Todos esos sucesos empujaron a Steve a decirle a Ellie, dos días más tarde: “Mandaré a la fregada a todos los gatos”. Ellie respondió: “¡Estás loco! Son como niños pequeños, no saben lo que hacen. Tenles paciencia, conforme crezcan ya no lo harán”. La discusión se tornó más acalorada conforme pasaban los días. Steve prefirió dormir en otro cuarto, sin dirigirle la palabra a Ellie, y ella le correspondió dejándole de ayudar. El cuarto día, Ellie reflexionó en todo lo que había ocurrido unos días antes. En cierta parte entendía el disgusto de Steve, por eso aceptó hablar con él para llegar a un acuerdo. Finalmente, decidieron dar en adopción a tres gatos; Steve pagaría todo y tendría paciencia hasta que encontraran un buen hogar para ellos.
Un día después, Ellie se puso a buscar programas de adopción y averiguó que debían cumplir con una serie de requisitos, como vacunar a los gatos, desparasitarlos, bañarlos, comprobar que no tuvieran pulgas o garrapatas y hacer una aportación económica para una futura esterilización. La mayoría de los requisitos estaban cubiertos, pues Ellie los cuidaba muy bien. No obstante, tenía la difícil decisión de elegir a los felinos que daría en adopción. Los papás gatunos fueron los primeros en salvarse, básicamente por su derecho de antigüedad. Luego, Ellie batalló dos días para escoger a los gatitos en cuestión, cosa que tuvo que consultar con el mejor gurú a su criterio: la almohada.
Al final, eligió al más pequeño de todos (el minino blanco con orejas y cola color crema). Él era el menos travieso de los cuatro, el más torpe y el más manso; estaba segura de que se había ganado un lugar en el corazón de Steve, pues era el único al que nunca había regañado. Por su parte, Steve había prometido no intervenir en lo que decidiera Ellie, y sintió un gran alivio al escuchar su decisión, pues también se había encariñado con el más pequeño de todos.
La mamá felina siempre había confiado en sus dueños, al igual que el padre. La estima de ellos por Steve y Ellie era tan alta que les permitían incluso acariciar su barriga (algo casi imposible de hacer a los gatos). A la hembra la habían adoptado y al macho lo encontraron malherido en un basurero; estuvo maullando durante dos días hasta que Ellie lo encontró y decidió acogerlo en su casa. A raíz de ese voto de confianza, Steve y Ellie podían tomar a las crías sin objeción alguna de los progenitores, que nunca habían pensado mal de ellos. Sin embargo, la vida no es color de rosa y, debido a las exigencias de Steve, pronto tendrían que separarlos.
El día de la adopción por fin llegó. Una noche antes, Ellie soñó que los gatos le hablaban en lenguaje humano y le reclamaban por lo que le harían a su familia; no obstante, al poco rato de haber despertado olvidó la pesadilla. Ella intentó mantener ocupados a los padres gatunos dándoles un bocado en la terraza de la segunda planta, lugar donde siempre solían comer. Una vez que ambos gatos empezaron a ingerir los sagrados alimentos, Ellie aprovechó para cerrar la puerta que daba a la terraza —dejando solo un pequeño espacio abierto— y, con lágrimas en los ojos, se dijo a sí misma: “Espero que esto no tenga consecuencias en los padres. Siento lo que les voy a hacer”. Luego corrió a la sala y se sentó frente a la cajita de los gatos. A un lado de ella ya estaba preparada otra caja vacía con agujeritos. Ellie miró el interior del primer contenedor con un aire de tristeza; los mininos dormían acurrucados entre ellos en un rincón. Su dueña procuró cargar hábilmente a los elegidos y los fue colocando en la segunda caja sin despertar a los demás. Después tomó la caja, caminó hacia la cochera y subió a su automóvil.
La adopción de los gatitos se haría a través de un programa llamado “Salvando vidas, segunda oportunidad para las mascotas” organizado por una veterinaria del barrio. Steve se quejaba de todas las asociaciones por tener una doble moral, pues consideraba que fingían darles una segunda oportunidad a los gatos u otros animales, pero la realidad era otra. En el pasado le había sucedido un pequeño contratiempo con una de ellas, al tratar de dar en adopción a la pequeña camada de perros que dejó su difunta perra, Betzy; en aquel entonces él era un chico de unos 13 años. Cuando fue a registrar a los perros, le hicieron el feo por no poder comprobar su pedigrí; además, no tenía dinero para cumplir con todos los requisitos establecidos. Steve le comentó a su padre lo sucedido y él se ofreció a cubrir los gastos, pero la asociación se negó de nuevo, esta vez argumentando que los resultados no eran confiables, ya que los únicos resultados avalados eran los que expedía la clínica veterinaria que los patrocinaba.
