—Está bien, no es una cobarde, Clarita —agregó con simpatía—. Pienso más bien que tiene miedo del futuro, de no saber lo que pueda ocurrirle o ¿no?
No contesté nada. Aunque no entendía a qué se refería, eso del futuro empezaba a intrigarme.
—Uno cree que el futuro es algo no va a comenzar jamás —prosiguió—. Y de pronto, en medio de un día cualquiera, el tren llega a su puerta y se encuentra ahí, de pie, temblando de miedo sin saber qué hacer. Entonces ¿qué pasa, Clarita? Dígame qué pasa.
—Yo no lo sé...
—Sencillo. Toma una decisión, eso es todo. Siempre ocurre así, tiene que decidir —agregó y me miró con franqueza—. ¿Pensó que alguna vez se le presentaría la oportunidad de marcharse?
Me sentí culpable. Cuántas veces había deseado largarme y no ver nunca más a mi familia. Dios mío. Lo había deseado. Y ahora el milagro se había llevado a cabo... ¿o el castigo? ¡Dios mío!
—¡Lo lamento, Mauricio! ¡Lo lamento tanto! —imploré rápidamente, intentado encontrar la redención en mi hermano mayor—. Lamento haber querido dejarlos...
—No diga boberías, Clarita. Usted sabe tan bien como yo que todos esperan su oportunidad.
—¡Usted no ha tenido que decidir, Mauricio! —exclamé—. Usted está aquí con todos, a salvo.
—¿Y quién le dijo que yo no he tenido que decidir? —inquirió con rostro severo—. Decidí quedarme aquí, ayudar a mi familia y en esa decisión, también renuncié a mis oportunidades.
—Como ser poeta... —agregué tímidamente, mirando su rostro afligido.
—Soy poeta. Puedo ser lo que quiera. Solo necesito mi lápiz, mi libreta y estar vivo —dijo sonriendo y yo empecé a sentir una especie de consuelo, doloroso, pero consuelo al fin.
—Escúcheme —continuó en un suspiro, acariciando mi cabeza—. Yo también he sentido miedo del futuro. Todo cambio nos genera un poco de ansiedad, sí, pero debe saber que en su miedo encontrará el valor, en sus dudas encontrará la seguridad y en las dificultades se encontrará a sí misma. Es necesario que afronte todo ello para que pueda vivir otra realidad. ¿Lo comprende?
Asentí con la cabeza. No podía decir nada.
—Debe afrontar ese miedo para que pueda dar este paso, Clarita —prosiguió—. Mire, analicemos la situación: A nosotros nos tiene, nos tiene ahora y ese ahora es para toda su vida, porque somos familia y vivimos en su corazón. No se va, no me voy. Simplemente estaremos construyendo nuestras vidas en lugares diferentes, pero estaremos atados por un cordón invisible. ¿Lo ve? No necesita ser adulta para comprenderlo y no tendrá más de una hora para decidirlo. No piense en el ayer, ni en el mañana. Piense en el ahora y en el tren, en el amor y la oportunidad.
Era incomprensible para mí, pero así pasó. Me refugié en la infinita compasión de mi hermano mayor y en sus palabras sinceras que salían del corazón, y a pesar de todos mis temores y angustias, el futuro se me presentó luminoso y esperanzador. Nos quedamos un rato callados y de pronto empecé a sentirme tranquila y feliz, y el paraíso perdido de mis sueños volvía a abrirse ante mí.
—¡Otra realidad es posible, Clarita, alégrese! ¿Acaso ha sido tan mala su vida en estos años?
—No...
—Pues puede ser mejor, tontita —agregó juguetonamente, sentándome en su regazo y yo lloré. En seguida me abrazó—. Y yo la amo, siempre estaremos con usted. No haga nada que no sea bueno para usted. ¡Ahora, arriba, niña llorona!
Ese día conocí el sabor de las lágrimas que quedan por dentro, de las que no terminan de salir y se consumen en los ojos. Ese día conocí la felicidad dolorosa, esa que anhelas, pero que hiere. Ese día conocí las palabras que no se pronuncian, pero que desbordan el alma y hablan por todos lados. Ese día empecé a extrañar. Ese día empecé a entender que nada dura para siempre por más que te resistas y te escondas. Que ni el juego, ni los jugadores, ni la casa duran. ¿Y qué es lo que realmente dura? Yo. Sí, ahora lo sabría. Yo debía durar, pero ¿para qué?
