—Ah —dijo mamá—. Supongo que su inteligencia salvará a unos cuantos de mi ejemplo ahora. A diferencia de mí, usted es bastante superior en muchos aspectos y supongo que por eso vino aquí. Hágame un favor y me explica por qué razón noto que es usted quien quiere disponer de la vida de mis hijos tal como lo haría una orgullosa como yo.
—El cerebro todavía te sirve para pensar, parece —murmuró tía Amanda—. ¿Quieres explicaciones? No puedo dártelas, porque justamente lo que quisiera explicarte es indecible.
—Ahora se volvió una samaritana de golpe. No ha venido a traer dulces ni a hacer felices a los niños, ni a reprocharme en cara mis desgracias, gorda de m****a. No, no ha venido a eso.
—Menos mal que ni tú ni yo somos rencorosas, porque de lo contrario, alguien no saldría vivo de aquí. Ni siquiera te odio, hermana. Me gusta tu casa y tus hijos. Sobre todo tus hijos...
—Usted... —dijo mamá, impotente.
—¿Sabías que a veces sufrimos no solo por lo que hicimos, sino por lo que no hicimos?
—Usted —insistió mamá. Su voz parecía quebrarse—. ¿Tiene idea de lo que es llevar una vida difícil? ¡Usted, que desde sus comodidades en el pueblo o la ciudad, se ha convertido en una mujer de mundo que actúa, e incluso, habla distinto a nosotros! ¿Puede imaginarse lo difícil que ha sido para mí, sostener a todos y a todo, cuando a veces, ni yo misma he podido sostenerme?
Siguió un silencio absoluto.
—Lo imagino vagamente, pero ahí donde estás metiendo el dedo, es donde queda la llaga —contestó tía Amanda—. ¿Eso es lo que quieres para tus hijos?
—Entonces, usted... ¿Ha venido a llevarse a mis hijos para demostrar su superioridad?
—No, no. No es eso.
—¿Una obra de caridad, por decirlo así?
—Tampoco. No intento demostrar nada, simplemente hago lo que puedo para poder ayudarte. Es mi obligación moral visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y a guardarme sin mancha del mundo—añadió tía Amanda en tono pasivo y solemne, y aunque no podía verla, estaba casi segura de que se había persignado como una buena samaritana.
—¡No soy viuda y mis hijos no están huérfanos!
—Exactamente, pero con la vida que lleva... —añadió refiriéndose a papá—. Libertino tosco, ladrón de los sueños de mujeres, embudo de alcohol, hijo del demonio, bicho rústico y vulgar. Menos mal que una es religiosa y puede identificarlos.
—Honra a mi esposo con todas esas calificaciones —agregó mamá con ironía—. Al hombre con quien me uní en sagrado matrimonio hace tantos años. Hacía tanto que no hablábamos ¿eh? Ya había olvidado toda la humanidad que hay en usted.
—¡Bah! Resplandezco de humanidad. Lo importante de todo esto es que has entendido. Es tu asunto si decides seguir con él, a mí lo que me interesa es llevarme a uno de los niños.
—No lo sé, Amanda. Todo es tan confuso. Es como si estuviera renunciando a uno de ellos, a mi derecho y deber de madre. No será una artimaña para quitarme a mis hijos o algo así, espero.
—Nada de eso. Ni un poquito así. Llamémosle, un renunciamiento necesario, un sacrificio en el nombre del Señor. ¿Para qué nos vamos a engañar? Ninguno de tus hijos va a tener una vida digna en esta pocilga y mucho menos siguiendo el ejemplo de un ogro borracho que se pasa el día cazando y recolectando para darles de comer. Yo, que desde muy joven me las he jugado duro para estar donde estoy, yo, que ahora soy la encargada de la Hacienda Villa Fría ya que conozco a su nuevo propietario, te ofrezco la llave del éxito para uno de tus hijos: Trabajar en la hacienda conmigo. Es su oportunidad. Nadie más hará algo parecido por alguno de ellos. No lo vuelvas a hacer —dijo tía Amanda, con súbita voz de advertencia—. No te vuelvas a arrepentir.
—Hay que ver el provecho que puede sacarle a su magnífica humanidad —agregó mamá—. Lástima que no pudo tener sus propios hijos para...
—¡Es que ya no se respeta el dolor ajeno! —interrumpió tía Amanda—. Ahórrate tus comentarios sangrientos, mujer infeliz, que yo prefiero ayudar al prójimo como lo manda el Señor... ¿Qué tal Emiliana? Tiene 16, es perfecta.
—Olvídelo. Gregorio vendrá por ella a finales de abril.
