A principios de aquel febrero cruel, luego de recorrer unas cinco haciendas en busca del niño “robado” –que al final sabía estaba en nuestra hacienda–, me arrellané en una hamaca del corredor frente al patio vacío. Me sentía cansada, con los pies hinchados y el estómago a reventar. Serían quizá las seis de la tarde y aguardaba a que tía Amanda viniera de rezar para irme a dormir. Tirada en la hamaca, observaba retirarse a los últimos feligreses, quienes tomando vino y comiendo un trozo de bizcochuelo, cantaban: Dulce Jesús mío, mi niño adorado, ven a nuestras almas, ven no tardes tanto, y no puede evitar pensar en Adal. Ven, no tardes tanto. Canté. Y mientras mi mente divagaba en los hermosos parajes que mi amor estaría alegrando, vi llegar a Maya y Auri sumamente agitadas:
—¡Clarita! —exclamó
Con manos temblorosas, abrió una y empezó a leerla, agitada, despeinada y sudorosa, con la faz descompuesta, parpadeando como si no pudiera resistir el contenido de la misma.—¡Es que yo te mato, yo te mato! ¡Puta! ¡Puta! —bramó, mientras se abatía nuevamente contra mí. Desesperada, traté de quitármela de encima y Luisa y Emiliana se metieron a ayudarme.—¡Basta ya, Amanda! —le rogaba Luisa. Maya y Auri lloraban con gran pesar.—¡Lárguense de aquí! —gritó tía Amanda a las muchachas—. Y, ¡ay de ustedes si se les ocurre mencionar algo de esto!—Váyanse, váyanse ya, muchachas —dijo Emiliana, conduciéndolas a la puerta que cerró con cautela.—¿Qué voy a decirle a Tabo? ¿Qué voy a decirle...? —sollozó tía Ama
Entonces me llevó a su habitación, no sin antes percatarme de la súbita mirada de advertencia que me lanzó tía Amanda al retirarnos. Sonriendo en todo momento, Gustavo me condujo por un corredor elegantemente adornado, hablando maravillas de su desempeño en esa última carrera de caballos. Pero mi mente desvariaba. Cruzaban en ella terribles y extrañas posibilidades de mi futuro. El corazón me latía con una rapidez desenfrenada, sentía un nudo palpitarme en la garganta, y el aire no me bastaba para poder formularle algún comentario sensato y coherente.—¿Qué le pasa hoy, Clarita?Sonreí cansadamente sin poder responderle, sentía una especie de fuerza incorpórea obstruirme la garganta. Las habitaciones de la casa rodeaban un bello patio central. La habitación de Gustavo era amplia y tenía una cama inmensa y muy acolchada. Los aparador
Fueron sus últimas palabras antes de que empezara azotarme con nervio y firmeza. Empezó por las piernas y ascendió hacia el abdomen y luego a los hombros. El fuete sangriento resonaba sobre mi piel, insaciable, silbando en el aire. Mis músculos crispados de dolor, se hinchaban en gruesos bultos bajo la piel. Yo gritaba y lloraba y la maldecía de vez en cuando, retorciéndome de dolor. Pero mis insultos parecían molestarla más, haciéndola estremecerse de cólera. Una o dos horas siguió esa golpiza, después de la cual cayó delante de mí, con el fuete en la mano, encendidas las mejillas, la respiración convulsionada, orgullosísima de haberme azotado. Yo lloraba débilmente, con los ojos inyectados de dolor, la piel vuelta una sola herida. Aún no satisfecha, se acercó a mi rostro en tanto yo la miraba con desprecio, y mirándome a los ojos, me dijo:&nbs
—¡Ninguna como usted! —dijo Maya tendiéndome la botella. Me la acerqué a la nariz y el olor me sacudió. Nunca había tomado licor y solo me atreví a probarlo incitada por mi despecho brutal—. ¿Quién iba a pensar que usted se estaba comiendo a ese hombre tan bello? ¡Tan bello el señor Adal!—Estos tipos antes de meter el gol eran todo amor y atención —agregó Auri—. Ahora vienen con el cuento de que no pueden y te dejan varada en plena desgracia, mientras ellos andan felices por ahí. Debimos estar conscientes de que solo era un polvo y adiós, otro quizá, y gracias, se acabó.—No lo creo así —dije—. Yo sé que Adal volverá por mí...—¡Ah, qué loca formidable! —exclamó Auri, sarcástica y bebió de la botella.—A mí
