Arrebatada por el insoportable desconsuelo de mi alma, le grité que eso no podía ser cierto, que no lo podía aceptar. En eso, aparecieron Romina y Clemente, cuyos brazos me sostuvieron cuando creí llegar al día de mi muerte también. Les pedí que me llevaran al apartamento de Jimmy y me alejaran de aquella horrenda y negra tierra de la tumba que ahora me separaba de él. Accedieron aunque no estaban muy seguros de dejarme sola, aun así, comprendieron que necesitaba estar sola en el espacio que alguna vez fue nuestro hogar. Llegué al apartamento con el mismo ánimo que me acompañó desde que me enteré de tan nefasta noticia, y me llamó poderosamente la atención lo fría y vacía que se sentía la casa a pesar de que todo seguía en su lugar. Yo ni siquiera sabía cómo Jimmy se había quitado la vida y tal vez no quería saberlo.
—Fue el día del concierto. Yo estaba en casa de Wendy, sabes, la rubia del club. Sintonicé como un loco el canal donde transmitirían el evento, la emoción no me dejaba estar quieto. Sabía lo mucho que Jimmy quería estar ahí, lo duro que había trabajado para conseguirlo, y lo mejor de todo era que su pieza favorita, El cisne blanco, fue incluida en el repertorio. ¿Has escuchado El cisne blanco, no? Es un clásico en el mundo de la animación japonesa. En fin, cuando el concierto empezó en aquel majestuoso teatro, con una orquesta sinfónica mezclada con músicos de rock, una gran pantalla, luces, efectos visuales, un público empuñando luces encendidas, la ostentosidad total; no vi a Jimmy como guitarrista principal, ni secundario, nada. Me extrañó. Pensé que solo tocaría El cisne blanco, pero ni siquiera eso, cuando t
Es inútil tratar de describir los seis meses que siguieron. Solo quisiera destacar algunos puntos de ese periodo oscuro y solitario de mi vida que me detuvieron en un negro tiempo de tortura y desesperación. Entre lágrimas y fantasmas me dormía y siempre lo soñaba. En mis sueños llegaba a su casa y lo encontraba ahí, sentado en su sofá, con sus vídeos juegos o en la terraza regando flores, y yo le hablaba, feliz de haberlo encontrado. Era singular que pocas veces o nunca me hablara. Nunca me respondía ni decía nada, aun así el pecho se me hinchaba de tal forma por el hecho de saberlo ahí, vivo, como si nada de esa pesadilla hubiese pasado. Otras veces lo veía salir de su edificio y pasaba a mi lado, no sin antes lanzarme una mirada con cierta tristeza mientras se alejaba, caminado lento y con las manos hundidas en los bolsillos de su pantalón. “¡Jimmy!” lo llama
Me sobresalté cuando me pareció oír su risa sarcástica y demencial, cosa de mi imaginación, obviamente. No fui capaz de entrar, como no fui capaz nunca de enfrentarla como se lo merecía. Entonces, miré la escalera que había subido y bajado un millón de veces cuando era niña. Descendí y casi sin pensarlo, entré en la habitación que algún día fue mía. Volví a mi niñez. La cama pequeña seguía ahí, con sus cobijas grises de lana y sus almohadas. La colcha que nunca me calentaba o me calentaba de más. Sonreí. El aparador con los regalos de Adal. La muñeca hermosa y lujosa de largos cabellos rubios y amplio vestido color melón seguía en la repisa. Los libros de Kafka, Sabines y Cortázar; las revistas cinematográficas y los discos de Guns N’ Roses, Aerosmith y Bon Jovi; esperaban que volvier
Aunque me doliera tanto, aunque tuviera miedo, aunque no obtuve de la vida todo que deseé, comprendí que podía reinventarme a mí misma, porque era libre y podía ser lo que se me ocurriera ser. Entendí que esa paz y esa tranquilidad que tanto anhelaba, era imposible de alcanzar porque el hecho de amar como yo amaba no lo permitiría jamás. Adal vino a revolucionar mi mundo y su presencia en mi vida marcó un antes y un después. Tenía todas las cualidades que me hicieron conocer el amor: su carisma, su pasión, su forma de ver la vida, esa magia que me hizo amar el mundo de la actuación y que me ayudó a salir adelante. Pero no era el hombre indicado para mí, como tantas veces me lo recalcó. Sin embargo, lo necesité para poder abrir los ojos, para entender que ese era el verdadero amor, la alegría, la nostalgia eterna de la separación. Eso era mi amor por &e
