Un olor fétido emanaba de varios charcos de agua con un color verdoso. A lo lejos se oía el sonido de las ranas, algunos saltamontes y el bullicio citadino. Pequeñas cucarachas asomaban sus antenas de vez en cuando por unos diminutos tubos que sobresalían de las paredes, y una pequeña corriente de agua pasaba a través de una bifurcación formada en el piso, de unos 30 centímetros de ancho. En este lugar se hallaba una casita de cartón y madera, edificada sobre una pequeña plataforma sostenida por unos barrotes, adherida a la cima de una pendiente y debajo de un puente por donde circulaban autos sin cesar, los cuales hacían que la endeble construcción se tambaleara a ratos. Era un día muy caluroso. El clima de la ciudad donde se localizaba este lugar era extremoso; bastaban unas horas para alcanzar 40 grados Celsius de día, y por la noche la temperatura descendía bajo cero. En una zona de la urbe podía caer un fuerte aguacero y, a escasos 100 metros, estar soleado. Todos los habitantes sabían que resultaba inútil consultar las predicciones climáticas, pues el ambiente era completamente impredecible.
Un hombre viejo, de aspecto extraño, estaba a unos 10 metros de la casita. Caminaba por la pendiente donde iniciaba la pared de forma peculiar: con el pie derecho al frente y arrastrando el izquierdo; solo este último tenía puesto un tenis blanco maltrecho. El anciano también vestía un pantalón gris atado en la cintura con varios cordones de zapatos unidos entre sí, una lona con propaganda política a modo de capa y un ridículo sombrero en forma de tazón invertido, hecho con latas vacías de cerveza, de cuyo centro sobresalía una antena de conejo. A unos pasos de él iba un chihuahua blanco desnutrido, con un gracioso sombrero charro en la cabeza. El viejo conversaba alegremente con su compañero:
—Max, desde que llegamos del planeta Plutón hace tantos años, no he logrado encontrar mi nave espacial. Los terrícolas son algo extraños; parecen ignorar el daño ambiental que produce su tecnología, ¿no lo crees?
—Guau, guau [en efecto, estimado].
—Lo sé, Max, alguien tiene que estar cuerdo. Por lo pronto, debemos ir por provisiones. La ola de calor azotará más fuerte esta primavera.
El chihuahua olfateaba el suelo mientras caminaba.
—Tendremos que escalar la pendiente para subir a la superficie. Lo bueno es que mi capa me permite volar —dijo el anciano.
El perro continuó olfateando el suelo.
—Max, tenemos que darnos prisa y concluir la misión Apolo. Ya casi termino la pantalla para compartirle a la gente el mensaje legado por los plutonianos: ¡El fin se acerca, hay que hacer algo para cuidar el mundo!
Terminado el pequeño diálogo, el viejo se colocó en el cuello una tabla de unos 50 centímetros de ancho por 1 metro de largo atada a una correa. Acompañado por el perro, siguió caminando unos minutos. De pronto, el misterioso hombre se detuvo cerca de unas escaleras talladas en la pendiente, alzó al chihuahua con el brazo derecho y gritó ¡Fiush! mientras ascendía a paso lento con su peculiar forma de andar. El anciano se dirigió al perro, que ladraba alegremente: “En realidad, mi pie izquierdo sí funciona, pero debo conservar fuerzas para el Día del Juicio Final. Ya sabes que si usara ambos pies, podría correr a la velocidad del sonido”. Al terminar de subir las escaleras, el hombre colocó a su compañero en el suelo. Lo primero que se podía ver era una gran pizzería al otro lado de la calle. Allí solían hurgar la basura en busca de restos de comida en buen estado. Algunas veces anunciaban a todo el que pasaba lo que ellos llamaban “El mensaje ambientalista del día”. Y a los valientes transeúntes que se detenían a cruzar unas palabras, el viejo les contaba cómo los humanos están autodestruyendo su mundo poco a poco. Luego les hablaba de los gobernantes de Plutón, de su enojo por la negligencia de los terrícolas y por qué ellos, en un gesto de reciprocidad, habían decidido enviarlo a la Tierra para ayudarlos a evitar su extinción. Sin embargo, pocos eran los elegidos para escuchar esa larga historia. En aquel lugar, al pobre vagabundo lo tachaban de loco.
