Nadie escuchó mis pasos. Nadie me oyó abrir la puerta de la habitación. Temblando un poco, observé a Adal vestido con pijama de short y franela, sentado en posición de loto sobre las alfombras donde rendía tributo a su deidad. Tenía los ojos cerrados y las palmas sobre las rodillas, sereno, como transportado a otra dimensión. Rezaba. El espacio estaba inundado por el resplandor del fuego que ardía en la chimenea. Caminé despacio hasta él y en seguida abrió los ojos y se sobresaltó.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó bruscamente—. Te dije que hablaríamos mañana.
—No he venido a hablar, Adal —dije con voz firme, una voz extraña que incluso no reconocía en mí. Él me miraba desde el suelo, algo desconcertado, intentando parecer valiente y no deslizar su mirada hacia el camis&o
Infierno, del latín inférnum o ínferus entendido como “en el interior, lo que está en el interior del suelo y más abajo del suelo”. Según muchas religiones es el lugar donde después de la muerte, son torturadas eternamente las almas de los pecadores. El cristianismo designó este espacio como el lugar de los muertos malvados o condenados. Se caracteriza por praderas de bruma y niebla donde ciertas almas vagan sin conciencia, ríos de fuego o lágrimas, sedes de todo tipo de monstruos infernales y un profundo abismo separado. También se encuentran en el Nuevo Testamento muchos otros nombres para el sufrimiento de los condenados: Infierno menor, abismo, lugar de los tormentos, alberca de fuego, estufa de fuego, fuego inextinguible, fuego eterno, oscuridad exterior, niebla o tormenta de oscuridad, destrucción, perdición, destrucción eterna, corrupción, mue
Adal se retiró y se sentó a mi lado, hundiendo la cabeza en los brazos que tenía apoyados en las piernas flexionadas. Yo me quedé tendida, cubriéndome con un cojín, curiosamente avergonzada, sintiendo como un fluido caliente brotaba de mí. No podía creer lo que estaba ocurriendo. Todo parecía un sueño, un sueño que pronto se tornó tenebroso al percibir cierto aire de preocupación en él. Un sentimiento terrible se sobrepuso a mi felicidad, al amor que desbordaba de mi ser, que incluso quebrantado por su violencia al amar, lo hubiese adorado mil veces más.—¿Qué te ocurre, Adal? —pregunté tanteando el terreno, sentándome a su lado a la vez.—Esto está mal, Clarita, muy mal —musitó.—¿Por qué? ¿Es que acaso no te gustó? ¿Ya no me quieres?
Abrí los ojos y los recuerdos se vaciaron en mi mente como un balde de agua fría. Era cierto. Todo aquello había sucedido. Me había entregado a Adal y él me había amado y rechazado. Sus palabras picoteaban mi cabeza como látigos de rabia. Yo ya no sabía ni llorar y mis lágrimas eran lágrimas de un profundo dolor. Me calmé y me obligué a levantarme. Sentí un dolor muy vivo en la entrepierna y un horrible ardor en mi cueva desgarrada. Abatida y ansiosa, me volví al espejo a los pies de mi cama y la sola vista de mi rostro afligido e hinchado, me produjo tanta amargura como el espectáculo de mi cuerpo marcado y lastimado. Los morados en la carne de mis muslos, de mis senos y mi cuello eran la marca indeleble de su furia al amar. Intenté ocultarlas de inmediato usando un suéter ancho de color rojo y me solté el cabello, poniéndome una máscara de dul
