DE LO DURADERO 1

Esa tarde no habría juegos después del colegio, ni exploración de nuevos caminos junto al río, ni cuentos sobre brujas y demonios, ni avistamientos de niños y “cosas”. Esa tarde vendría la tía Amanda. Lo supe apenas llegué del colegio, azorada y sudada, con mi camisita blanca y mi pantaloncito roído. “¡Hoy viene la tía Amanda! Apenas terminen, se me bañan y se entalcan”. ¿Entalcarse?, Esto es serio, pensé mientras almorzaba mis frijoles. No solíamos utilizar el talco de mamá a no ser que se tratara de una ocasión especial: un cumpleaños, una boda, bautizo o navidad. Conocía ese modus operandi. La tía Amanda era famosa por catapultar a los niños a la ciudad. Había nacido en la aldea, pero hacía años que trabajaba en el pueblo. Yo no pude menos que inferir que aquella combinación entre talco y tía Amanda, significaba llevarse a algún niño a la ciudad. Repentinamente se me quitaron las ganas de comer y no sabía si era por miedo o emoción.

Me dirigí al baño, una pequeña caseta en muy malas condiciones ubicada fuera de la casa, y como de costumbre, dejé escapar mi alarido tembloroso luego del primer latigazo de agua. Nunca termina una de acostumbrarse a aquella agua helada de las montañas. Me di una ducha a toda prisa y fui a buscar entre los trapos del cuarto el atuendo más decente para vestirme. Luego, el momento de entalcarme el cuello hasta parecer que llevaba un collarín. Aún recuerdo el olor de aquella mota peluda y blanca que reposaba en la talquera de mamá, sobre su aparador. El perfume suave y cálido de su amor, el perfume de esa dicha especial que solo disfrutaba en contadísimas ocasiones, como ésta. Estaba tan emocionada por la visita de la tía Amanda que no podía ocultar mi impaciencia y mi agitación. Yo sentía aquella visita como el acontecimiento más grande de mi vida. Aunque sabía que tía Amanda solo podría elegir a un hermano mayor, muy en el fondo, guardaba la esperanza de que me eligiera a mí. Y es que yo intentaba parecer normal, pero en mi corazón habitaba ardientemente el deseo de marcharme de la aldea y de vivir mejor. Solo me detenía un sentimiento de culpa que reprimía mis sueños y se negaba a abandonar la seguridad de mi mundo familiar.

En una espera angustiosa, desde una esquina en el exterior de la casa, vigilaba la carretera de piedra que ascendía y decrecía hasta perderse en el horizonte. No pasaba nada, solo un viento helado corría y agitaba las rosas de los costados. Entonces, desde la carretera, llegó el sonido de un motor y un jeep reluciente se asomó. Mis ojos se abrieron muy grandes y momentáneamente, tuve el impulso de saltar, de correr, de pedir a gritos que me llevaran a la ciudad. Pero no lo hice, tomé compostura y ayudé a apartar a mis pequeños hermanos, que literalmente, se habían vuelto locos de emoción. El auto estacionó a un costado del patio y percibí un movimiento interno que lo estremeció. “¿Qué es eso?” preguntó mi hermanito menor, señalando con cierto asombro el lugar donde, probablemente, vendría sentada tía Amanda. “Creo que es tía Amanda” contesté insegura y temerosa, contemplando lo que parecía ser un gran bulto, un oso frontino moviéndose lenta y pesadamente en el interior del jeep. En seguida, la puerta se abrió y un pie grande e hinchado salió. Entonces, la vi.

Era una mujer de unos cincuenta y cinco años de edad, tan grande y pesada como un camión. Vestía una amplia falda de campesina y una camisa arremangada de color marrón, con medias de lana color piel sobre sus gruesas piernas. Caminaba con dificultad, arrastrando las zapatillas deformadas que le cubrían los pies. Su rostro regordete y rosado como un lechón, podía servir de modelo para una publicidad de manteca vegetal. Tenía unas manos grandes y rudas, y un cabello espeso y canoso, muy fuerte, que se sujetaba con un moño en lo alto de la cabeza. Venía encendida, alegre, con un rosario colgado del cuello y un bulto bajo el brazo, caminado entre los niños –que ya la habían rodeando como satélites- repartiendo bendiciones al mejor estilo papal. Me saludó con una sonrisa sumamente afectuosa y se dirigió al corredor, donde finalmente, mamá la abrazó.

Tía Amanda repartió caramelos, tortas y chocolates a los niños en la cocina, donde se instaló con mamá. Mientras saboreábamos aquellas delicias, oía sus alegres exclamaciones, sus comentarios satíricos y crueles bromas sobre la unión de mamá y papá. Pronto noté cómo mamá se iba poniendo gradualmente incómoda y cuando tía Amanda hizo un comentario ofensivo sobre papá, comparándolo con alguna bestia brutal, mamá no aguantó más y nos mandó a salir a todos de la cocina. Salimos, pero no era difícil espiar. La cocina quedaba abierta hacia al corredor, así que allí, agazapados en una esquina, como una escalera humana, nos quedamos a escuchar.

 —Te dije que es un ogro y eso es todo —dijo tía Amanda impetuosamente—. Borracho, repugnante, hijo de su puta madre.

—No se exprese así —repuso mamá—. Es el padre de mis hijos.

—Y tú eres mi hermana y ese desdichado lo único que logró fue hacerte infeliz. ¡Por Dios, eras la mujer más bella de nuestra aldea! ¡La más linda e inteligente! ¿Y qué fue lo que hizo cuando te enamoró? Sacarte de ahí y disponer de tu vida. ¡Condenarte a una vida de miseria! Sembrar y trabajar como una burra. Parir y cuidar a sus hijos. Velarle las borracheras, incluso. Me das lástima.

—¡Basta! —espetó mamá—. ¡No tiene por qué recordarme todo aquello!

—Pudiste tener un futuro maravilloso, Alma. Un buen partido, un hacendado...

—¡Otra vez con eso!

—Sabes muy bien que te hubiese gustado tener un futuro diferente. ¡Niégamelo!

—Mi vida es perfecta —replicó mamá, titubeante—. ¡Míreme! Tengo a mi familia, vivimos una buena vida y somos felices. No necesito nada más.

—No te hagas la indolente y deja de estar dando vueltas como un perro buscándose la cola para justificar lo injustificable. Te conozco, puritana del carajo. Conozco tu juego, o mejor dicho, ese orgullo mal curado que te infla y con el que pretendes hacer que nada ocurrió, que no arruinaste tu vida. Mientras tanto le seguirás estropeando la vida a unos cuantos con tu ejemplo. ¡Eres una bruta!

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