Me siento en el sofá, intentando mantener la calma mientras Marta recoge los platos.
—¿Sabes, Ana? —dice, entrando de nuevo en la sala—. A veces pienso que tú y Carlos son muy diferentes. —¿Ah, sí? —respondo, sin ocultar mi molestia. —Sí. Él siempre ha sido un hombre ambicioso, trabajador… Y tú, bueno… eres más tranquila y ahora con ese trabajo mediocre disque de escritora. —Tranquila no significa menos y mi trabajo me sostiene y a los niños—digo, mirándola fijamente. Ella sonríe, pero sus ojos no muestran calidez. —Claro que no. Pero Carlos necesita a alguien que lo empuje a ser mejor, no que lo frene. Antes eras más viva, salían más a menudo. Pareces una vieja. Me quedo en silencio, apretando los puños sobre las piernas. ¿Por qué siempre tiene que hacerme sentir como si no fuera suficiente? Cuando Carlos regresa, (dos horas después ) ya es tarde. Entro al auto sin decir una palabra y él arranca sin mirar atrás. —¿Qué tal con mi mamá? —pregunta, como si realmente le importara. —Lo de siempre —respondo, mirando por la ventana. Hay un silencio pesado entre nosotros durante el trayecto. Cuando llegamos a casa, Carlos se va directo a la ducha y yo me encierro en la habitación. Me siento en la cama, sintiendo cómo las lágrimas quieren salir, pero me obligo a contenerlas. No voy a llorar por él o por esta situación. No más. Esa noche, mientras él duerme a mi lado como si nada hubiera pasado, decido que es hora de seguir adelante. Es su cumpleaños y no me busco ni porque me vestí sexy. Carlos ya no es el hombre que conocí en la playa, y yo merezco algo mejor. No sé qué me espera, pero estoy lista para descubrirlo. Unas semanas después, cerca del aniversario número cinco, la noche está más oscura y fria. El reloj en la pared marca las dos de la madrugada y Carlos no ha llamado, no ha mandado ni un maldito mensaje. Camino de un lado a otro en la sala, con el teléfono en la mano, resistiéndome a marcarle. No quiero parecer la esposa desesperada, pero la preocupación me está comiendo viva. No es la primera vez que llega tarde, pero esta vez… esta vez se siente diferente. De repente, escucho las llaves en la puerta. El sonido metálico me hace saltar y corro hacia la entrada. Abro antes de que él siquiera meta la llave en la cerradura. —¿Dónde estabas? —pregunto, tratando de no sonar tan ansiosa. Carlos entra sin mirarme, con el rostro cansado y los ojos vidriosos. Huele a alcohol, pero no tanto como para estar borracho. Solo lo suficiente para saber que estuvo en algún bar, pero no es eso lo que me inquieta. Es su silencio. Su frialdad. —Dame dinero —dice de repente, su voz seca, sin emoción—. Necesito pagar el taxi, está afuera. Me quedo en shock un segundo, pero luego reacciono y camino hacia el comedor, donde dejé mi cartera. Mientras busco los billetes, escucho cómo él se dirige a la habitación. Frunzo el ceño, pero no digo nada. Saco cuarenta dólares y me acerco a la puerta justo cuando él sale del cuarto. Tiene algo en la mano, pero no logro ver bien qué es. Y solo lo mete en su bolsillo. Le extiendo el dinero. —Aquí tienes. Carlos toma los billetes sin mirarme a los ojos. Se da la vuelta y camina hacia la puerta. Algo en su actitud me hace seguirlo, como si mi cuerpo supiera que algo no está bien. Me quedo en el umbral de la puerta, observando. —Regreso ahora —dice, sin detenerse. Pero en lugar de entregarle el dinero al taxista, Carlos abre la puerta del coche y se sube. El motor ruge y, antes de que pueda procesar lo que está pasando, el taxi se aleja a toda velocidad por la calle. Me quedo petrificada. Mi mente intenta encontrar una explicación lógica, pero no la hay. Me mintió. En mi propia cara. Ni siquiera tuvo el decoro de inventar una excusa elaborada. Solo… se fue. Cierro la puerta lentamente, sintiendo cómo el peso de la realidad me aplasta el pecho. Camino hacia la sala como un fantasma, con la cabeza llena de preguntas que no tienen respuesta. ¿Dónde va? ¿Con quién está? ¿Por qué me hace esto? Me dejo caer en el sofá, mirando al vacío. El silencio de la casa es ensordecedor. Puedo escuchar el latido de