Al entrar a mi cuarto a recoger las pocas cosas que tenía, me pareció haber estado escondida una eternidad. Nada lucía como antes en el lugar donde me había sentido tranquila y feliz. Algo había ocurrido en mí. Me dí cuenta de lo terriblemente sola que estaba en ese asunto. Las ganas de echarme atrás y retornar a mi antigua paz y seguridad, las respiraba como vidrio picado en el aire. El miedo no se había ido ni mucho menos, aun así no me atreví a pensar y vacilar. Recogí todo en tranquilidad y me despedí de mi mundo y mi infancia con absoluta calma y secreto. Intentaba tomar el equilibrio de esta nueva perspectiva, de alejar todo lo malo y amenazador, y de olvidarme incluso, de mi culpa y mi temor y me convencí de que todo esto, solo era lo que vehementemente había deseado.
Todo estaba tan bien, todos llenos de emoción y un optimismo lastimoso, todo justo en su lugar. El tren, la alegría y el valor. Tía Amanda hablando: “Lo que es bueno para ti, es bueno para tu familia”. Augusto subiendo mis cosas al auto. Los vecinos mirando y murmurando. Había caído la tarde mientras tanto. En el patio besé a mamá, a Dimas, a Reina, a Alba, a Sixto y a Olivia y me subí al auto al ver a tía Amanda impaciente. Me volví y agité la mano. Mauricio agitó la suya, haciendo con el brazo un ademán muy peculiar, como si fuera el final de su obra teatral. Dentro del auto, tía Amanda y Augusto mantenían la boca cerrada. Afuera, mi madre y hermanos también callaban, y anduvieron rápidamente hasta el lugar donde el camino ascendía de golpe, para adentrase en el valle y desaparecer en la niebla. Entretanto, yo observaba y escuchaba con atención, como queriendo grabarme todo para no olvidar. De pronto, vi a papá en el camino detrás de la casa, envuelto en su vieja ruana y en una atmósfera de gran perplejidad. Se quedó mirando mi cara aterrada en el auto y la angustia se le reflejó en el rostro. Quise bajarme enseguida e hice un intento casi automático por abrir la puerta, pero estaba cerrada y entonces las ojos se me llenaron de lágrimas al darme cuenta que todo era real. Se me oprimió la garganta en el intento de gritar: ¡Papi! Y no pude decirlo. Entonces comprobé que nada dura, ni el tren, ni la alegría, ni el valor. Nada.
En algunos países como la India, China, Japón y Pakistán, así como en algunas partes de América Latina, todavía se practica lo que se conoce como matrimonio arreglado, un tipo de unión marital donde los contrayentes, es decir, los novios, son elegidos por un tercero en vez de por ellos mismos. Las razones son diversas. Muchas de ellas responden a motivos de tradición, costumbre o religión. Así, podemos ver matrimonios de una misma casta, consanguíneos o no. Se pueden pagar deudas pendientes ofreciendo a la joven virgen de la familia –de 5 a 12 años de edad– para casarla con el hombre acreedor. En algunos casos, se prohíbe el matrimonio con una pareja de diferente religión. Incluso, en muchas culturas, las hijas son valiosos productos en el mercado matrimonial, puesto que el novio y su familia deben pagar en efectivo y bienes el derecho a casarse con éstas. –Conv
Ahora yo debía labrar mi propio camino, aferrándome con fuerza a aquel cordón invisible que me unía a mi familia, pero sin perder de vista mi nueva realidad. Me vi forzada a abandonar mi niñez en forma apresurada. Me hice más madura, independiente y observadora, y no pasó mucho tiempo cuando me abrieron un contrato de trabajo donde se me asignaba mi salario mensual y la labor que iba a desempeñar. Trabajaría en la cocina: un inmenso espacio rodeado por mesones de cemento, repisas de madera oscura, paredes blancas, un hermoso fogón y una gran mesa central. Aunque me permitieron estudiar, tuve que adaptarme al horario de las tardes, pues las jornadas de trabajo iniciaban de madrugada y terminaban a las once de la mañana, dejándome apenas una hora para comer, arreglarme y marcharme a la escuela. Era realmente extenuante. Había que alimentar a un poco más de cien trabajadores que se distribuían en labores de cultivo, ganadería, artesanías, limpieza y cocina. Ni hablar del círculo acomod
Con Maya y Auri empecé a explorar esa nueva realidad. Ambas trabajaban y vivían en la hacienda. Maya era sobrina de Augusto, el esposo de tía Amanda y Auri, la nieta de Luisa, la cocinera. Estaban en la secundaria y me llevaban un par de años más. Maya era una estudiante sorprendente y parecía mayor de lo que realmente era. Ante los demás, se mostraba seria y madura, como una mujer adulta más bien. Pero entre nosotras se mostraba soñadora y enamorada. Lloraba constantemente por un primo mayor que había amado y abandonado cuando tenía 13 años. Para mí era extraño y no lo podía entender. ¿Cómo es que una niña de apenas 13 años podía enamorarse con tal intensidad de un primo mucho mayor? Lloraba, lloraba mucho, destiñendo con sus lágrimas la tinta de los corazones que dibujaba en un papel. M & M escribía. Miguel & Maya.
