CASADA CON UN LOBO MENTIROSO
CASADA CON UN LOBO MENTIROSO
Por: Mckasse
El inicio de todo

El día que conocí a Carlos, no imaginé que todo cambiaría para siempre.

Fue una tarde con un solazo del mismo demonio, una de esas en las que el calor del Caribe se siente en cada rincón y el mar parece invitarte a sumergirte en su azul profundo. Estaba en la playa llamada Bocachica con unas amigas y mi hermana menor, disfrutando del sol con la brisa fresca, cuando lo vi por primera vez.

Él estaba sentado en las rocas donde las olas chocaban una y otra vez, con una sonrisa que me pareció casi mágica. No sé cómo, pero mi loba rugió al hacer contacto con sus ojos verdes.

Nos miramos un par de segundos, y de inmediato, fue como si el mundo a nuestro alrededor desapareciera momentáneamente. Él se puso de pie, vestía solo unos pantalones cortos con la parte superior de su cuerpo al aire mostrando lo hermoso y buen tonificado de su cuerpo y se lanzó al vasto mar, no sin antes dedicarme una sonrisa que me desarmó por completo.

—¡Amiga, te sonrío!—chismosea Isamar al darse cuenta de que me quedé embelesada casi babeando por él.

—Y bueno que está ese maldito alfa...—añade Marta, mi amiga desde que tengo memoria.

—Creo que habrá boda—murmura mi hermanita menor Laura.

—¿Como sabes que es un alfa y no un beta?

—¿Estas ciega hermana? Solo tienes que fijarte en sus músculos bien desarrollados. Y por su aspecto creo que pertenece a alguna manada adinerada. ¿No viste el reloj de marca limitada en su muñeca?

—¡Basta, ya! ¿Vinimos a disfrutar de la playa o a ver alfas malditamente deseables y excelentes nadadores?

Yo estaba tomando el sol, mis amigas y mi hermana decidieron entrar al agua, yo recostada en una tumbona casi a punto de dormir, cuando siento que el sol se me desaparece de enfrente. Abro los ojos y lo que veo me deja anonadada.

El Alfa misterioso estaba ahí, parado frente a mí, bloqueando el sol con su imponente figura. Sus ojos verdes brillaban aún más de cerca, y una gota de agua le caía por el cabello mojado hasta el pecho, como si todo el universo estuviera conspirando para hacerlo más perfecto. Me quedé sin palabras.

—¿Te estás escondiendo del agua o del sol? —preguntó con una voz profunda y cargada de seguridad.

—De los alfas—respondí sin pensar, y luego quise meterme bajo la arena de la vergüenza.

Él soltó una carcajada, una de esas que te hacen sonreír aunque no quieras. Se agachó un poco para ponerse a mi nivel, apoyando una mano en el borde de la tumbona.

—Entonces creo que te será difícil escapar de mí, porque no pienso irme hasta saber cómo te llamas.

Sentí cómo mis mejillas ardían, pero intenté mantener la compostura.

—Ana—dije finalmente, casi en un susurro.

—Carlos—responde, extendiendo su mano. Su sonrisa era tan devastadora que ni siquiera me di cuenta de que ya había estrechado su mano con la mía.

—¿Siempre eres así de directo? —le pregunto, tratando de sonar indiferente, aunque por dentro mi loba no dejaba de rugir como si estuviera viendo al macho de su vida.

—Solo cuando algo realmente me interesa.

Sus palabras fueron como un maldito dardo directo a mi corazón. Antes de que pudiera responder, Isamar y Laura salieron del agua y se quedaron paralizadas al verlo ahí. Marta, siendo Marta, no perdió la oportunidad.

—¡Pero qué suerte tienes, Ana! Creo que ya puedes olvidarte del sol, porque este alfa ya se encargó de iluminar el día.

Carlos soltó otra risa mientras yo lanzaba una mirada fulminante a mis amigas, pero, sinceramente, ya estaba perdida. Algo en mí sabía que, desde ese momento, mi vida nunca volvería a ser la misma.