—¡Ah, la ciudad! —exclamó, escandalizada—. Una oportunidad de redención para todos los malos ratos que nos hizo pasar en nuestra infancia. ¡Gregorio! Súbitamente misericordioso ahora que vive en la ciudad y que es un hombre honorable.
—Es nuestro hermano —musitó mamá—. Ya pagó todo lo malo que hizo.
—Como Barrabás —murmuró tía Amanda—. Y ahora caerá en lo mismo en la ciudad...
—Estará bien con Gregorio.
—En cualquier lado mejor que aquí. Perdona la franqueza. ¿Y Mauricio?
—Es el mayor, jamás abandonaría a su padre. Seguirá sus pasos en los terrenos.
—¡Pero qué mal habrá hecho ese pobre muchacho para pagar tal castigo con apenas 17 años! —vociferó—. Eloy, por ejemplo, le tiene terror Juvencio...
—Al trabajo querrá decir. Es muy chico, tan frágil y enfermo. Tiene apenas 14 años y Dimas le sigue los pasos con tan solo 10. Ni siquiera le gusta la luz solar.
—¡La gloria no es para los débiles! A los 10 años ya había trabajado yo en cinco haciendas.
—Está mejor aquí que con usted. Lo mismo que Reina, Alba, Sixto y Olivia, o yo, o todos los demás. No tienen más de 8 años.
—Pero si están tan bien, ¿por qué mi llegada los puso tan ansiosos? Estoy segura de que en algún momento habrán dicho algo sobre largarse de aquí. Sospecho que me falta alguien... —musitó tía Amanda, como pensando—. Clarita...
—Clarita... Tiene 15, mucho mejor que Emiliana. —¡Está loca, Amanda! Aunque parezca mayor es solo una niña de 12 años. —¿12 años? Espera... —Se calló un momento y luego continuó—. Definición de niño o niña... —¿Qué es eso? —preguntó mamá. —Un libro legal. Te explico: Clarita no es una niña. Aquí dice que un niño o niña es una persona con menos de 12 años de edad. Reinó un silencio sepulcral y de golpe, escuché un objeto caer pesadamente sobre la mesa. —Igual me cago en esta historia y que se la lleve el viento —prosiguió tía Amanda—. Este es el momento, Alma. Clarita los quiere porque es una niña, pero dentro de muy poco tiempo empezará a cuestionarse la vida tan mediocre que le han dado y los odiara por eso. Yo lo puedo cambiar, Alma. Además, pronto saldrá de su crisálida como una hermosa mariposa y sabes lo que eso significa. No es muy agraciada ahora, pero es distinta a las muchachas de este pueblo tan insípidas con esa contextura g
—Está bien, no es una cobarde, Clarita —agregó con simpatía—. Pienso más bien que tiene miedo del futuro, de no saber lo que pueda ocurrirle o ¿no? No contesté nada. Aunque no entendía a qué se refería, eso del futuro empezaba a intrigarme. —Uno cree que el futuro es algo no va a comenzar jamás —prosiguió—. Y de pronto, en medio de un día cualquiera, el tren llega a su puerta y se encuentra ahí, de pie, temblando de miedo sin saber qué hacer. Entonces ¿qué pasa, Clarita? Dígame qué pasa. —Yo no lo sé... —Sencillo. Toma una decisión, eso es todo. Siempre ocurre así, tiene que decidir —agregó y me miró con franqueza—. ¿Pensó que alguna vez se le presentaría la oportunidad de marcharse? Me sentí culpable. Cuántas veces había deseado largarme y no ver nunca más a mi familia. Dios mío. Lo había deseado. Y ahora el milagro se había llevado a cabo... ¿o el castigo? ¡Dios mío! —¡Lo lamento, Mauricio! ¡Lo lamento tanto! —imploré rápidamente, in
En algunos países como la India, China, Japón y Pakistán, así como en algunas partes de América Latina, todavía se practica lo que se conoce como matrimonio arreglado, un tipo de unión marital donde los contrayentes, es decir, los novios, son elegidos por un tercero en vez de por ellos mismos. Las razones son diversas. Muchas de ellas responden a motivos de tradición, costumbre o religión. Así, podemos ver matrimonios de una misma casta, consanguíneos o no. Se pueden pagar deudas pendientes ofreciendo a la joven virgen de la familia –de 5 a 12 años de edad– para casarla con el hombre acreedor. En algunos casos, se prohíbe el matrimonio con una pareja de diferente religión. Incluso, en muchas culturas, las hijas son valiosos productos en el mercado matrimonial, puesto que el novio y su familia deben pagar en efectivo y bienes el derecho a casarse con éstas. –Conv