Al padre de Steve no le gustaba perder el tiempo discutiendo, así que cedió ante los caprichos y llevó a cabo todos los protocolos necesarios al pie de la letra. Pasó un mes antes de que volviera a juntar dinero y obtuviera el visto bueno de los resultados, lo cual le costó una buena suma. Hubo un segundo evento de adopción y, esta vez, les negaron la participación alegando que los perros ya estaban muy grandes, aunque apenas tenían un mes de vida. Finalmente, el propio Steve les encontró nuevos hogares a los miembros de la camada, sin ayuda de la dichosa asociación. Preocupado por su esposa, Steve le conto esta anécdota y le pidió que, antes de tomar la decisión, investigara a la clínica veterinaria.
Más tarde, Ellie le comentó a su marido que un tal doctor Adrián Varela era el encargado de encabezar el vistoso evento. Cuando se aproximaba al sitio designado, Ellie se impresionó al ver tantos puestos con fotografías de animales por doquier. Ella y Steve escucharon a lo lejos: “Queremos dedicar unas palabras de agradecimiento a todas las personas que asistieron. Como dice el eslogan de la campaña: es mejor darle una segunda oportunidad a un animal casero o de la calle, en vez de comprar”. A continuación, se oyó un aplauso muy efusivo y el siguiente anuncio: “Iniciamos este evento de adopción”.
Ellie estaba cada vez más impresionada por el lugar del evento. Lo primero que vio fue un pequeño escenario frente a unos locales, donde el doctor Varela —quien había hablado por el altavoz— recibía con una gran sonrisa a los presentes. Todo sucedió un domingo en el estacionamiento de un pequeño centro comercial, más o menos del tamaño de una cancha de futbol amateur. Los estands se hallaban dispuestos alrededor y en el centro había otros puestos de comida y chucherías. Sobre los estands estaban los animales en adopción dentro de pequeñas jaulas o cajas; algunos incluso los tenían atados a un poste. Había conejos, pequeños lagartos, perros, gallinas, gatos, etcétera.
La forma en que se llevaban a cabo las adopciones parecía una especie de mercado ambulante. Cada vez que alguien se acercaba a un estand podía ver que los animales tenían puesto un pequeño collar con su nombre y el del responsable. Además, una persona parlanchina que tenía puesto un mandil con muchas bolsitas proporcionaba una infinidad de folletos con las fotos de los animales en cuestión. En los folletos venía su nombre y una pequeña historia triste para enganchar a los adoptadores.
A Ellie le tocó ir al estand número 8. Un hombre llamado Carl le había entregado tres collares con el nombre de sus gatitos y un paquete de folletos con la historia de cada uno; él sería el encargado de darlos en adopción. Ellie colocó la caja con los mininos en una mesa frente a Carl. Al principio, a ella le pareció ridícula esa mecánica, pero al pensarlo mejor concluyó que, al fin y al cabo, todo eso era una especie de negocio y necesitaban convencer a las personas de adoptar. Las historias tristes ofrecían un apoyo agresivo para enganchar a los interesados (Ellie había estudiado mercadotecnia y sabía muy bien de ese tipo de cosas). En el momento en que ella les puso los collares a los gatitos, estos aún estaban dormidos dentro de la caja —al negro lo había llamado Fernando, a la gatita tricolor con gris Michi y a la última gatita, Kiri—, pero al sentir la mano de su dueña encima de sus cabecitas dieron un pequeño chillido y despertaron. Primero se desperezaron estirando las patas delanteras (solo el gatito negro bostezó); parecían un poco aturdidos por el bullicio de la gente. Llamados por la curiosidad, se pararon en dos patas para ver fuera de la caja, pero como estaban muy pequeños tuvieron que conformarse con la poca vista que les ofrecían los agujeritos. Miraron a diestra y siniestra, estaban algo temerosos, ya no ronroneaban; el lugar donde se hallaban les era totalmente desconocido. Ellie los vio y anunció con expresión triste: “Hoy es nuestro último día juntos”. Después le dio un beso a cada uno en la cabeza. Los gatitos no entendieron nada de lo que les dijo Ellie, pero fueron capaces de distinguir un tono melancólico en sus palabras. Al sentir los labios de ella, solo cerraron los ojos, movieron las orejas hacia atrás y retrocedieron la cabeza instintivamente. Ellie le comentó a Steve que deseaba quedarse todo el evento cerca del estand para conocer a los futuros padres adoptivos de los felinos. El hecho de saber que estarían en buenas manos era su único consuelo. Los gatitos se miraban unos a otros con expresión desconcertada; sus maullidos eran fuertes, parecía que pedían ayuda para que vinieran por ellos, o al menos eso creía Ellie.
