Los Viajeros de Plutón volvieron caminando del supermercado. A Tino se le hizo un desperdicio usar el vehículo cuando estaban a solo 100 metros de su casa. La reportera le había obsequiado cuatro órdenes de tacos en una bolsa; el comandante la ató muy bien a su cinto de mecate. Cuando únicamente debían cruzar la calle para llegar a la guarida, los Viajeros se pusieron pálidos de miedo al ver cómo se alejaba la granadera. Micifuz maulló un par de veces:
—¿Miau, miau, miau? (¿Vi… vie… ron eso?).
Tino respondió:
—Sí, cabo, a mí también me pareció ver a los Malandros de la Noche. ¿Y a usted, teniente?
Max contestó con un ladrido:
—Guaf (En efecto).
Lo ocurrido no les dio muy buena espina y decidieron esperar 5 minutos para llegar a su destino y descartar que hubiera moros en la costa
!”. Desafortunadamente, su fuerza no equiparaba a la del motor que hacía girar todo ese nuevo mecanismo, y ellos apenas alcanzaron a darle media vuelta. Tino se llevó la mano derecha al rostro para taparse los ojos, negó con la cabeza y comenzó a decir con preocupación: “¡Tenemos que abandonar la guarida!”. Max ladró potentemente y corrió en dirección a uno de los muebles, cogió uno de los maderos de su nuevo ropero y empezó a jalarlo (estaba empotrado). Tino captó la idea del teniente y lo ayudó. Una vez que lo desempotraron, el hombre acostó el mueble de tal forma que la parte hueca quedara hacia arriba, quitó los entrepaños de madera y los sombreros del teniente, cargó de inmediato a Max y lo introdujo en él. Micifuz, por su parte, dio un pequeño salto para entrar. El nivel del agua ya alcanzaba a cubrir la plataforma. Tino se quit&
El cielo estaba negro, una infinidad de truenos destellaban por todas partes y el agua turbulenta se movía violentamente sin cesar. Micifuz se aferraba con fuerza al extraño objeto de metal donde se encontraba. El aire arreciaba con tal potencia contra su cara, que el minino sentía cómo sus cachetes y sus párpados retrocedían por culpa de este. El teniente estaba frente a él, de espaldas, mirando al vacío. Dio un par de ladridos que Micifuz interpretó como: “Toda mi vida estuve a su lado para cuidarlo de cualquier cosa, incluyendo a los Malandros de la Noche y la terrible Bruja del Mezquital. Cabo, no dejes que desaparezca nuestro legado: ¡la misión de los Viajeros de Plutón!”. Su mirada era muy seria, pero extrañamente no llevaba puesto ningún sombrero para ocultar su calvicie. A continuación, giró la vista al frente y, sin más, saltó fuera del ex
. A continuación, el minino inició su plan de supervivencia. Gracias a la lluvia del día anterior encontró un grupo de palomas, unos 30 metros al sur, devorando un pescado podrido. Como a esas alturas de la vida ya era un cazador muy diestro, logró atrapar fácilmente una de ellas para desayunar; le bastó darle 10 mordiscos para devorar toda su carne. Luego tomó un poco de agua de la pequeña corriente del centro, regresó al lugar donde había dejado el collar y cayó rendido bajo la rama. Dos horas después, una vez que el minino despertó, duró un largo rato pensando en sus compañeros. Todo lo que quedaba de ellos eran los recuerdos y los únicos dos objetos que llevaba consigo: la medalla de cuando lo ascendieron a cabo y el extraño collar que dejó Tino. Micifuz pensó por un momento que tal vez si regresaba a la guarida tendría una mín
Con eso en mente, el cabo se concentró, y esta vez se agachó más. Calculó un par de veces la fuerza necesaria para lograr la hazaña y dio un enorme brinco con el que logró llegar a la cima. Lo primero que hizo al estar ahí fue soltar el collar. Respiró un par de veces, miró hacia atrás y solo pensó: ¡Lo logré! Enseguida fijó sus ojos en la guarida, aquel lugar donde tantas aventuras había vivido. Lo más notorio, sin duda, era que los únicos vestigios de la plataforma eran los huecos donde se empotraban los postes; la corriente se había llevado todo rastro de ella. Después, el minino volvió a tomar el collar y siguió corriendo hasta su destino. El agua había causado pequeños daños en las escaleras hechas a mano, pero aún eran transitables. Micifuz subió por ellas y, dando un salto, entró en