—Y él es su hijo Gustavo —añadió entre risas bobas—. Gustavito, para diferenciarlos.Y él extendió su mano de manera amistosa y cordial, con una chispa especial encendida en los ojos. Pero antes de que yo pudiera darle mi mano, el hombre agregó:—Entonces, ¿es con ella con quien te vamos a casar, Gustavito?—¡¿Qué?! —exclamé inmediatamente, escandalizada y en ese momento se concentraron toda mi repugnancia y aversión y las vomité en forma de un grito estridente—: ¡Qué asco!Todos pusieron una cara como para petrificarla con spray. Tía Amanda me lanzó una mirada que para mí encerraba todo el odio y el desprecio que me tenía sólo por ser hija de mi mamá.—¡Ah caray! —exclamó el hombre, sonriendo—. Nos salió resabiada la muchacha,
“¡Vamos rápido que todavía no llega!”. Me negué un buen rato, pero esa chica era tan elocuente que terminé cediendo a su petición. En fin, había que salir escondidas de la hacienda, subir al pueblo que quedaba tan cerca, a menos de un kilometro, atravesar el paso malo bajo el sol inclemente de las dos y media, y arriesgarnos a que lloviera y se arruinara el camino como siempre.Ya en el pueblo nos refugiamos a la sombra de un balcón. Auri preguntó a un amigo por Pablo y éste le indicó esperarlo donde siempre. Conocía ese lugar, un pasillo maloliente ubicado entre dos casas detrás de la plaza. Me quedé esperándola bajo la promesa de largarme si no volvía en diez minutos. Quince, veinte, treinta. Auri no llegaba. Me invadió una verdadera desesperación y salí a buscarla. Una vez frente al pasillo, decidí entrar y salir con la mayo
Me enamoré violentamente.No puedo definir la fuerza con la que ese rayo estalló en mí. Sin el menor aviso, aquel hombre se me instaló en el alma en el último día inmortal de mi niñez, reduciendo todo lo que había vivido en mis 12 años, a ese momento. Mientras saludaba a los trabajadores y avanzaba lentamente hacia tía Amanda —que por suerte o para mi desgracia estaba junto a mí—, yo temblaba ante su proximidad, sintiendo mi cuerpo como de arena, desintegrándose en un torbellino avasallante que estremecía el lugar. Cada rasgo, cada detalle de su deslumbrante presencia, yo lo captaba al son de los latidos desenfrenados de mi corazón: la impresionante altura, el cuerpo robusto, el pelo negro y corto, revuelto, la piel blanca y sedosa, las facciones finas y alargadas. Y sus ojos. ¡Sus ojos! Eran como achinados y de color café. La franela blanca, el pantal&oa
Así que me vestí con la braga rosada que tanto me gustaba, mi suéter naranja y me hice una colita alta en mi pelo alborotado.Cuando me dirigía a la cocina y observé el patio central, noté que todos estaban emocionados, hablando y moviendo cosas de aquí para allá. Había sillas, mesas y bancos regados por todos lados. Aquel patio que solía ser un espacio vacío y desolado, mágicamente adquirió vida. Era obvio que la reunión de Adal con los trabajadores era un acontecimiento muy importante. Tal celebración ameritaba de una comida especial, por lo que tía Amanda mandó a preparar lomo de cerdo al ron. “¿Y a ti que bicho te picó?” preguntó Auri, detallando mi pinta mientras nos colocábamos el delantal entre el montón de mujeres que animaban la cocina, bromeando y cuchicheando cosas sobre Adal. No le contesté nad
Tía Amanda y su esposa lo seguían, intentando en vano calmarlo. Tenía el aspecto de estar muy molesto y a punto de sollozar. “¡¿Es que no hay nada aquí?!” exclamó mientras las demás no sabían qué hacer. Buscaba y buscaba, destapaba ollas y abría alacenas, estresado y murmurando. Entonces, sin siquiera pensarlo, le acerqué tímidamente un plato con papas fritas por el mesón. Él lo tomó, mirándolo con una especie de ternura dolorosa y dijo: “Gracias” y se sentó a comer a la mesa, y nosotras nos quedamos expectantes, mirando cómo se comía las papas con unas ganas tremendas y se limpiaba la lengua de vez en cuando, repitiendo que las vacas eran sagradas.Adal tenía 32 años cuando lo conocí. Todas las historias fantásticas que sobre él había escuchado, quedaron reducidas a un mont