“Querida Clarita:Me pregunto cómo estarás después de la partida de nuestra adorada Luisa. Estoy aquí solo en mi habitación, tan afligido y te aseguro que no puedo creer que una persona tan buena y bondadosa se haya ido. Me siento impotente lejos de todos ustedes. Quiero saber cómo están, cómo estás tú, especialmente tú. Sé que Luisa fue para ti como una madre, y más que la instrucción en la cocina, te dejó un valioso aprendizaje para la vida. Recordarla a ella me remite indefectiblemente a ti.Tú llegas siempre a mi mente acompañando lo bello, lo sublime, lo intangible, en momentos especiales contra los cuales ni el tiempo, ni la distancia me separan de ti. Te confieso que he querido sacarte, pero no puedo, mi mente, mi corazón y mis ganas de ti se niegan como el sol a morir en el ocaso. Por grande que fuera mi deseo de escribirte,
Yo solía esperar en aquel puente por las tardes. Subía los peldaños y entraba en su arqueado camino. Andaba de un lado a otro, inquieta, esperando, unas veces detenida en el pórtico, otras veces escondida en un pilar. A través de la espesa niebla que flotaba sobre el río, intentaba distinguir su silueta en el valle verde y empedrado. Me preguntaba si vendría. Aún ahora, acodada en el puente una vez más, me pregunto si en verdad llegó. Voy incluso más allá, donde los recuerdos me trasladan y un suave y lánguido sonido se empieza a despertar. Lo escucho. Es el fluir de un arroyo tranquilo que avanza en la parte baja de la montaña. Va por ahí, sobrepasando obstáculos, esquivándolos, en un fluir lento y constante como la vida misma. Y en la orilla, mi reflejo. El reflejo de una niña de 12 años que mira vívidamente el agua y remueve renacuajos con un
Y era en el mundo secreto de los jóvenes dónde las “cosas” emergían de los pantalones de los muchachos. Pero aquello no se decía, ni siquiera se pensaba. Yo nunca había visto una, para colmo, carecía de fuentes fiables sobre su apariencia, salvo complicadas imágenes que nos mostraban durante la clase de educación para la salud y que insinuaban vagamente cómo podían ser por dentro. Ninguna de aquellas indicaciones me bastaba para poder hacerme una idea, y no podía buscarlas ni siquiera en mi familia o la religión. Los pocos consejos que nos daban sobre sexualidad, terminaban siendo complejos crucigramas, advertencias engañosas y terribles tratados de castidad. Algunos se nos instalaban de golpe y porrazo en el cerebro y nos hacían temer de las disposiciones morales que Dios establecía para nosotros en las leyes de la Iglesia o los Diez Mandamientos. Había tanto misterio alrededor de ese tema que yo sólo podía pensar que el demonio mismo se escondía en esos pantalones. Pululab
Aun así, con las piernas temblorosas y el corazón comprimido, empecé a caminar con Yule por la carretera, aferrada a la esperanza de encontrar algún camión lechero de los que solían pasar a esas horas al pueblo. Pero nada, nada pasaba. El camino largo y polvoriento empezaba a oscurecerse y las historias sobre brujas y demonios empezaban a aflorar en nuestras mentes y bocas. Se aproximaba el paso de la Piedra del Diablo, monumento simbólico creado por los habitantes de la aldea y los pueblos cercanos para referirse al lugar donde, supuestamente, un hombre había vendido su alma al diablo. Nadie quería pasar por allí después de las seis de la tarde y aunque unas niñas como nosotras, pobres y harapientas, jamás hubiésemos podido aspirar a ver la hora en un reloj; el canto del surrucuco y los colores rojos en el cielo, indicaban que nuestra hora estaba llegando. “¿Qué haremos?” le preguntaba angustiada a Yule. “¡Cerremos los ojos con fuerza y corramos!” ¡Vaya idea la de Yule! Cerrar los