Abrí los ojos y los recuerdos se vaciaron en mi mente como un balde de agua fría. Era cierto. Todo aquello había sucedido. Me había entregado a Adal y él me había amado y rechazado. Sus palabras picoteaban mi cabeza como látigos de rabia. Yo ya no sabía ni llorar y mis lágrimas eran lágrimas de un profundo dolor. Me calmé y me obligué a levantarme. Sentí un dolor muy vivo en la entrepierna y un horrible ardor en mi cueva desgarrada. Abatida y ansiosa, me volví al espejo a los pies de mi cama y la sola vista de mi rostro afligido e hinchado, me produjo tanta amargura como el espectáculo de mi cuerpo marcado y lastimado. Los morados en la carne de mis muslos, de mis senos y mi cuello eran la marca indeleble de su furia al amar. Intenté ocultarlas de inmediato usando un suéter ancho de color rojo y me solté el cabello, poniéndome una máscara de dul
Me llevó a su cuarto en los brazos, tiernamente, como quien lleva a un niño que se ha quedado dormido. Me acostó sobre la cama y mis manos nerviosas reposaron sobre mi pecho. Todavía llevaba la impresión que me había causado nuestro primer encuentro. Pero Adal me miraba maravillado, quitándose la franela y el pantalón, y cuando estuvo desnudo frente a mí, asustada, volví la vista a su cara. Me aseguró que esta vez no dolería y me pidió que lo mirara. Sostenía su “cosa” en una mano y con la otra, me hizo arrodillar frente a ella. Yo no sabía qué hacer y debo admitir que su cercanía me provocó cierta repugnancia y pavor. “Tócala ahora” me dijo. Yo no tenía ni idea de cómo manipular aquel objeto. Hice lo que pude y ligeramente la acercó a mi boca y me pidió que la besara.No solament
Un día la pasión tuvo lugar en mi habitación. Era de noche y los demás se habían ido a dormir, a excepción de tía Amanda que iba y venía en pijama, finiquitando los últimos detalles del día. Adal llamó a mi puerta a hurtadillas y abriendo con suma cautela, lo dejé entrar. El instinto feroz de tan arriesgada situación emocionaron a Adal de tal modo que no pudo menos que arrojarme en la cama y abrirse paso entre mi piernas, quitándose la ropa, estrujando y arrugando mi camisón. Yo lo recibí a la par de ese instinto salvaje, abriendo la bragueta de su pantalón y aventurando mi mano al tesoro escondido dentro, e indicándole con actitud precavida que no hiciese ruido, lo hice entrar en mí. Gimió y empezó a moverse, besando mis senos erectos que desbordaron del camisón. Yo le apretaba las nalgas presionándolo más y má
Me senté, aún envuelta entre las sabanas y almohadas, y lo miré por algunos momentos:—Pero ambos sabemos por qué y las condiciones en las que trascurrirá ese tiempo, ¿no?—Sí, claro. Pero como disto de ser un iluso y tengo los pies bien puestos sobre la tierra, sé a qué atenerme en el momento que me vaya y te deje sola, tan hermosa y comprometida con Gustavo.—No seas tonto, Adal —repliqué—. Te digo que no estoy enamorada de Gustavo. ¿Quieres que te haga un juramento al estilo Monte Sacro?—No es necesario —respondió sonriéndome—. Sé que no estás enamorada de él, aunque el anillo en tu dedo me haga pensar lo contrario. Odio verte con él. Odio que lo lleves cada vez que te hago el amor.—Por favor, Adal. Este anillo no significa nada para mí. ¿Qué ocurrir&aa
Las semanas que transcurrieron luego de la partida de Adal, fueron quizá, las más valiosas de mi larga espera. Yo estaba radiante y pasé de ser una mujer tímida y callada, a una mujer alegre y desenvuelta. Mi amor era correspondido y mis días de duda al fin habían terminado. Me sentía de muy buen humor y a menudo bromeaba con las mujeres de la cocina y los muchachos del clan. Incluso, aquella navidad, tía Amanda me permitió pasar algunos días con mi familia en la aldea. ¡No pude ser más feliz junto a ellos! Lucía tal aspecto de frescura, energía y jovialidad, que los castigos que aún recibía de tía Amanda, parecían no afectarme en lo absoluto. Lo que no sabía, por desgracia, era que aquellos momentos solo representaban una transitoria felicidad, similar a los breves momentos de lucidez que experimenta un enfermo grave antes de morir.