El anciano y su inusual compañero arribaron al lugar habitual para abastecerse de “provisiones” en el basurero. Solían buscar comida en los pequeños botes metálicos, y siempre usaban la misma estrategia: mientras el perro vigilaba el perímetro, el hombre se enfocaba en llenar una vieja mochila color rosa con los desperdicios. Más o menos un minuto después de haber iniciado esa actividad, una pequeña bola de pelos, veloz como un rayo, se dirigió a toda velocidad hacia ellos. Dos perros que ladraban violentamente le seguían el paso de cerca. El inusual ruido llamó la atención del anciano y el chihuahua, y ambos voltearon a ver. La persecución canina estaba en su clímax; el pequeño animal acorralado se acercó a unos metros de ellos, dio un apresurado salto contra el muro, giró en el aire para colocar las patas sobre este, se impulsó y dio un segundo brinco con el que logró entrar a uno de los botes de basura. Sus perseguidores llegaron detrás de él sin dejar de ladrar e, irguiéndose amenazadoramente, colocaron las patas delanteras en el borde del bote donde se hallaba la aterrada criatura. El viejo tomó un trozo de cartón de otro contenedor, lo agitó vigorosamente en el aire y les dijo a los perros: “¡Shu hombe, shu hombe, malditas vacas!” mientras el chihuahua le ayudaba ladrando con ferocidad. Los perseguidores se asustaron al ver el trozo de cartón pasar encima de su cabeza, retrocedieron unos pasos y se fueron alejando poco a poco con la cola entre las patas.
Una vez que logró ahuyentar a los atacantes, el anciano volvió para ver a la criatura que estaba escondida. Se acercó lentamente al bote y, al mirar por la parte superior, supo que se trataba de un gatito gris, con la panza blanca, acurrucado entre las pilas de desperdicios. El viejo calculó que tenía apenas unos dos meses de vida. Trató de acariciarlo varias veces, pero el gato gruñía en cada intento. El hombre pensó que quizá se debía a que aún estaba agitado por la persecución, pero eso no impidió que él tomara un apestoso pedazo de pizza de peperoni y se lo ofreciera al animal con la intención de ganar su confianza. El gatito, algo temeroso, acercó la nariz para olfatear la comida; enseguida la lamió un par de veces y le dio un pequeño mordisco. Mientras, el chihuahua olfateaba todo lo que estaba cerca del contenedor de basura. El anciano se dirigió al gato:
—Pequeño habitante terrestre, soy Constantino Burras, pero puedes llamarme Tino. Él es mi fiel compañero, el único e inigualable teniente Max, y ambos somos los Viajeros de Plutón. Te doy la bienvenida a mi Almacén de abastecimiento; puedes venir cada vez que tengas hambre —añadió, al tiempo que sonreía mirando al chihuahua.
—¡Guau! ¡Guau! [Bienvenido] —ladró efusivamente Max y continuó caminando y oliendo todo a su paso.
—¿Qué dices, Max? —inquirió el anciano.
—Guau, guau, guau guau [Pregúntale si no tiene a dónde ir, si se quiere unir].
—Yo también pienso lo mismo, le preguntaré —repuso Tino, mirando al gato; luego dijo—: ¿Te quieres unir a mi tripulación? El teniente Max y yo te damos la bienvenida, a menos que tengas a dónde ir.
El animalito no respondió, solo lo miró con sus grandes ojos verdes y siguió comiendo la pizza.
En eso, Tino extendió de nuevo la mano para tratar de tocarlo. El gato intentó huir, retrocedió aún más hacia la pared y lanzó un zarpazo, cosa a la que el viejo respondió:
—¡Ay! Está bien, pequeño, tómate la libertad de quedarte aquí si es lo que deseas. Nosotros venimos a diario para obtener provisiones. La comida es buena; come cuanto quieras hasta saciarte y, cuando termines, la oferta sigue en pie, eres libre de visitarnos en nuestra guarida —enseguida volteó y señaló con la mano derecha un puente visible en la lejanía—: se encuentra en aquel lugar, debajo de ese búnker metálico. Por lo pronto, el peligro ya pasó, así que por hoy come y relájate. Nosotros volveremos a nuestra guarida. Gru gru gru, como decimos adiós en Plutón.
Tino retrocedió un paso, se inclinó para alzar a Max y, diciendo Fiush, cruzó la calle y bajó poco a poco por las escaleras.
El gatito eligió como hogar temporal aquel basurero y sus alrededores durante las siguientes dos semanas, principalmente por la facilidad para conseguir comida. Además, los botes de basura le proporcionaban un escondite perfecto de los perros callejeros y otras alimañas que deambulaban por ahí. En el lugar, frente al restaurante se encontraba un pequeño estacionamiento, solo había tres botes y un contenedor de basura industrial cerca del fondo del lado derecho. A espaldas de este se hallaba un muro que cubría la tercera parte de la construcción; en la parte donde terminaba el muro se unían el área del estacionamiento y el resto de la calle contigua a la pizzería. Entre el edificio y el basurero se ubicaba un pequeño carril de autoservicio que circundaba la construcción, y detrás de él una jardinera con matorrales.
