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El color de rosa llega a su fin

Carlos desliza mis prendas con una lentitud calculada, como si quisiera que cada centímetro de piel que quedaba expuesta fuese un recordatorio de su control sobre mí.

No es la primera vez que estamos juntos, pero esta vez es diferente. Hay algo en su mirada, en la forma en que sus manos recorren mi espalda, que me hace sentir atrapada entre el deseo y la incertidumbre.

—No te tenses —susurra cerca de mi oído, con su voz ronca y baja.

Pero es imposible no hacerlo. Mi respiración es irregular, mi cuerpo está rígido, y aunque quiero relajarme, no puedo evitar que una parte de mí sienta miedo. No es un miedo físico, no tengo temor de que me haga daño, pero sí de lo que significa esto. De lo que puede cambiar entre nosotros después de esta noche.

Él toma el bote de Lu ricante de la gaveta y lo vierte en mi culo.

—¡Ahh, Carlos...duele!

—Shhh...tranquila es normal, es tu primera vez por aquí...

Empezó con un dedo, dolió como el mismísimo diablo, luego introdujo dos y luego tres.

Él se toma su tiempo, luego dejándome sentir el peso de su cuerpo sobre el mío, me pënëtrö, gemí del dolor y de la invasión que casi llega a mi estomago, al verme nerviosa casi al borde del llanto, él me acaricia los brazos, mi cintura, y besa mi cuello con lentitud. Intento concentrarme en su tacto, en el calor que desprende su piel, pero mi mente sigue divagando. ¿Esto es amor? ¿Es solo una prueba? ¿Es algo que realmente quiero o simplemente lo hago por complacerlo?

Carlos desliza una mano por mi muslo, presionando suavemente.

—Confiá en mí, Ana —dice con una seguridad que yo no tengo.

Cierro los ojos. Respiro hondo. Me aferro a la idea de que esto es lo que se supone que una esposa hace, que si lo amo, entonces debería entregarme completamente. Pero en el fondo de mi pecho hay una sensación que no puedo ignorar. Algo me dice que esto no es solo un juego entre nosotros, que hay algo más, una necesidad en él que no termino de comprender.

Mis pensamientos son interrumpidos cuando él se mueve, acomodándose detrás de mí. Mi cuerpo reacciona antes que mi mente, y cuando lo siento por completo, un dolor sordo me hace apretar los dientes. Me agarro a las sábanas, tratando de controlar el escalofrío que me recorre.

—Tranquila… —susurra, apoyando una mano en mi cadera y me empieza a embestir.

Pero no es fácil. Me duele, y aunque con el tiempo la incomodidad empieza a mezclarse con otras sensaciones más intensas, la idea de que él disfruta mientras yo lucho por acostumbrarme me hace sentir extraña.

Me concentro en su respiración, en cómo sujeta mi cintura con fuerza, en el sonido bajo que escapa de su garganta. Cierro los ojos, intentando encontrar placer en esto, intentando ignorar la punzada de malestar que todavía persiste.

Y entonces, en un momento fugaz de claridad, me doy cuenta de algo.

Esto no es amor.

Es deseo, es curiosidad.

Carlos fue un poco gentil y lo disfruté en parte, pero no dejaba de ser doloroso al ser algo nuevo, como todo esa noche tendría sus consecuencias.

Al amanecer, cuando sentía el peso del cansancio y mi cùlö adolorido, tuve que sentarme y estar lista mentalmente paralevantarme como siempre. Me dolía hasta el último músculo, pero había algo más allá del dolor físico. Era esa sensación punzante en el pecho, ese recordatorio de que, aunque la noche anterior hubiera sellado una especie de reconciliación con Carlos, algo seguía roto entre nosotros.

Me giré en la cama y lo vi. Estaba de espaldas, respirando profundamente, como si el mundo no pesara sobre sus hombros. Su brazo descansaba sobre la almohada donde solía apoyar mi cabeza, pero ahora ese espacio se sentía ajeno.