Conforme fue avanzando el evento, a Steve le parecía más una subasta que un evento de beneficencia por la forma en la que ofrecían a los animales. Un hombre gordo de baja estatura, ojos saltones como perro chihuahua y cara de sapo, caminaba de aquí para allá y de allá para acá, hablando cosas por un micrófono portátil con un tono parecido al de un locutor de radio. Cedía el micrófono de vez en cuando a los encargados de los estands para que contaran la historia de las mascotas a su cargo. Por ejemplo, se oyó el caso de una perra labrador ciega, de 13 años, cuya familia la había abandonado por su condición. Otra historia fue la de un gato callejero al que un grupo de adolescentes endemoniados le había cortado las orejas. También hablaron de un conejo que fue rescatado de una escuela, donde pasó cinco años como conejillo de Indias viviendo dentro de una diminuta jaula. Hubo otros relatos con aire trágico y algo exagerados, pero Ellie notaba que entre más dramática era la historia, más rápidamente adoptaban al animal detrás de ella. Ella, por su parte, prefirió ser honesta; escribió en la historia de los mininos la situación “real” por la que pasaban, sin exagerar: “Debido a cuestiones económicas, nos es imposible seguir cuidando de los gatitos. Por esa razón, nos vemos en la penosa necesidad de darlos en adopción”. Ellie sabía que su historia no llamaba mucho la atención en comparación con otras, pero confiaba mucho en la belleza de las crías. Además, tenía una tremenda fe en Dios y creía firmemente que encontrarían a personas que las quisieran tanto como ella las quiso, especialmente porque eran buenas y se lo merecían. Un rato más tarde, sus plegarias fueron escuchadas. Se alegró enormemente al saber que habían adoptado a las dos gatitas tricolor casi al mismo tiempo.
Kiri fue la primera. Un niño gordinflón para su edad, de unos seis años, se acercó a la caja y de inmediato alzó a la gatita, la apretujó con fuerza contra su rechoncho cuerpo y la movió de un lado a otro. Luego gritó eufóricamente: “¡Amá, quiero a este gato!”. Kiri trató de encajarle las garras por miedo a salir volando, pero los brazos del niño estaban tan grasientos que se resbalaban. Ellie se percató de esto y se acercó rápidamente, le tocó la espalda con mucho cuidado y le comentó en tono amable: “Hijo, ten cuidado, le haces daño. Los animales también sienten; trátala mejor y ella te querrá, sé que eres un buen niño”. El pequeño volteó hacia ella, sonrió al recibir el cumplido y, haciéndole caso, cargó a la gatita con sumo cuidado. Sus padres solo esbozaro
Gio se llevó consigo la caja de los gatitos una vez que la recibió. No podía permanecer mucho tiempo con ella en la universidad donde estudiaba, pues debido a una política estaban prohibidas las mascotas y los animales ajenos, a no ser los que se utilizaban como conejillos de Indias. La idea de tener un gato después de mucho tiempo le agradaba, y lo demostró mirando en repetidas ocasiones dentro de la cajita mientras se dirigía a la parada del camión, ubicada aproximadamente 1 kilómetro al sur. Los tres gatitos, apretujados, lo miraban con ojos enormes como platos cada vez que se asomaba. Durante el trayecto, la gente miraba con recelo a Gio al ver que le susurraba a la cajita, pero él, acostumbrado a los metiches porque llevaba puesta la bata de laboratorio a todas partes, no prestaba atención a esas miradas acosadoras.Al abordar el transporte público, Gio colocó la cajita sobre el as
La colonia de Gio; estaba conformada únicamente por cuatro calles. El joven vivía en la segunda calle, viendo desde el supermercado, a la izquierda. Entre los colonos, la calle Granados era famosa por las extrañas personas que habitaban en ella. Por ejemplo, en la esquina —primera casa frente al parque, sobre la acera izquierda— vivía una mujer a la que apodaban “Señora Gallina”; tenía una voz muy escandalosa, era de complexión robusta y erguía su pecho con gran galantería: los amigos de Gio lo comparaban con el buche de una gallina. Tenía el cabello corto, estilo afro, teñido de color rojo, detalle que complementaba perfectamente su apodo. Las malas lenguas decían que, a veces, la mujer daba comida envenenada a los animales de la calle. El hogar de Gio se encontraba a tres casas de la esquina. La entrada estaba algo descuidada y la acera agrietada y destruida en algunas parte
