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Los únicos tres sobrevivientes de la ciudad fronteriza de Laredo, Texas caminaban con expresión perpleja a través de las largas calles y avenidas. Casi no hablaban entre ellos, no hacía falta. Un simple vistazo al rostro, denotaba que los tres estaban sobrecogidos y asustados ante lo que veían sus ojos.

Los cadáveres se contaban por cientos. Había de todo, desde niños pequeños de dos o tres años, hasta ancianos de quizá ochenta años o más. Todos con las mismas características con las que Bill había encontrado a su madre; Muertos, con ojos negros que servían de nido de alguna clase de parásitos inmundos, vacíos, sin entrañas y tan frágiles como un cascaron de huevo. Madeleine lloró durante largo rato, abrazada de Martha, luego que descubriera el cadáver de su madre tendido a media calle. La mujer, terriblemente obesa, miraba

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