Recordé sus palabras de anoche, sus caricias, cómo me había susurrado que quería encender la llama del amor. Y yo, tonta, había accedido. Había dejado que me convenciera, que me hiciera sentir que todo estaba bien, aunque en el fondo supiera que no era así.

Me incorporé lentamente, sintiendo la punzada en mi cadera. Cada movimiento me recordaba lo que había pasado. No solo el dolor físico, sino esa mezcla de emociones que no podía sacudirme. Me puse de pie, buscando mi bata, tome una ducha rápida, peiné mi melena y salí al pasillo tratando de no hacer ruido.

La casa estaba en silencio, solo el leve zumbido del refrigerador y el canto de los pájaros afuera rompían la quietud. Fui a la cocina y me serví una taza de café mientras hacia el desayuno. El amargor era lo único que me mantenía despierta. Mientras revolvía el azúcar, escuché sus pasos acercándose.

—Buenos días, mi luna —dice Carlos, con esa voz ronca que solía hacerme estremecer, pero que ahora solo me ponía tensa.

—Buenos días—respondí, sin mirarlo.

Sentí cómo se acercaba por detrás y apoyaba sus manos en mi cintura. Me tensé de inmediato.

—¿Te duele? —pregunta en un susurro, besando mi cuello.

Asentí, pero no dije nada. No quería tener esa conversación, no ahora.

—Lo siento… —murmura, girándome para enfrentarme—. No era mi intención lastimarte. Pero estuvo delicioso, quiero repetirlo está noche. Solo… quería que volviéramos a ser nosotros. Yo lo disfruté enormemente, por qué es contigo

Lo miro a los ojos. ¿Nosotros? ¿Qué era eso ahora? ¿Después de tantas peleas, mentiras y silencios incómodos?

—Carlos… —empecé, pero él me interrumpió.

—Voy a llegar temprano hoy. Podemos cenar, hablar… ¿qué dices? te traeré flores y chocolate. Estoy planeando en dónde serán nuestras próximas vacaciones en familia—su sonrisa era esa que siempre usaba cuando quería evitar una discusión.

Suspiro, sabiendo que, si decía algo en ese momento, terminaríamos peleando otra vez.

—Está bien —mentí.

Me besa la frente y se alejó hacia la puerta, tomando sus llaves y su maletín.

—Nos vemos más tarde, Ana. Te amo—dijo antes de salir.

Me quedé allí, sola en la cocina, con la taza de café en las manos. ¿Qué significaba ese "te amo" ahora? ¿Era una costumbre, una obligación o realmente lo sentía?

Pasé el resto del día en automático, tratando de distraerme con mi trabajo, pero la incomodidad física y emocional no me dejaba concentrarme. Las horas pasaron lentas, y cuando el reloj marcó las seis de la tarde, supe que no llegaría temprano como había prometido.

A las ocho, mi teléfono vibró. Un mensaje de Carlos.

"Se complicó algo en la oficina. No me esperes despierta. Te amo."

Leí el mensaje una y otra vez, sintiendo cómo una mezcla de frustración y tristeza se apoderaba de mí. No era solo que llegara tarde. Era la historia de siempre: promesas rotas, palabras vacías.

Me acosté sola esa noche, mirando el techo, preguntándome cuánto más podía soportar esta rutina. Sabía que algo tenía que cambiar, pero no sabía si tenía la fuerza para hacerlo.

La separación llegó un año después, cuando Valentina tenía cinco años y Diego cuatro. No fue algo que planeamos, pero tampoco algo que pudimos evitar. La distancia, la desconfianza, y las mentiras terminaron por desmoronar lo que alguna vez fue nuestra familia.

Cuando pensé en decirle a Carlos que quería separarme, lo imaginé feliz y contento, como si todo ya estuviera claro. Presiento que no le importo mucho, y aunque me duela, lo entiendo. Pero nunca me pidió perdón, nunca me dijo que lo lamentaba de corazón.

Antes del rompimiento, había llegado el dia del cumpleaños de mi esposo me sentía perdida, le compré su regalo y prepare todo para una fiesta en casa, pero no. El ya tenía otros planes a última hora.