mi propio corazón, rápido, desbocado. Quiero llamarlo, quiero gritarle, pero algo me detiene. La humillación. La certeza de que, aunque le reclame, no va a importar. Me levanto y entro a la habitación, mi joyero estaba abierto y faltaban las joyas mas caras y mi anillo de graduación. Las horas pasan lentas. Cada sonido de la calle me hace saltar, esperando que sea él, esperando escuchar sus llaves en la puerta otra vez. Pero no vuelve. No esa noche. Ni la siguiente. Los días se arrastran y Carlos apenas aparece por la casa. Cuando lo hace, su presencia es como una sombra. No explica, no se justifica. Solo vive aquí, como si yo fuera una inquilina más en su vida. Una tarde, mientras estoy en la cocina, lo escucho entrar. Mi corazón late con fuerza, pero me obligo a mantener la calma. —Tenemos que hablar —digo, sin mirarlo. Él se detiene en seco, pero no dice nada. Solo me observa, como si estuviera evaluando si vale la pena la conversación. —¿Qué pasa, Ana? —responde finalmente, con esa voz cansada que me saca de quicio. —¿Qué pasa? ¡Me dejaste plantada en la puerta de nuestra casa para irte en un taxi sin decir nada! —grito, incapaz de contener más la rabia—. ¡Me mentiste en la cara, Carlos! ¡Y encima te llevaste mis cosas de valor! Él suspira, como si fuera yo la que está exagerando. —No es para tanto. Te compraré otras mejores. Esa frase me enciende aún más. Me acerco a él, con los ojos llenos de furia. —¿No es para tanto? ¿Te parece normal desaparecer días, llegar a la casa como si nada y tratarme como si no importara y llevarte mis cosas como si fueras un ladrón? Carlos se pasa la mano por el pelo, claramente molesto por tener que enfrentar esto. —Estoy cansado, Ana. Cansado de pelear, de tus reclamos, de todo esto. No seas tan sensible. —¿De todo esto? ¿Te refieres a nuestro matrimonio? Él no responde. El silencio lo dice todo. Siento cómo el corazón se me rompe un poco más con cada segundo que pasa. Pero no voy a llorar frente a él. No le voy a dar ese poder. —Si estás tan cansado, ¿por qué no te vas de una vez? —susurro, la voz temblando de rabia contenida—Toma tus cosas y vete a casa de tu madre a vivir. Carlos me mira por un largo momento, y por un instante creo ver algo de culpa en sus ojos. Pero desaparece tan rápido como apareció. —Tal vez debería. La llamaré para decirle que me iré a vivir con ella, pero luego no quiero que me llames llorando. Sin más, se da la vuelta y sale de la casa, dejándome sola otra vez. Pero esta vez, no me quedo petrificada. Esta vez, siento que algo dentro de mí cambia. Ya no es solo tristeza. Es decisión. Paso la noche en vela, pensando en todo lo que hemos vivido, en lo que una vez fuimos y en lo que ahora somos. Al amanecer, sé lo que tengo que hacer. No puedo seguir viviendo así, esperando migajas de amor, sintiéndome invisible en mi propia vida. Cuando Carlos regresa al día siguiente, con la misma cara de siempre, ya tengo las maletas listas. —¿Qué es esto? —pregunta, frunciendo el ceño. —Me voy, Carlos. No puedo más. Y me llevaré a los niños. Él me mira, sorprendido, como si nunca hubiera esperado que yo tomara una decisión así. —¿Estás segura? —Más que nunca. Por primera vez en mucho tiempo, me siento ligera. Sé que el camino no será fácil, pero al menos será mío. Y eso es más de lo que he tenido en años. El entró a la habitación y salió por dónde vino. Cuando Carlos cerró la puerta detrás de él, me quedé en la sala con las maletas hechas, tratando de calmar la mezcla de rabia y tristeza que me ahogaba. Pero algo dentro de mí no me dejaba tranquila. Un presentimiento. Algo no cuadraba. Decidí ir a la habitación. Necesitaba asegurarme de que todo estaba bien, aunque sabía que nada lo estaba. Me acerqué al armario donde guardábamos la caja fuerte. No era grande, pero ahí tenía nuestros ahorros, el dinero para emergencias y, sobre todo, el de los niños. Cada billete, cada moneda, era fruto de mi sacrificio como escritora, de planes que hacíamos juntos para su futuro. Recuerdo que mas de una vez mis muñecas dolían de tanto teclear historias en mi laptop para luego