Al mismo tiempo que Paloma sintió ese escalofrío que le recorrió toda la médula, Micifuz vio cómo su némesis aparecía de repente caminando bajo los autos en la acera de enfrente; estaba a tres casas de distancia del hogar de Ellie. El minino maulló retadoramente para llamar la atención de su adversario, quien se detuvo al escuchar el familiar llamado y volteó para averiguar de quién se trataba. Entonces alcanzó a ver cómo un gato más pequeño que él se dirigía a toda velocidad para atacarlo (o eso creía) y se puso en posición defensiva en espera de la embestida. Sin embargo, el cabo giró en el último momento y le cortó el paso por enfrente (en la siguiente casa no había ningún carro estacionado) para evitar que avanzara más. Ambos felinos se miraron amenazadoramente, con el lomo erizado y emitiendo violentos chi
Un olor fétido emanaba de varios charcos de agua con un color verdoso. A lo lejos se oía el sonido de las ranas, algunos saltamontes y el bullicio citadino. Pequeñas cucarachas asomaban sus antenas de vez en cuando por unos diminutos tubos que sobresalían de las paredes, y una pequeña corriente de agua pasaba a través de una bifurcación formada en el piso, de unos 30 centímetros de ancho. En este lugar se hallaba una casita de cartón y madera, edificada sobre una pequeña plataforma sostenida por unos barrotes, adherida a la cima de una pendiente y debajo de un puente por donde circulaban autos sin cesar, los cuales hacían que la endeble construcción se tambaleara a ratos. Era un día muy caluroso. El clima de la ciudad donde se localizaba este lugar era extremoso; bastaban unas horas para alcanzar 40 grados Celsius de día, y por la noche la temperatura descendía bajo cero. En una
La pizzería tenía un protocolo que consistía en tirar la basura dos veces al día. Esta desagradable labor solían asignársela a los empleados nuevos, quienes detestaban a los animales porque siempre dejaban un desorden en la zona de los basureros. Por eso, cada vez que tenían oportunidad los corrían a puntapiés o escobazos. El gerente ya había recibido quejas de parte de comensales que presenciaban esas crueles escenas contra los animales. A un cliente le tocó ver cómo un perro mestizo, que había llegado a hurgar en un bote de basura, tiró este para sacar las bolsas de plástico con sobras de comida, morderlas y destruirlas con las patas para extraer el contenido. Entonces, un empleado de estatura media, tan flacucho que casi se le caía el uniforme, con la cara roja y llena de granos, ojos verdes como lama de río y cabellos rojos que asemejaban espaguetis, se top&oacu
Una pequeña familia gatuna yacía en una cajita —en cuyo fondo había un cojín rojo con un bordado de hilo color oro que decía “En Dios confío— al lado de un sofá reclinable. La madre era una gata tricolor (naranja, gris y blanco) de tamaño mediano y el padre era un gato gris, regordete y con la panza blanca; tenía la costumbre de colocarse junto a la hembra, y constantemente restregaba su hocico con el de ella (tal vez era una señal de cariño). En ese momento se hallaban unas bolitas de pelo mamando del vientre de la gata: ¡eran cuatro mininos recién nacidos! El primero era un macho, con un pelaje negro como la noche. Le seguían dos hembras tricolores; la única diferencia entre ellas era que uno de los pelajes tenía manchas negras y el otro era color gris. Por último, estaba el gato más pequeño en tamaño; su pelaje era blanco en