—¿Quieres venir? —pregunta Carlos, mirándome por encima de su taza de café.

Lo miro unos segundos, dudando. Sé que si voy a esa casa, su mamá va a encontrar la manera de hacerme sentir como si no perteneciera. Pero también sé que, si no voy, eso será otra excusa para que diga que no me importa la familia.

—No lo sé… —respondo, encogiéndome de hombros—. No quiero incomodarme. La última vez que ví a tu madre no quedamos en buenos términos.

Carlos suelta una risa corta, sin humor.

—¿Incomodarte? Eres mi esposa, Ana. Tendré a mi madre a raya. y tú no incomodas. Ya sé que mamá tuvo la culpa por hacerte enojar...solo no le hagas caso es la edad.

—Eso no es lo que tu mamá piensa.

Carlos suspira, dejando la taza en la mesa con un golpe seco.

—Siempre con lo mismo, Ana. Mi mamá es así con todo el mundo, no solo contigo.

—Claro —respondo, sarcástica—. Seguro le hace los mismos comentarios a todas las mujeres que entran en esa casa.

Él me lanza una mirada cansada, como si no tuviera ganas de discutir.

—Mira, ven si quieres. Si no, tampoco pasa nada. Solo habrá pastel y cerveza.

Se levanta de la mesa y sube las escaleras, dejándome sola en la cocina. Me quedo ahí, mirando el café que ya se ha enfriado. ¿Por qué me sigue afectando tanto? Debería estar acostumbrada a esa indiferencia, pero cada vez que lo veo actuar como si nada le importara, siento una punzada en el pecho.

Horas después, estoy frente al espejo, debatiendo si arreglarme o no. Al final, decidí ir. No por él, ni por su madre. Voy porque, en el fondo, quiero demostrar que no me derrumbo tan fácilmente.

Cuando llegamos a la casa de su madre, ella abre la puerta con esa sonrisa fingida que siempre me dedica.

—Carlos, mi niño, ¡feliz cumpleaños! —dice, abrazándolo con fuerza. Luego me mira a mí, con una ceja levantada—. Ana, qué sorpresa verte por aquí.

—Hola, señora Marta —respondo, forzando una sonrisa.

Entramos y la casa huele a comida recién hecha. En la mesa hay un pastel y varios platos preparados. Todo parece perfecto, como si fuera un escenario montado para mostrar lo bien que están las cosas… hasta que abre la boca.

—¿Cómo están los niños? —pregunta Marta, mientras sirve las bebidas.

—Bien, gracias. Están con mi mamá hoy.

—Ah, claro… con tu mamá y yo ¿para cuándo? por cierto mándale saludos a Suley—dice, dejando la frase en el aire, como si eso significara algo más.

Me muerdo la lengua para no responder. Carlos, como siempre, no dice nada, él sigue pegado al maldito celular. Luego solo se sienta en el sofá y prende la televisión, desconectándose del ambiente.

Durante la comida, los comentarios de Marta no paran.

—Carlos, ¿recuerdas cuando eras pequeño y siempre tenías la ropa impecable y a juego? —dice, mirándome de reojo—. Hoy en día los niños ya no salen tan bien vestidos.

—Mamá… —empieza Carlos, pero ella lo interrumpe.

—No digo nada malo, solo que antes las cosas eran diferentes. Eras un alfa muy hermoso. Y lo sigues siendo...

Siento el calor al subir a mis mejillas, pero decido mantenerme tranquila. No voy a darle el gusto de verme molesta.

Después de comer todo, Carlos se levanta.

—Voy a salir un rato, Randy me tiró que valla a buscar mi regalo, lo dejo en su casa con Nina —dice, sin mirarme.

—¿Y yo? —pregunto, sorprendida.

Él se encoge de hombros.

—Pensé que querrías quedarte aquí con mi mamá. Vengo enseguida.

Marta sonríe, como si esa fuera la mejor idea del mundo.

—Claro, Ana, podemos hablar un rato. Hace tiempo que no tenemos una charla entre mujeres. Haré un poco de té.

Carlos se va sin más, dejándome sola con ella.

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