Hablamos durante un rato, y cuando menos me lo esperaba, ya estábamos intercambiando números.

“Tal vez sea el destino”—pensé, mientras me reía nerviosa.

La conexión fue instantánea, algo que nunca había sentido con nadie.

Al final del día, nos despedimos con un beso en la mejilla y la promesa de vernos de nuevo.

De esa tarde nacieron dos cosas: primero, un amor que no sabía si era verdadero, pero sí intenso, y segundo, dos año después, teníamos dos pequeños seres que, sin saberlo, cambiarían mi vida para siempre: Valentina y Diego. Ambos aún no se manifiestan.

En esos primeros años cinco años, todo parecía perfecto. La familia que siempre había soñado, dos niños que llenaban mi vida de risas y caricias, y Carlos a mi lado.

Pasábamos nuestros días, entre el trabajo, la casa y los momentos felices con nuestros hijos. Pensé que todo iría bien, que nada podría romper lo que teníamos, pero me equivoqué.

Carlos llegaba tarde de nuevo, y yo, como siempre, estaba en la cocina sirviendo la cena para Valentina y Diego. Los niños reían mientras peleaban por quién tendría la última croqueta de pollo, pero yo apenas podía concentrarme. Mi mente estaba ocupada en las excusas de Carlos, en los días que pasaba lejos y en cómo nuestra relación se sentía cada vez más fría.

—¡Mami, Diego se la comió! —protestó Valentina, cruzando los brazos y haciendo un puchero.

—Diego, ¿qué te he dicho sobre compartir? —le dije, dándole una mirada firme.

—Pero tenía hambre, mami… —respondió, con esos ojitos grandes que siempre lograban ablandarme.

Suspiro y les sonrio. No tenía energía para regañarlos.

—Ya, ya, no pasa nada. Mañana les hago más, ¿de acuerdo?

Terminaron de cenar entre risas y pequeñas peleas, y después de llevarlos a sus camas, regresé a la cocina para recoger todo. Mientras lavaba los platos, el sonido de la puerta principal abriéndose me hizo tensar. Carlos había llegado.

—Buenas noches —dijo, casi susurrando, mientras dejaba las llaves en la mesa.

—Buenas noches —respondí sin mirarlo, enfocada en el plato que tenía entre manos.

—¿Ya se durmieron los niños?

—Hace rato —respondí, intentando sonar tranquila, pero la frialdad en mi tono era evidente.

Él suspira, y en un movimiento rápido, se sirve un vaso de vino y se apoya en la encimera, observándome.

—¿Qué pasa ahora, nena?

—¿De verdad quieres que te lo diga? —dejé caer el plato con fuerza en el fregadero y lo miré directamente.

—No estoy para tus reclamos, Ana. Estoy agotado, ¿puedes darme un respiro? —responde, con ese tono cansado que siempre usaba para desviar la conversación.

—¿Agotado de qué, Carlos? ¿Del trabajo o de las salidas interminables que últimamente no me explicas? Yo trabajo en mis libros y saco tiempo para todo—Mi voz salió más alta de lo que pretendía, pero ya no podía contenerme.

Él deja el vaso sobre la encimera y me mira con los ojos entrecerrados.

—Ana, ya hemos hablado de esto. Estoy trabajando, soy un alfa muy ocupado ¿qué más quieres que te diga? Tu solo estás aquí en la casa, estas cerca de los niños.

—Quiero que me digas la verdad. Quiero que me digas por qué siento que ya no somos una familia. ¿Por qué parece que siempre prefieres estar en cualquier otro lugar menos aquí? ¿Porqué no me ayudas con los gastos como deberias?

Carlos negó con la cabeza, como si mi pregunta fuera absurda.

—No estoy haciendo nada malo, Ana. Siempre estás imaginando cosas. Tengo cosas por pagar. Si necesitas algo de dinero solo dime.