A principios de aquel febrero cruel, luego de recorrer unas cinco haciendas en busca del niño “robado” –que al final sabía estaba en nuestra hacienda–, me arrellané en una hamaca del corredor frente al patio vacío. Me sentía cansada, con los pies hinchados y el estómago a reventar. Serían quizá las seis de la tarde y aguardaba a que tía Amanda viniera de rezar para irme a dormir. Tirada en la hamaca, observaba retirarse a los últimos feligreses, quienes tomando vino y comiendo un trozo de bizcochuelo, cantaban: Dulce Jesús mío, mi niño adorado, ven a nuestras almas, ven no tardes tanto, y no puede evitar pensar en Adal. Ven, no tardes tanto. Canté. Y mientras mi mente divagaba en los hermosos parajes que mi amor estaría alegrando, vi llegar a Maya y Auri sumamente agitadas:—¡Clarita! —exclamó
Con manos temblorosas, abrió una y empezó a leerla, agitada, despeinada y sudorosa, con la faz descompuesta, parpadeando como si no pudiera resistir el contenido de la misma.—¡Es que yo te mato, yo te mato! ¡Puta! ¡Puta! —bramó, mientras se abatía nuevamente contra mí. Desesperada, traté de quitármela de encima y Luisa y Emiliana se metieron a ayudarme.—¡Basta ya, Amanda! —le rogaba Luisa. Maya y Auri lloraban con gran pesar.—¡Lárguense de aquí! —gritó tía Amanda a las muchachas—. Y, ¡ay de ustedes si se les ocurre mencionar algo de esto!—Váyanse, váyanse ya, muchachas —dijo Emiliana, conduciéndolas a la puerta que cerró con cautela.—¿Qué voy a decirle a Tabo? ¿Qué voy a decirle...? —sollozó tía Ama
Entonces me llevó a su habitación, no sin antes percatarme de la súbita mirada de advertencia que me lanzó tía Amanda al retirarnos. Sonriendo en todo momento, Gustavo me condujo por un corredor elegantemente adornado, hablando maravillas de su desempeño en esa última carrera de caballos. Pero mi mente desvariaba. Cruzaban en ella terribles y extrañas posibilidades de mi futuro. El corazón me latía con una rapidez desenfrenada, sentía un nudo palpitarme en la garganta, y el aire no me bastaba para poder formularle algún comentario sensato y coherente.—¿Qué le pasa hoy, Clarita?Sonreí cansadamente sin poder responderle, sentía una especie de fuerza incorpórea obstruirme la garganta. Las habitaciones de la casa rodeaban un bello patio central. La habitación de Gustavo era amplia y tenía una cama inmensa y muy acolchada. Los aparador
Fueron sus últimas palabras antes de que empezara azotarme con nervio y firmeza. Empezó por las piernas y ascendió hacia el abdomen y luego a los hombros. El fuete sangriento resonaba sobre mi piel, insaciable, silbando en el aire. Mis músculos crispados de dolor, se hinchaban en gruesos bultos bajo la piel. Yo gritaba y lloraba y la maldecía de vez en cuando, retorciéndome de dolor. Pero mis insultos parecían molestarla más, haciéndola estremecerse de cólera. Una o dos horas siguió esa golpiza, después de la cual cayó delante de mí, con el fuete en la mano, encendidas las mejillas, la respiración convulsionada, orgullosísima de haberme azotado. Yo lloraba débilmente, con los ojos inyectados de dolor, la piel vuelta una sola herida. Aún no satisfecha, se acercó a mi rostro en tanto yo la miraba con desprecio, y mirándome a los ojos, me dijo:&nbs