Casi por inercia, Luciana se dejó llevar. Sus dedos se enredaron en el cabello de él, respondiendo a ese contacto cada vez más profundo. Pero aún tenía un poco de sentido común:—Oye… ¿y no tenías hambre? ¿No comemos primero?—Sí… —admitió Alejandro, consciente de que, si seguían así, perdería el control. En un movimiento fluido, se puso de pie sin soltarla—. Vamos.Salieron del estudio de esa manera, y Amy, que había subido para ver si las cosas seguían tensas, los vio aparecer en la puerta. Se quedó boquiabierta.—Señor, señora… la cena ya está servida. —Trató de contener la risa.Luciana sentía la cara ardiendo de pura vergüenza y empezó a forcejear un poco, queriendo bajar. Pero Alejandro, totalmente impasible, le dedicó una sonrisa a Amy:—Gracias. Apreciamos tu esfuerzo.Sin soltar a Luciana ni un instante, la bajó por las escaleras. Ella, con el rostro completamente sonrojado, trataba de zafarse dándole ligeros golpes en el hombro.—Deja de avergonzarte. Somos marido y mujer, ¿n
Al final, por miedo a perder su propia reputación ante Alejandro, había preferido dar media vuelta y salir huyendo, en lugar de priorizar la vida de su padre.«¿Cómo puede tener la desfachatez de hablar de “corazón”?» pensó Luciana, sacudiendo la cabeza mientras contenía una sonrisa de incredulidad.Si Luciana sentía que no tenía obligación alguna de salvar a Ricardo, «¿qué decir de Mónica, que sí debía hacerlo por ser su hija?»Mientras tanto, afuera del consultorio, Mónica paseó la mirada por el pasillo hasta divisar a Simón en un rincón poco llamativo. Ese hallazgo le provocó un respingo. «Así que Alejandro le ha asignado un escolta a Luciana… ¿Tanto le importa? Pensó con amargura. A mí nunca me protegió de esa forma…»***Aquel día fue especialmente ajetreado para Luciana, quien no terminó su última consulta sino hasta pasadas las seis y media. De todos modos, había quedado en verse con Alejandro a las siete en la parte trasera de la Universidad CM, así que llevaba tiempo de sobra.
—¿Qué pasa? —preguntó Luciana, intrigada.—Mi encendedor, el que uso siempre —explicó con gesto preocupado—. Lo tenía cuando salí de la empresa y… ahora no aparece.—¿Estás seguro de que no lo dejaste en casa? —recordó Luciana que la noche anterior lo había visto en el estudio.—No, lo usé antes de venir —respondió, frunciendo el ceño. Era evidente que sentía apego por ese encendedor—. Fue un regalo de cumpleaños de mi abuelo.Ante esa confesión, Luciana comprendió por qué le preocupaba tanto.—Tal vez se quedó en el auto. —Guardó de nuevo las tartaletas—. Vamos a buscar.—Sí, vamos.Subieron al coche y revisaron a detalle, pero el encendedor no apareció por ningún lado. Alejandro suspiró y, sujetándola del brazo, la invitó a detener la búsqueda.—Déjalo así; al parecer, lo perdí.Luciana no supo cómo consolarlo y se quedó en silencio.—¿Y esa cara? —comentó él, mirándola con un deje de humor. Luego abrió la caja de tartaletas—. Anda, no dejes de comer por mi culpa. Si se enfrían, ya n
Pero la verdadera duda era el regalo.«¿Qué se le puede obsequiar a Alejandro?» Él tenía de todo. Autos, relojes de marca… además de que costaban una fortuna que Luciana no podía pagar.Aunque él le había dado una tarjeta adicional después de casarse, no se sentía cómoda usando su dinero para comprarle un regalo.De pronto, recordó el encendedor que él había perdido recientemente—un regalo con un profundo valor sentimental, proveniente de Miguel. «¿Tiene caso sustituirlo con uno nuevo?» «¿Y si no es lo suficientemente especial?» No quería que pareciera que un objeto cualquiera podía reemplazar el valor emocional de aquél.Dándole vueltas al asunto, decidió pedirle ayuda a Martina, de modo que la invitó a almorzar para hablar del tema.—Yo invito hoy, Marti. Necesito pedirte un favor —dijo Luciana, viendo que su amiga sacaba la tarjeta para pagar.—¿Ah, sí? —sonrió Martina con curiosidad—. Bueno, entonces no me pongo difícil; tú pagas.Ya con sus bandejas sobre la mesa, Martina preguntó