En un impulso arrojado tomé un taxi y mientras me conducía al lugar, maquinaba angustiada la manera de pagarle. No llevaba más que un pequeño bolso con algunas ropas y artículos personales, y entre ellos, extrañamente importante para mí, aquella gancheta preciosa con piedras y perlas en forma de mariposa que me había obsequiado la mujer chamán. Se la ofrecí al taxista con una cálida sonrisa y éste me miró con ojos compasivos, pero sintiéndose ridículamente estafado. Me echó del auto de inmediato y me quedé a orillas de la autopista, sola y emocionada. ¿Vendrían por mí?Pronto llegaron al sitio y el que se ofreció a llevarme detuvo el autobús. Me subí al interior y me senté junto a su compañero. Este hizo las presentaciones de protocolo y empezó a indagar en mi historia. Estuvimos con
“Debido al color que más resaltaba en los techos de sus casas, los cuales eran de tejas de ladrillos, un famoso escritor decidió llamar a aquel lugar: “la ciudad de los techos rojos”. Es una ciudad de casas coloniales con tejas rojas, una ciudad con los rasgos típicos de las capitales europeas, con plazas principales al centro y alcaldías e iglesias alrededor. Una ciudad sísmica y bendita que evoca la fiereza de las etnias indígenas. Está desplegada a la falda de una inmensa montaña y constituida por un hermoso valle, el cual es atravesado de oeste a este por un río. Homenajeada sin cesar por la pintura, la música y el teatro; esta ciudad es cuna de personajes insignes de la historia, de leyendas, supersticiones, tesoros ocultos, de café y cacao y espectaculares aves de papagayo que bajan todas las tardes del cerro y se despliegan en un vuelo multicolor y ruidoso por el valle. Una ciudad c
Llegamos a una casa ubicada en el este, una casa grandísima con un patio que contrastaba con el porte de todas las demás. Era una urbanización de gente pudiente, con hermosas cuadras, árboles podados, limpieza y tranquilidad. En el portón de la casa nos esperaba una señora de mediana edad, vestida con extravagancia y gusto, acompañada de una linda y picaresca niña y una mujer envuelta en amplio vestido de playa, quien sujetaba un par de catálogos y me miraba intrigada. La señora me esperaba impaciente y me recibió con toda pompa. Me abrazó y me tomó de las manos, contemplándome por breve rato con una especie de alegría infantil: “¡Así que tú eres Claret! ¡Clarita pues, como me contó Adal! De verdad que eres preciosa. ¿Cómo es que vienes de las montañas? ¡A mí no me engañas! Pareces venir más bi
Esto cambiaba las cosas. ¡Lo cambiaba todo! Estaba segura de que me encontraría con Adal en la ciudad, pero ni siquiera tuvo el valor para despedirse personalmente de mí. ¿Qué fue lo que hice?, me preguntaba angustiada. No entendía absolutamente nada. Adal me dejó sola con la evocación de su ser omnipresente, enfrascada en una incertidumbre sin tiempo que hacía imposible lo posible. Y así pasó mi primera noche en esa casa tan grande y desconocida, en un estado de alegre tristeza, de una tristeza a la que me abandoné sin reír ni llorar, en la desolación de mi herida abierta, de mi deseo no saciado, de mi amor desilusionado, de las sombras del pasado. Supongo que al final la vida consiste en soltar cosas y abrirse a otras, pero lo que más me dolió fue no tener la oportunidad de despedirme de Adal, no tener una explicación certera de su decisión. S&eacut