publicarlas. Marqué la combinación con manos temblorosas. Cuando abrí la puerta de la caja fuerte, sentí un frío recorrerme el cuerpo. Estaba vacía. —¡No! —susurré, esperando que mis ojos me estuvieran jugando una mala pasada.Revisé una y otra vez, moviendo la caja, buscando en los rincones. Pero no había nada. Ni un solo billete. Ni un centavo.El aire se me escapó de los pulmones, y sentí cómo el mundo se desmoronaba bajo mis pies. ¡Se había llevado todo! ¡El dinero de los niños! Mi mente se negaba a aceptar lo que estaba viendo. ¿Cómo podía haberme hecho esto, cuando ni siquiera se preocupó en darme un quinto de su dinero para guardarlo?Sin pensarlo dos veces, agarré el teléfono y marqué su número. Mis dedos temblaban tanto que tuve que intentarlo tres veces antes de que la llamada pasara. No contestaba. Cada pitido del otro lado de la línea aumentaba mi desesperación. Estuve dos horas llamando y nada. Cuando finalmente escuché su voz, no me contuve.—¡Carlos! ¡¿Dónde estás?! —grité, sin importarme nada.—Ana… ¿qué pasa ahora, nena? —su voz sonaba molesta, como si yo estuviera exagerando otra vez.—¡No te hagas el tonto! ¡Te llevaste el dinero de la caja fuerte! ¡El de los niños! ¿¡Cómo pudiste!?Hubo
A todo eso, lo que me costó más aceptar fue que Marcos ya no era el hombre atento que había conocido al principio.El tiempo había pasado y ese mismo tiempo que antes pasábamos juntos, esas tardes de charla tranquila o de simplemente mirar una película, se volvieron cada vez más raras. Había algo en él que se había cerrado, algo que yo no sabía cómo abordar. Pasaba horas en su teléfono, y yo seguía haciendo malabares con mis trabajos y la casa.Yo escribía y al mismo tiempo que tenía, revendía cosas por internet, trabajaba en un blog personal, en las redes para promocionar mis novelas y tuve que buscar un trabajo extra como servicio al cliente. Yo llegaba súper agotada, y cuando estaba en casa, a menudo lo encontraba mirando su teléfono o simplemente cansado, sin ganas de hablar.Ya no me preguntaba cómo me sentía. Ya no me hablaba como antes. Todo era "esto debe hacerse", "lo otro necesita atención". Y aunque sentía que las paredes de la casa se iban estrechando, no me atrevía a deci
Hubo un día que tuve muchas ventas digitales de un libro. Aproveche que mi relación con Marcos estaba deteriorándose y compré champaña y prepare una cena espectacular solo para los dos. Envié a los niños a casa de mi madre para así tener el apartamento para nosotrosEl olor a ajo y mantequilla impregna el apartamento mientras termino de dorar los camarones. Las champañas está enfriándose en la nevera y la mesa está impecablemente arreglada con velas encendidas y una suave melodía romántica de fondo.Hoy he vendido muchas copias de mi libro, y me siento muy feliz, aunque podría haber usado ese dinero en algo más, decidí invertirlo en esto, en nosotros. En lo que todavía queda de este matrimonio.Marcos llega tarde esa noche. Escucho la puerta abrirse y sus pasos cansados por el pasillo. Me seco las manos rápidamente en el delantal y salgo a recibirlo.—¿Y esto? —pregunta arqueando una ceja mientras deja las llaves sobre la mesa.—Quise hacer algo especial para nosotros —respondo con un
El apartamento huele a comida recién hecha y a perfume barato mezclado con alcohol. Es el cumpleaños de Laura, mi hermana menor, y como cada año, ella decidió celebrarlo en mi casa.Estoy agotada. Desde temprano estuve organizando, limpiando y asegurándome de que todo estuviera listo. Pero como siempre, la cantidad de gente que llegó superó mis expectativas.—¡Ana! —Laura me abraza fuerte al llegar, su cabello rizado huele a vainilla y cigarrillos—. ¡Gracias por hacer esto!—Claro, Lau —le sonrío mientras la dejo pasar. Su vestido rojo resalta su piel canela y su sonrisa radiante.Apenas estoy sirviendo los tragos cuando escucho el timbre. Abro la puerta y ahí está Carlos, mi exmarido, con esa sonrisa engreída que conozco tan bien.—¿Me invitas a pasar o tengo que quedarme en la puerta como testigo de Jehová?—¿Qué haces aquí? —pregunto, cruzándome de brazos.—Laura me invitó, como cada año —responde con una sonrisa burlona, entrando sin esperar permiso.—¿No tienes otros lugares dond