Los encuentros del felino con “los viajeros de Plutón” fueron muy pocos durante esos días. Tino y Max pensaban que, como los gatos son animales muy sigilosos, se esconden de los demás para evitar peligros y sentirse seguros. Eso los hacía sentir un poco mal, pues a pesar de que durante el primer encuentro mostraron una conducta amigable, el minino siempre tomaba sus precauciones. En los próximos dos encuentros que este tuvo con “los viajeros de Plutón”, se mantuvo alejado. Durante el segundo encuentro, el gato trepó a lo alto de la barda y los miró fijamente. El viejo aprovechó aquel momento en que el minino no huyó para entablar una conversación con él:
—Pequeño habitante terrestre, ¿cómo te ha ido en este ambiente tóxico en los últimos días? ¿Has notado que el cielo en esta ciudad tiene una coloración gris aunque esté despejado?
—Guau [Es cierto] —ladró efusivamente Max.
El gato los miró con aires de duda, no sabía de qué hablaban.
—Pequeño terrícola, ¿cuál es tu nombre? —preguntó Tino—. Es menester que conozcamos al inquilino de nuestra Almacén de abastecimiento. Además, por cortesía, debemos saber tu nombre, así como el teniente Max y yo nos presentamos contigo la primera vez.
El felino los seguía mirando sin parpadear.
—Guau, guau [Él no tiene un nombre —ladró el teniente Max.
—Interesante, Max —repuso Tino—. Entonces, ¿no tienes nombre, pequeño? ¿Te parece si te llamamos Micifuz II? —el animal retrocedió un poco, haciendo un movimiento como si fuera a saltar—. Excelente nombre, ¿no? Así como Micifuz, aquel héroe de “La Gatomaquia” de Lope de Vega.
En eso, el felino saltó de la barda y huyó rodeando el edificio para sorpresa de Tino, quien gritó antes de que desapareciera de su vista:
—¡No huyas, Micifuz! No somos mala compañía, aún tenemos mucho que contarte de nuestra misión en este mundo. ¡Micifuz!
El minino lo ignoró, siguió corriendo y desapareció debajo de un auto estacionado cerca de la entrada del restaurante. Esa fue la última vez que los viajeros lo vieron.
La pizzería tenía un protocolo que consistía en tirar la basura dos veces al día. Esta desagradable labor solían asignársela a los empleados nuevos, quienes detestaban a los animales porque siempre dejaban un desorden en la zona de los basureros. Por eso, cada vez que tenían oportunidad los corrían a puntapiés o escobazos. El gerente ya había recibido quejas de parte de comensales que presenciaban esas crueles escenas contra los animales. A un cliente le tocó ver cómo un perro mestizo, que había llegado a hurgar en un bote de basura, tiró este para sacar las bolsas de plástico con sobras de comida, morderlas y destruirlas con las patas para extraer el contenido. Entonces, un empleado de estatura media, tan flacucho que casi se le caía el uniforme, con la cara roja y llena de granos, ojos verdes como lama de río y cabellos rojos que asemejaban espaguetis, se top&oacu
Una pequeña familia gatuna yacía en una cajita —en cuyo fondo había un cojín rojo con un bordado de hilo color oro que decía “En Dios confío— al lado de un sofá reclinable. La madre era una gata tricolor (naranja, gris y blanco) de tamaño mediano y el padre era un gato gris, regordete y con la panza blanca; tenía la costumbre de colocarse junto a la hembra, y constantemente restregaba su hocico con el de ella (tal vez era una señal de cariño). En ese momento se hallaban unas bolitas de pelo mamando del vientre de la gata: ¡eran cuatro mininos recién nacidos! El primero era un macho, con un pelaje negro como la noche. Le seguían dos hembras tricolores; la única diferencia entre ellas era que uno de los pelajes tenía manchas negras y el otro era color gris. Por último, estaba el gato más pequeño en tamaño; su pelaje era blanco en
Todos esos sucesos empujaron a Steve a decirle a Ellie, dos días más tarde: “Mandaré a la fregada a todos los gatos”. Ellie respondió: “¡Estás loco! Son como niños pequeños, no saben lo que hacen. Tenles paciencia, conforme crezcan ya no lo harán”. La discusión se tornó más acalorada conforme pasaban los días. Steve prefirió dormir en otro cuarto, sin dirigirle la palabra a Ellie, y ella le correspondió dejándole de ayudar. El cuarto día, Ellie reflexionó en todo lo que había ocurrido unos días antes. En cierta parte entendía el disgusto de Steve, por eso aceptó hablar con él para llegar a un acuerdo. Finalmente, decidieron dar en adopción a tres gatos; Steve pagaría todo y tendría paciencia hasta que encontraran un buen hogar para ellos.Un día después, Ellie