La pausa fue larga; luego Alejandro soltó una risa entre incrédula y divertida.—¿Me estás pasando lista? ¿Tienes miedo de que ande en malos pasos? Deja de imaginar cosas. Claro que volveré, ¿dónde más?Ahora que estaba casado, pasar la noche fuera no se le hacía buena idea. Por más tarde que saliera del trabajo, lo apropiado era llegar con su esposa.Luciana se sintió algo incómoda.—Entonces… hasta luego.—Sí. Buenas noches.Cortó la llamada, quedándose pensativa. «No es que no confíe en él, razonó, solo que algo en mi interior me dice que puede pasar algo…» Tal vez eran simples presentimientos de una mujer embarazada; ojalá fuera solo eso. ***Calle Piedras NegrasUn Bentley negro se detuvo en la entrada de una callejuela del casco antiguo, donde la vía se volvía tan angosta que el auto ya no podía avanzar más.Sergio bajó del vehículo y sostuvo la puerta.—Primo, estamos cerca. Solo hay que caminar un par de cuadras.Alejandro asintió y lo siguió. Días atrás, le había encargado a
Hizo una mueca señalando la puerta.—Podríamos pedirle a nuestros muchachos que te entreguen a la policía. Al fin y al cabo, esa pieza no es tuya.El hombre tragó saliva, con el rostro pálido.—¿C… cómo saben que no es mía?—¡Responde! —Sergio le gritó de pronto—. ¡Deja de dar vueltas!—Está bien, hablaré… —contestó el sujeto, temblando. No era más que un hombre común, sin agallas para soportar ni la más mínima presión—. Lo… lo robé.“¿Robado?” Alejandro y Sergio cruzaron miradas. «Así que no era de él ni de alguien de su confianza». Sin esperar indicaciones, Sergio continuó con el interrogatorio:—¿A quién se lo robaste?Alejandro contuvo el aliento, ansioso por la respuesta.—Pues… no sé de quién era… —El tipo negó con la cabeza, francamente confundido.—¿Intentas engañarnos? —lo increpó Sergio.—¡No, no! —se apresuró a responder—. Si supiera de quién era, entonces no sería un robo. Eso… eso me lo llevé sin saber nada.—¿En qué lugar sucedió? ¿Era hombre o mujer? ¿No me digas que tam
—¿Qué fue eso? —murmuró Luciana, inclinándose para recogerlo.—¿Qué haces? —murmuró Alejandro con voz grave, aún somnoliento.Luciana alzó la mirada.—Se te cayó algo al piso. Iba a recogerlo.Él no pudo ocultar su disgusto.—¿No te das cuenta de tu estado? ¿Crees que una mujer embarazada debe andar agachándose de esa forma?—Bueno, pensé que… —empezó a decir Luciana, un poco confundida.—No se discute. —Él dio un par de pasos y le sujetó la mano—. ¿Y si te pasa algo? Ni te imaginas lo mal que podría acabar. Seguro es uno de mis gemelos de camisa. Cuando venga el personal de servicio, ya lo recogerá.—Está bien —repuso ella, dándole la razón. Al fin y al cabo, reconocía que su intención era cuidarla.—Hoy voy a salir con prisa —añadió Luciana—. No me dará tiempo de desayunar contigo. Te veré en la noche.Alejandro frunció el ceño.—¿Tan temprano?—Sí… Me toca guardia en el hospital. Ya sabes cómo es eso —contestó con un leve titubeo.Cuando iba a salir, él la jaló de la muñeca.—¿Así,
Al llegar frente a la fábrica, Martina ya las esperaba en la entrada.—¡Por aquí! —gritó ella con entusiasmo.En cuanto Luciana bajó del auto, sacó un pliego de papel de su bolso.—Mira, revisa estos diagramas y dime si es factible.—Veamos —respondió Martina mientras estiraba la hoja—. No parece complicado; tenemos los materiales que se necesitan.—Estupendo —repuso Luciana.Mientras caminaban e intercambiaban opiniones, Simón les seguía a cierta distancia, echando una ojeada de reojo. La parte inicial de los planos no la entendía, pero en la ilustración final se distinguía lo que parecía… ¿un encendedor?—¿Luciana piensa fabricarlo ella misma? —murmuró para sí, sorprendido.Poco tardó en confirmarlo. Martina condujo a Luciana al taller de su padre, donde ya tenían libertad absoluta para usar la maquinaria. Con los bocetos desplegados, Luciana se puso a trabajar; Martina se dedicó a buscar las piezas, cotejar medidas y servirle de asistente.Simón, de lejos, observaba en silencio y al