Ya han pasado dos meses desde la última fiesta de mi hermana en mi casa.La casa de nuevo es un solo caos, está vez para celebrar mi cumpleaños, mientras termino de arreglarme los niños corretean en la sala con su papá que vino a felicitarme con regalo en mano. Hoy es mi cumpleaños, pero en lugar de sentirme emocionada, tengo una sensación extraña en el pecho. Algo que no puedo explicar, pero que lleva meses carcomiéndome por dentro.Respiro hondo y me miro en el espejo. Sonrío. No voy a dejar que mi mente me arruine este día. Tengo a mis hijos, a mis amigos, a mi familia. Y lo tengo a él por el momento...a Marcos. Eso es lo que importa.Desde que tuve que viajar por trabajo, Laura me ha estado ayudando con los niños, algo que agradezco, pero que también ha traído consigo una serie de momentos que me han puesto alerta.Varias veces, al volver a casa sin avisar, los encontré a ella y a Marcos en la cocina, riéndose de algo, hablando en voz baja, demasiado cerca. En la terraza jugando G
Me siento sumida en un torbellino de emociones mientras él me embiste con fuerza.A pesar de todas las complicaciones en mi relación con Marcos, hay algo en este momento que me hace dejarme llevar. Cierro los ojos, permitiendo que la intensidad de mis sentimientos guíe mis acciones.No puedo evitarlo, mi corazón late con fuerza, y una parte de mí se entrega a este momento, a esta conexión que tanto he deseado, pero que con el tiempo se fue perdiendo.Sus caricias son suaves al principio, como si explorara, como si buscara en mí algo que ya habíamos olvidado. El roce de sus dedos sobre mi piel, esa sensación de pertenencia, me hace sentir una mezcla de emociones encontradas. Por un lado, sé que algo entre nosotros está roto, pero por otro, hay un calor, una necesidad que no puedo ignorar.El roce de sus labios en mi cuello me hace estremecer. Una chispa de deseo recorre mi cuerpo, pero al mismo tiempo, algo dentro de mí se resiste. Las palabras de mi hermana, las dudas que he guardado
Las semanas siguientes son un torbellino de trámites. Decido sacar los pasaportes de Valentina y Diego. Tienen diez y ocho años respectivamente, y merecen unas vacaciones tanto como yo.Mientras esperamos en la oficina de migración, Valentina me toma de la mano.—Mami, ¿nos vamos a ir lejos? —pregunta, con su voz cargada de emoción y un poco de miedo.—Nos iremos de vacaciones primero, hija. Luego veremos qué hacemos. Necesitamos un descanso —le digo con una sonrisa.Diego frunce el ceño.— ¿Y Marcos? ¿Y papá? —pregunta en voz baja.Suspiro.—Tu papá siempre será tu papá, Diego. Si quieres verlo, puedes hacerlo. Y Marcos...está en casa de su madre, si lo extrañas puedes llamarlo. Solo tiene tres semanas que se fue...para pasar tiempo con su madre, saben que se enfermó hace un mes. El es un buen hijo filial.Mi hijo asiente, aunque parece pensativo.Más tarde, en casa, mientras termino de empacar las maletas, Valentina entra a mi habitación.—¡Mami, no puedo decidir qué llevar! —exclam
El sol brillaba con fuerza en el cielo despejado mientras Gregory Samaniego se acomodaba los puños de la camisa.Desde su oficina en la terraza privada del resort, tenía una vista panorámica del océano, el mismo que había sido testigo de su ascenso en la industria hotelera.Dueño de una cadena de más de diez hoteles de lujo, solía moverse entre sus propiedades sin previo aviso, supervisando cada detalle para asegurarse de que todo estuviera impecable.Pero desde el día anterior, algo distinto llamó su atención. Una mujer hermosa con dos hijos de vacaciones.Desde lo alto, vuelve a ver a esa mujer con los dos niños paseando por la piscina principal. No era solo su belleza lo que capturó su mirada, sino la forma en que reía con sus hijos, la calidez con la que les hablaba. Vestía un vestido ligero, de esos que bailan con el viento, y su cabello caía en ondas suaves sobre sus hombros. Parecía… plena.Gregory no solía fijarse en las huéspedes. Había conocido mujeres hermosas en su vida, m