—¿Imaginando? —me reí sin ganas, cruzándome de brazos—. ¿También estoy imaginando cómo tu madre me trata como si yo fuera una Omega extraña en mi propia casa? ¿O cómo insinúa que Valentina y Diego no son tuyos? ¿Eso también lo estoy inventando, Carlos? Escuché de tu hermana que le hizo la prueba de paternidad a mis espaldas con la saliva y aún así no quedó convencida.

Su expresión cambió al escucharme mencionar a su madre.

—¡Ahhh! Mi mamá solo quiere lo mejor para mí. A veces exagera, pero no lo dice o hace con mala intención. Ya les tomará cariño. Es solo que no se han manifestado si serán Alfas, betas u Omegas. Es normal, mi familia tiene altos estándares.

—¡¿De verdad crees eso?! —exclamé, sintiendo cómo la frustración se acumulaba en mi pecho—. ¿Crees que llamarme “oportunista” y cuestionar la paternidad de nuestros hijos no es con mala intención?

Carlos cierra los ojos y suspira profundamente, como si quisiera escapar de la conversación.

—No puedo con esto ahora, Ana. Estoy cansado. Voy arriba, prepárame la cena bajo en un rato.

—Siempre estás "cansado" —murmuré, aunque sabía que me había escuchado.

Sin decir una palabra más, tomó su copa y sale de la cocina. Me quedé ahí, sola, con las manos apoyadas en el fregadero, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con salir. No sabía cuánto tiempo más podía soportar esto.

Al día siguiente, mientras recogía a Valentina y Diego de la escuela, mi mente seguía dando vueltas a la discusión de anoche. El silencio entre Carlos y yo era cada vez más grande, y aunque intentaba fingir que todo estaba bien frente a los niños, sabía que ellos lo notaban.

—Mami, ¿hoy vendrá papá a cenar? —pregunta Valentina desde que tomamos el autobús y nos sentamos..

—No lo sé, cariño. Quizás —respondí, evitando su mirada a través de la ventana a mi lado.

Diego, siempre más callado, no dijo nada, pero su expresión seria me hizo sentir un nudo en el estómago.

Esa noche, mientras leía un cuento a Valentina, escuché que mi teléfono vibraba en la mesita de noche. Lo tomé y vi un mensaje de Carlos.

“Me quedaré en la oficina otra vez. Dales un beso a los niños de mi parte.”

Suspiré y apagué el teléfono sin responder. Nisiera un te amo.

Esa noche, después de acostar a los niños, me senté en el sofá de la sala con mi laptop. La pantalla iluminaba la habitación en penumbra, y el sonido de las teclas al escribir me daba una extraña sensación de alivio. Escribir siempre había sido mi refugio, pero en ese momento, las palabras no fluían. Mi mente estaba demasiado ocupada pensando en Carlos, en su mensaje y en esa sensación insoportable de que algo no estaba bien.

Decidí revisar mis correos,(que tanto me costaban actualizarme porque nunca tenía tiempo) esperando distraerme, cuando noté algo en la esquina inferior derecha de la pantalla. Era la notificación de mensajería instantánea de Face, aún sincronizada con la cuenta de Carlos. Me detuve, con el cursor flotando sobre la ventana. No quería hacerlo. No quería ser esa persona que invade la privacidad de su pareja. Pero algo en mí, no sé, mi loba, mi instinto de mujer, tal vez el instinto, me obligó a mirar.

Abrí la ventana y, para mi sorpresa, había un mensaje recién recibido de alguien llamado Kenia.

Carlos: "Kenia, ¿estás sola esta noche? Te extraño. Ojalá puedas escaparte un rato y venir a la oficina. Me siento tan solo sin ti."

Mi corazón se detuvo. Sentí como si el aire se hubiera escapado de la habitación. Leí el mensaje una, dos, tres veces, esperando que el texto cambiara, que fuera un error. Pero no lo era. Y entonces, como si mis manos tuvieran voluntad propia, abrí la conversación completa.

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