Ahora yo debía labrar mi propio camino, aferrándome con fuerza a aquel cordón invisible que me unía a mi familia, pero sin perder de vista mi nueva realidad. Me vi forzada a abandonar mi niñez en forma apresurada. Me hice más madura, independiente y observadora, y no pasó mucho tiempo cuando me abrieron un contrato de trabajo donde se me asignaba mi salario mensual y la labor que iba a desempeñar. Trabajaría en la cocina: un inmenso espacio rodeado por mesones de cemento, repisas de madera oscura, paredes blancas, un hermoso fogón y una gran mesa central. Aunque me permitieron estudiar, tuve que adaptarme al horario de las tardes, pues las jornadas de trabajo iniciaban de madrugada y terminaban a las once de la mañana, dejándome apenas una hora para comer, arreglarme y marcharme a la escuela. Era realmente extenuante. Había que alimentar a un poco más de cien trabajadores que se distribuían en labores de cultivo, ganadería, artesanías, limpieza y cocina. Ni hablar del círculo acomod
Con Maya y Auri empecé a explorar esa nueva realidad. Ambas trabajaban y vivían en la hacienda. Maya era sobrina de Augusto, el esposo de tía Amanda y Auri, la nieta de Luisa, la cocinera. Estaban en la secundaria y me llevaban un par de años más. Maya era una estudiante sorprendente y parecía mayor de lo que realmente era. Ante los demás, se mostraba seria y madura, como una mujer adulta más bien. Pero entre nosotras se mostraba soñadora y enamorada. Lloraba constantemente por un primo mayor que había amado y abandonado cuando tenía 13 años. Para mí era extraño y no lo podía entender. ¿Cómo es que una niña de apenas 13 años podía enamorarse con tal intensidad de un primo mucho mayor? Lloraba, lloraba mucho, destiñendo con sus lágrimas la tinta de los corazones que dibujaba en un papel. M & M escribía. Miguel & Maya.
—Y él es su hijo Gustavo —añadió entre risas bobas—. Gustavito, para diferenciarlos.Y él extendió su mano de manera amistosa y cordial, con una chispa especial encendida en los ojos. Pero antes de que yo pudiera darle mi mano, el hombre agregó:—Entonces, ¿es con ella con quien te vamos a casar, Gustavito?—¡¿Qué?! —exclamé inmediatamente, escandalizada y en ese momento se concentraron toda mi repugnancia y aversión y las vomité en forma de un grito estridente—: ¡Qué asco!Todos pusieron una cara como para petrificarla con spray. Tía Amanda me lanzó una mirada que para mí encerraba todo el odio y el desprecio que me tenía sólo por ser hija de mi mamá.—¡Ah caray! —exclamó el hombre, sonriendo—. Nos salió resabiada la muchacha,
“¡Vamos rápido que todavía no llega!”. Me negué un buen rato, pero esa chica era tan elocuente que terminé cediendo a su petición. En fin, había que salir escondidas de la hacienda, subir al pueblo que quedaba tan cerca, a menos de un kilometro, atravesar el paso malo bajo el sol inclemente de las dos y media, y arriesgarnos a que lloviera y se arruinara el camino como siempre.Ya en el pueblo nos refugiamos a la sombra de un balcón. Auri preguntó a un amigo por Pablo y éste le indicó esperarlo donde siempre. Conocía ese lugar, un pasillo maloliente ubicado entre dos casas detrás de la plaza. Me quedé esperándola bajo la promesa de largarme si no volvía en diez minutos. Quince, veinte, treinta. Auri no llegaba. Me invadió una verdadera desesperación y salí a buscarla. Una vez frente al pasillo, decidí entrar y salir con la mayo
Me enamoré violentamente.No puedo definir la fuerza con la que ese rayo estalló en mí. Sin el menor aviso, aquel hombre se me instaló en el alma en el último día inmortal de mi niñez, reduciendo todo lo que había vivido en mis 12 años, a ese momento. Mientras saludaba a los trabajadores y avanzaba lentamente hacia tía Amanda —que por suerte o para mi desgracia estaba junto a mí—, yo temblaba ante su proximidad, sintiendo mi cuerpo como de arena, desintegrándose en un torbellino avasallante que estremecía el lugar. Cada rasgo, cada detalle de su deslumbrante presencia, yo lo captaba al son de los latidos desenfrenados de mi corazón: la impresionante altura, el cuerpo robusto, el pelo negro y corto, revuelto, la piel blanca y sedosa, las facciones finas y alargadas. Y sus ojos. ¡Sus ojos! Eran como achinados y de color café. La franela blanca, el pantal&oa