Me llevó a su cuarto en los brazos, tiernamente, como quien lleva a un niño que se ha quedado dormido. Me acostó sobre la cama y mis manos nerviosas reposaron sobre mi pecho. Todavía llevaba la impresión que me había causado nuestro primer encuentro. Pero Adal me miraba maravillado, quitándose la franela y el pantalón, y cuando estuvo desnudo frente a mí, asustada, volví la vista a su cara. Me aseguró que esta vez no dolería y me pidió que lo mirara. Sostenía su “cosa” en una mano y con la otra, me hizo arrodillar frente a ella. Yo no sabía qué hacer y debo admitir que su cercanía me provocó cierta repugnancia y pavor. “Tócala ahora” me dijo. Yo no tenía ni idea de cómo manipular aquel objeto. Hice lo que pude y ligeramente la acercó a mi boca y me pidió que la besara.No solament
Un día la pasión tuvo lugar en mi habitación. Era de noche y los demás se habían ido a dormir, a excepción de tía Amanda que iba y venía en pijama, finiquitando los últimos detalles del día. Adal llamó a mi puerta a hurtadillas y abriendo con suma cautela, lo dejé entrar. El instinto feroz de tan arriesgada situación emocionaron a Adal de tal modo que no pudo menos que arrojarme en la cama y abrirse paso entre mi piernas, quitándose la ropa, estrujando y arrugando mi camisón. Yo lo recibí a la par de ese instinto salvaje, abriendo la bragueta de su pantalón y aventurando mi mano al tesoro escondido dentro, e indicándole con actitud precavida que no hiciese ruido, lo hice entrar en mí. Gimió y empezó a moverse, besando mis senos erectos que desbordaron del camisón. Yo le apretaba las nalgas presionándolo más y má
Me senté, aún envuelta entre las sabanas y almohadas, y lo miré por algunos momentos:—Pero ambos sabemos por qué y las condiciones en las que trascurrirá ese tiempo, ¿no?—Sí, claro. Pero como disto de ser un iluso y tengo los pies bien puestos sobre la tierra, sé a qué atenerme en el momento que me vaya y te deje sola, tan hermosa y comprometida con Gustavo.—No seas tonto, Adal —repliqué—. Te digo que no estoy enamorada de Gustavo. ¿Quieres que te haga un juramento al estilo Monte Sacro?—No es necesario —respondió sonriéndome—. Sé que no estás enamorada de él, aunque el anillo en tu dedo me haga pensar lo contrario. Odio verte con él. Odio que lo lleves cada vez que te hago el amor.—Por favor, Adal. Este anillo no significa nada para mí. ¿Qué ocurrir&aa
Las semanas que transcurrieron luego de la partida de Adal, fueron quizá, las más valiosas de mi larga espera. Yo estaba radiante y pasé de ser una mujer tímida y callada, a una mujer alegre y desenvuelta. Mi amor era correspondido y mis días de duda al fin habían terminado. Me sentía de muy buen humor y a menudo bromeaba con las mujeres de la cocina y los muchachos del clan. Incluso, aquella navidad, tía Amanda me permitió pasar algunos días con mi familia en la aldea. ¡No pude ser más feliz junto a ellos! Lucía tal aspecto de frescura, energía y jovialidad, que los castigos que aún recibía de tía Amanda, parecían no afectarme en lo absoluto. Lo que no sabía, por desgracia, era que aquellos momentos solo representaban una transitoria felicidad, similar a los breves momentos de lucidez que experimenta un enfermo grave antes de morir.
A principios de aquel febrero cruel, luego de recorrer unas cinco haciendas en busca del niño “robado” –que al final sabía estaba en nuestra hacienda–, me arrellané en una hamaca del corredor frente al patio vacío. Me sentía cansada, con los pies hinchados y el estómago a reventar. Serían quizá las seis de la tarde y aguardaba a que tía Amanda viniera de rezar para irme a dormir. Tirada en la hamaca, observaba retirarse a los últimos feligreses, quienes tomando vino y comiendo un trozo de bizcochuelo, cantaban: Dulce Jesús mío, mi niño adorado, ven a nuestras almas, ven no tardes tanto, y no puede evitar pensar en Adal. Ven, no tardes tanto. Canté. Y mientras mi mente divagaba en los hermosos parajes que mi amor estaría alegrando, vi llegar a Maya y Auri sumamente agitadas:—¡Clarita! —exclamó