Kiri fue la primera. Un niño gordinflón para su edad, de unos seis años, se acercó a la caja y de inmediato alzó a la gatita, la apretujó con fuerza contra su rechoncho cuerpo y la movió de un lado a otro. Luego gritó eufóricamente: “¡Amá, quiero a este gato!”. Kiri trató de encajarle las garras por miedo a salir volando, pero los brazos del niño estaban tan grasientos que se resbalaban. Ellie se percató de esto y se acercó rápidamente, le tocó la espalda con mucho cuidado y le comentó en tono amable: “Hijo, ten cuidado, le haces daño. Los animales también sienten; trátala mejor y ella te querrá, sé que eres un buen niño”. El pequeño volteó hacia ella, sonrió al recibir el cumplido y, haciéndole caso, cargó a la gatita con sumo cuidado. Sus padres solo esbozaro
Gio se llevó consigo la caja de los gatitos una vez que la recibió. No podía permanecer mucho tiempo con ella en la universidad donde estudiaba, pues debido a una política estaban prohibidas las mascotas y los animales ajenos, a no ser los que se utilizaban como conejillos de Indias. La idea de tener un gato después de mucho tiempo le agradaba, y lo demostró mirando en repetidas ocasiones dentro de la cajita mientras se dirigía a la parada del camión, ubicada aproximadamente 1 kilómetro al sur. Los tres gatitos, apretujados, lo miraban con ojos enormes como platos cada vez que se asomaba. Durante el trayecto, la gente miraba con recelo a Gio al ver que le susurraba a la cajita, pero él, acostumbrado a los metiches porque llevaba puesta la bata de laboratorio a todas partes, no prestaba atención a esas miradas acosadoras.Al abordar el transporte público, Gio colocó la cajita sobre el as
La colonia de Gio; estaba conformada únicamente por cuatro calles. El joven vivía en la segunda calle, viendo desde el supermercado, a la izquierda. Entre los colonos, la calle Granados era famosa por las extrañas personas que habitaban en ella. Por ejemplo, en la esquina —primera casa frente al parque, sobre la acera izquierda— vivía una mujer a la que apodaban “Señora Gallina”; tenía una voz muy escandalosa, era de complexión robusta y erguía su pecho con gran galantería: los amigos de Gio lo comparaban con el buche de una gallina. Tenía el cabello corto, estilo afro, teñido de color rojo, detalle que complementaba perfectamente su apodo. Las malas lenguas decían que, a veces, la mujer daba comida envenenada a los animales de la calle. El hogar de Gio se encontraba a tres casas de la esquina. La entrada estaba algo descuidada y la acera agrietada y destruida en algunas parte
Una vez dentro, tomaron asiento en la mesa más cercana a la entrada y continuaron charlando. Gio puso la cajita entre él y Andy. Ella le dijo que esperaría a Cheli para saber a cuál de las dos gatitas quería elegir. Después se acercó a la caja en varias ocasiones para abrirla; en una de ellas intentó tocar a las mininas, pero Michi le respondió con un zarpazo. Gio solo vio cómo su amiga hacía una mueca de dolor y retiraba con rapidez la mano para no resultar rasguñada. El joven le comentó a Andy que, de las dos gatitas, Michi era la más brava, con la intención de que no se aferrara a tocarla. La gente que estaba cerca de la mesa los veía con curiosidad y cuchicheaba sobre el contenido de la caja, pues los gatitos no dejaban de hacer ruido. Al sentirse observados, los jóvenes acercaron las sillas entre sí para lograr cubrir la caja con sus cuerpos y evitar los
Cuando se retiró Andy a su casa aquel día, se llevó puesta a Kiri a modo de bufanda durante todo el camino, incluyendo su trayecto en el transporte público, lugar donde todas las personas la miraban extrañadas por cómo cargaba a la gatita. Creían que se trataba de algún tipo de bufanda realista, solo que a veces decía “Miau” con mucha flojera. Una vez que Andy llegó a casa, le mostró la criatura a sus dos pequeños hermanos: una niña de unos 10 años y un niño de siete. Ellos pensaron que se trataba de algún tipo de broma, pero al ver cómo Andy se quitaba a Kiri del cuello, la colocaba frente a ellos y la minina se ponía de pie y los miraba con sus grandes ojos, solo exclamaron al mismo tiempo: “¡Oh, sí es un gatito de verdad!”. Inmediatamente, la niña la alzó con ambas manos y, al igual que su hermana mayor, r