Y era en el mundo secreto de los jóvenes dónde las “cosas” emergían de los pantalones de los muchachos. Pero aquello no se decía, ni siquiera se pensaba. Yo nunca había visto una, para colmo, carecía de fuentes fiables sobre su apariencia, salvo complicadas imágenes que nos mostraban durante la clase de educación para la salud y que insinuaban vagamente cómo podían ser por dentro. Ninguna de aquellas indicaciones me bastaba para poder hacerme una idea, y no podía buscarlas ni siquiera en mi familia o la religión. Los pocos consejos que nos daban sobre sexualidad, terminaban siendo complejos crucigramas, advertencias engañosas y terribles tratados de castidad. Algunos se nos instalaban de golpe y porrazo en el cerebro y nos hacían temer de las disposiciones morales que Dios establecía para nosotros en las leyes de la Iglesia o los Diez Mandamientos.
Había tanto misterio alrededor de ese tema que yo sólo podía pensar que el demonio mismo se escondía en esos pantalones. Pululaban por todos lados. Donde quiera que una mirara, estaba aquella cosa escondida que parecía atrayente y enigmática, pero que muy pronto, le llenaba a una de angustia y temor. Resultaba agobiante imaginar que aquella “cosa” pudiera alcanzarte. Todas las “cosas” y sus misterios pecaminosos nos acechaban en cualquier lado. Podían esperarnos en algún callejón, en la próxima esquina, en el río, en el monte, en el muchacho que jugaba a la pelota, en el borracho vagabundo de la plaza, en el más respetable vecino, en los superhéroes de las películas o en los músicos de rock. ¡Estaban en todas partes!
Recuerdo la primera vez que vi una... “cosa”.
Luego de aquel incidente con Alex y Dennis, cuando íbamos subiendo, todavía a la sombra de los árboles, después de caminar un sendero por una empinada cuesta, me volví y ví la aldea muy pequeña. Continuamos el ascenso hasta lo más alto de la montaña, por donde pasaba la carretera y una vez allí, Yule dijo que no podía continuar y se sentó en el borde de la misma. Me quedé de pie, resoplando del cansancio y contemplando el caserío desde lo alto. Estaba atravesado por una calle de piedra que se extendía de punta a punta y de la cual se pegaban las casas como si fueran peces en una carnada. Había una placita pequeña en el centro y abundancia de plantas en el lugar, pero no eran árboles de gran altura, sino más bien arbustos y rosales. Más allá, detrás de las casas, surgían infinitas extensiones de campo verde pastadas por vacas que se movían lenta y pesadamente, y más lejos todavía, las cimas de las montañas parecían surgir abruptamente entre las curvas que dibujaba el río en su paso hacia el pueblo. Miré a Yule de nuevo, pero ésta había entrado en una especie de sopor, acostada sobre el suelo con los ojos cerrados y el reflejo de un sol brillante en el rostro.
Volví a mirar el caserío y vi sus techos rojos, sus amplias fachadas con ventanas grandes y los rosales que cubrían sus patios centrales. Reinaba una calma absoluta y nadie transitaba por allí, en aquellas horas de la tarde. Sentía el sol tibio sobre la cabeza, la brisa helada en la espalda y escuchaba el viento soplar desde las cumbres. De repente, percibí un movimiento que antes no había estado allí. En ese momento afiné la vista: ¿Qué es lo que veo sino al señor Faustino, el dueño de la tienda de abarrotes? El señor Faustino vivía en una de las casas más acaudaladas de la aldea, muy cerca de la placita central y tenía una pequeña bodega con pocos productos, los cuales solíamos robarle en las tardes cuando se quedaba dormido sobre su sillón, a un costado del mostrador. En el patio central de su casa, que se veía perfectamente desde mi posición, el señor Faustino estaba de pie en la puerta de lo que parecía ser un baño y... estaba desnudo. Me quedé muda, sin poder moverme, sin poder apartar la mirada. Su cuerpo bajo y regordete, con su enorme barriga de balón de básquet y su abundante cabellera negra; parecían una nube blanca por la cantidad de espuma que se había hecho con el jabón. No pasaba nada, parecía que el tiempo se hubiese detenido y yo hubiese perdido toda fuerza de voluntad.
