a don Pancho y a Andy. Al notar que el plato de Kiri estaba vacío en las mañanas, al principio creyeron que era porque la gatita comía mucho. Además, como eso no le molestaba en nada a Laika —al contrario, le agradaba, porque al momento de realizar dicha actividad movía eufóricamente la cola de un lado hacia otro como si fuera una especie de limpiaparabrisas, o eso es lo que Andy les contó a sus papás al ser testigo de la escena—, prestaban poca atención a ese hecho y salían para rellenar el pequeño plato con croquetas para gato. A partir de entonces, gracias a los ataques de Kame, Kiri y Laika estr