Una vez dentro, tomaron asiento en la mesa más cercana a la entrada y continuaron charlando. Gio puso la cajita entre él y Andy. Ella le dijo que esperaría a Cheli para saber a cuál de las dos gatitas quería elegir. Después se acercó a la caja en varias ocasiones para abrirla; en una de ellas intentó tocar a las mininas, pero Michi le respondió con un zarpazo. Gio solo vio cómo su amiga hacía una mueca de dolor y retiraba con rapidez la mano para no resultar rasguñada. El joven le comentó a Andy que, de las dos gatitas, Michi era la más brava, con la intención de que no se aferrara a tocarla. La gente que estaba cerca de la mesa los veía con curiosidad y cuchicheaba sobre el contenido de la caja, pues los gatitos no dejaban de hacer ruido. Al sentirse observados, los jóvenes acercaron las sillas entre sí para lograr cubrir la caja con sus cuerpos y evitar los
Cuando se retiró Andy a su casa aquel día, se llevó puesta a Kiri a modo de bufanda durante todo el camino, incluyendo su trayecto en el transporte público, lugar donde todas las personas la miraban extrañadas por cómo cargaba a la gatita. Creían que se trataba de algún tipo de bufanda realista, solo que a veces decía “Miau” con mucha flojera. Una vez que Andy llegó a casa, le mostró la criatura a sus dos pequeños hermanos: una niña de unos 10 años y un niño de siete. Ellos pensaron que se trataba de algún tipo de broma, pero al ver cómo Andy se quitaba a Kiri del cuello, la colocaba frente a ellos y la minina se ponía de pie y los miraba con sus grandes ojos, solo exclamaron al mismo tiempo: “¡Oh, sí es un gatito de verdad!”. Inmediatamente, la niña la alzó con ambas manos y, al igual que su hermana mayor, r
Mientras los animales cenaban, cerca de la casa de Laika se movió un montículo de arena. De él empezó a emerger, unos 10 centímetros, algo que parecía una especie de pata color café; a un lado de ella brotó otra pata y, por último, salió una cabeza seguida de un gran montón de tierra. Era la tortuga Kame, quien volteó a ambos lados y divisó a lo lejos a Laika y a la nueva inquilina, que ella aún no conocía; estiró su largo cuello lo más que pudo para verla mejor. Kiri se sintió observada de alguna forma; cuando volvió la cabeza hacia la casa de Laika, se llevó una sorpresa al encontrar a un extraño animal viéndola fijamente. Un momento después, la perra notó que Kiri miraba en dirección a su casita; volteó hacia allá y, al ver de quién se trataba, por alguna razón tomó del pes
El tercer fin de semana llegó, y las cosas comenzaron a ponerse más problemáticas. Cada dos o tres días, la tortuga se comía las croquetas de Kiri y Laika tenía que compartir su comida con ella. Andy y su familia se dieron cuenta de esto cuando uno de los niños tuvo la oportunidad de ver a ambas comiendo del mismo plato. Desde ese día en adelante, les tocó ver la misma escena a doña Mar, a don Pancho y a Andy. Al notar que el plato de Kiri estaba vacío en las mañanas, al principio creyeron que era porque la gatita comía mucho. Además, como eso no le molestaba en nada a Laika —al contrario, le agradaba, porque al momento de realizar dicha actividad movía eufóricamente la cola de un lado hacia otro como si fuera una especie de limpiaparabrisas, o eso es lo que Andy les contó a sus papás al ser testigo de la escena—, prestaban poca atención a ese hecho y salían para rellenar el pequeño plato con croquetas para gato. A partir de entonces, gracias a los ataques de Kame, Kiri y Laika estr
El sábado de la cuarta semana transcurrió como cualquier otro sábado, a excepción de algo: los padres de Andy no salieron de casa en todo el día. Doña Mar comentó que tenía pensado hacer un tutorial sobre cómo comprar cosas de la República Popular China y que estas llegaran en menos de dos semanas. Faltaba casi un mes para el Día de las Madres y ella sabía que los artículos en aquel país eran muy baratos y buenos para vender en esa fecha; además, tenía la esperanza de que alguien de su familia le comprara algo con la ayuda de ese tutorial. Don Pancho, por su parte, decidió enseñarle una dosis de mecánica a Andy usando el viejo Mustang para la práctica y proporcionándole los recursos y conocimientos necesarios para su reparación. Él solía decirle a la joven que ese sería su primer auto y que de ella depend&iacut