El señor Faustino seguía de pie en la puerta del baño, con los cabellos parados en punta, el cuerpo lleno de jabón, la mirada fija en el cielo y la mano derecha en el pene. Era la primera vez que yo veía a un hombre desnudo. Era la primera vez que yo veía una “cosa”. Contemplándolo, no podía moverme. Estaba como hipnotizada. De pronto, un calor extraño y molesto empezó a encenderse en mi estómago y a extenderse hacia mis extremidades, haciéndome sentir como si mis piernas quisieran flaquear. Inmóvil, me atacó una profunda sensación de asco. “¡Me duele la cabeza!” exclamó Yule y me pegó por detrás con la palma abierta de la mano. Yo di un salto como un caballo asustado y la miré con un espanto culpable. “¿Qué le pasa? ¡Pareciera que hubiese visto al mismísimo diablo!”
No pude contestarle nada.
“¡Dios! ¿Qué es lo que acabo de ver? ¿Qué es lo que he visto? ¡Dios mío, no! No. No. No, por favor, no” me decía para mis adentros, horrorizada, sintiendo el corazón latir furiosamente en el pecho. Me sentía tan avergonzada y culpable, incluso violentada, a pesar de que el señor Faustino no estaba enterado del asunto. No me atreví a decirle nada a Yule, ni a nadie. Jamás lo habría hecho. Era una pecadora. Ya estaba condenada a arder en el infierno por haber contemplado aquello, esa escena escandalosa y culpable que se quedaría conmigo para siempre como el recordatorio imborrable de la existencia de... “la cosa”.
Aun así, con las piernas temblorosas y el corazón comprimido, empecé a caminar con Yule por la carretera, aferrada a la esperanza de encontrar algún camión lechero de los que solían pasar a esas horas al pueblo. Pero nada, nada pasaba. El camino largo y polvoriento empezaba a oscurecerse y las historias sobre brujas y demonios empezaban a aflorar en nuestras mentes y bocas. Se aproximaba el paso de la Piedra del Diablo, monumento simbólico creado por los habitantes de la aldea y los pueblos cercanos para referirse al lugar donde, supuestamente, un hombre había vendido su alma al diablo. Nadie quería pasar por allí después de las seis de la tarde y aunque unas niñas como nosotras, pobres y harapientas, jamás hubiésemos podido aspirar a ver la hora en un reloj; el canto del surrucuco y los colores rojos en el cielo, indicaban que nuestra hora estaba llegando. “¿Qué haremos?” le preguntaba angustiada a Yule. “¡Cerremos los ojos con fuerza y corramos!” ¡Vaya idea la de Yule! Cerrar los
Esa tarde no habría juegos después del colegio, ni exploración de nuevos caminos junto al río, ni cuentos sobre brujas y demonios, ni avistamientos de niños y “cosas”. Esa tarde vendría la tía Amanda. Lo supe apenas llegué del colegio, azorada y sudada, con mi camisita blanca y mi pantaloncito roído. “¡Hoy viene la tía Amanda! Apenas terminen, se me bañan y se entalcan”. ¿Entalcarse?, Esto es serio, pensé mientras almorzaba mis frijoles. No solíamos utilizar el talco de mamá a no ser que se tratara de una ocasión especial: un cumpleaños, una boda, bautizo o navidad. Conocía ese modus operandi. La tía Amanda era famosa por catapultar a los niños a la ciudad. Había nacido en la aldea, pero hacía años que trabajaba en el pueblo. Yo no pude menos que inferir que aquella combinaci&o
—Ah —dijo mamá—. Supongo que su inteligencia salvará a unos cuantos de mi ejemplo ahora. A diferencia de mí, usted es bastante superior en muchos aspectos y supongo que por eso vino aquí. Hágame un favor y me explica por qué razón noto que es usted quien quiere disponer de la vida de mis hijos tal como lo haría una orgullosa como yo.—El cerebro todavía te sirve para pensar, parece —murmuró tía Amanda—. ¿Quieres explicaciones? No puedo dártelas, porque justamente lo que quisiera explicarte es indecible.—Ahora se volvió una samaritana de golpe. No ha venido a traer dulces ni a hacer felices a los niños, ni a reprocharme en cara mis desgracias, gorda de mierda. No, no ha venido a eso.—Menos mal que ni tú ni yo somos rencorosas, porque de lo contrario, alguien no saldría vivo de aquí. Ni siqu
—Clarita... Tiene 15, mucho mejor que Emiliana. —¡Está loca, Amanda! Aunque parezca mayor es solo una niña de 12 años. —¿12 años? Espera... —Se calló un momento y luego continuó—. Definición de niño o niña... —¿Qué es eso? —preguntó mamá. —Un libro legal. Te explico: Clarita no es una niña. Aquí dice que un niño o niña es una persona con menos de 12 años de edad. Reinó un silencio sepulcral y de golpe, escuché un objeto caer pesadamente sobre la mesa. —Igual me cago en esta historia y que se la lleve el viento —prosiguió tía Amanda—. Este es el momento, Alma. Clarita los quiere porque es una niña, pero dentro de muy poco tiempo empezará a cuestionarse la vida tan mediocre que le han dado y los odiara por eso. Yo lo puedo cambiar, Alma. Además, pronto saldrá de su crisálida como una hermosa mariposa y sabes lo que eso significa. No es muy agraciada ahora, pero es distinta a las muchachas de este pueblo tan insípidas con esa contextura g
—Está bien, no es una cobarde, Clarita —agregó con simpatía—. Pienso más bien que tiene miedo del futuro, de no saber lo que pueda ocurrirle o ¿no? No contesté nada. Aunque no entendía a qué se refería, eso del futuro empezaba a intrigarme. —Uno cree que el futuro es algo no va a comenzar jamás —prosiguió—. Y de pronto, en medio de un día cualquiera, el tren llega a su puerta y se encuentra ahí, de pie, temblando de miedo sin saber qué hacer. Entonces ¿qué pasa, Clarita? Dígame qué pasa. —Yo no lo sé... —Sencillo. Toma una decisión, eso es todo. Siempre ocurre así, tiene que decidir —agregó y me miró con franqueza—. ¿Pensó que alguna vez se le presentaría la oportunidad de marcharse? Me sentí culpable. Cuántas veces había deseado largarme y no ver nunca más a mi familia. Dios mío. Lo había deseado. Y ahora el milagro se había llevado a cabo... ¿o el castigo? ¡Dios mío! —¡Lo lamento, Mauricio! ¡Lo lamento tanto! —imploré rápidamente, in
En algunos países como la India, China, Japón y Pakistán, así como en algunas partes de América Latina, todavía se practica lo que se conoce como matrimonio arreglado, un tipo de unión marital donde los contrayentes, es decir, los novios, son elegidos por un tercero en vez de por ellos mismos. Las razones son diversas. Muchas de ellas responden a motivos de tradición, costumbre o religión. Así, podemos ver matrimonios de una misma casta, consanguíneos o no. Se pueden pagar deudas pendientes ofreciendo a la joven virgen de la familia –de 5 a 12 años de edad– para casarla con el hombre acreedor. En algunos casos, se prohíbe el matrimonio con una pareja de diferente religión. Incluso, en muchas culturas, las hijas son valiosos productos en el mercado matrimonial, puesto que el novio y su familia deben pagar en efectivo y bienes el derecho a casarse con éstas. –Conv
Ahora yo debía labrar mi propio camino, aferrándome con fuerza a aquel cordón invisible que me unía a mi familia, pero sin perder de vista mi nueva realidad. Me vi forzada a abandonar mi niñez en forma apresurada. Me hice más madura, independiente y observadora, y no pasó mucho tiempo cuando me abrieron un contrato de trabajo donde se me asignaba mi salario mensual y la labor que iba a desempeñar. Trabajaría en la cocina: un inmenso espacio rodeado por mesones de cemento, repisas de madera oscura, paredes blancas, un hermoso fogón y una gran mesa central. Aunque me permitieron estudiar, tuve que adaptarme al horario de las tardes, pues las jornadas de trabajo iniciaban de madrugada y terminaban a las once de la mañana, dejándome apenas una hora para comer, arreglarme y marcharme a la escuela. Era realmente extenuante. Había que alimentar a un poco más de cien trabajadores que se distribuían en labores de cultivo, ganadería, artesanías, limpieza y cocina. Ni hablar del círculo acomod
Con Maya y Auri empecé a explorar esa nueva realidad. Ambas trabajaban y vivían en la hacienda. Maya era sobrina de Augusto, el esposo de tía Amanda y Auri, la nieta de Luisa, la cocinera. Estaban en la secundaria y me llevaban un par de años más. Maya era una estudiante sorprendente y parecía mayor de lo que realmente era. Ante los demás, se mostraba seria y madura, como una mujer adulta más bien. Pero entre nosotras se mostraba soñadora y enamorada. Lloraba constantemente por un primo mayor que había amado y abandonado cuando tenía 13 años. Para mí era extraño y no lo podía entender. ¿Cómo es que una niña de apenas 13 años podía enamorarse con tal intensidad de un primo mucho mayor? Lloraba, lloraba mucho, destiñendo con sus lágrimas la tinta de los corazones que dibujaba en un papel. M & M escribía. Miguel & Maya.