Una nueva vida

Revisé una y otra vez, moviendo la caja, buscando en los rincones. Pero no había nada. Ni un solo billete. Ni un centavo.

El aire se me escapó de los pulmones, y sentí cómo el mundo se desmoronaba bajo mis pies. ¡Se había llevado todo! ¡El dinero de los niños! Mi mente se negaba a aceptar lo que estaba viendo. ¿Cómo podía haberme hecho esto, cuando ni siquiera se preocupó en darme un quinto de su dinero para guardarlo?

Sin pensarlo dos veces, agarré el teléfono y marqué su número. Mis dedos temblaban tanto que tuve que intentarlo tres veces antes de que la llamada pasara. No contestaba. Cada pitido del otro lado de la línea aumentaba mi desesperación. Estuve dos horas llamando y nada. Cuando finalmente escuché su voz, no me contuve.

—¡Carlos! ¡¿Dónde estás?! —grité, sin importarme nada.

—Ana… ¿qué pasa ahora, nena? —su voz sonaba molesta, como si yo estuviera exagerando otra vez.

—¡No te hagas el tonto! ¡Te llevaste el dinero de la caja fuerte! ¡El de los niños! ¿¡Cómo pudiste!?

Hubo un silencio al otro lado, pero no duró mucho. Carlos suspiró, como si la conversación le resultara un fastidio.

—Ana, tranquilízate. No es para tanto.

—¡¿No es para tanto?! ¡Ese dinero era para nuestros hijos, para sus estudios, para cualquier emergencia! ¡Carlos, eres un desgraciado!

—Escucha, no es como piensas. Tenía una apuesta en el casino, estaba ganando… —comenzó a explicar, pero su voz no tenía ni un rastro de arrepentimiento.

—¿¡Un casino!? —casi solté el teléfono—. ¡¿Usaste el dinero de nuestros hijos para apostar en un maldito casino!?

—Ana, estaba en racha, iba a duplicar ese dinero. Pero… —hizo una pausa— me hicieron trampa. Perdí todo. Así que debía dinero y tenía que pagarlo

Me quedé en silencio unos segundos, tratando de procesar lo que acababa de decir. No solo había tomado el dinero sin mi permiso, ¡lo había perdido en una apuesta estúpida! Y ni siquiera sonaba arrepentido.

—Te lo voy a devolver —agrega, como si eso arreglara algo—. Cuando pueda, te lo devuelvo.

Las palabras me golpearon con más fuerza que cualquier grito o insulto. Cuando pueda. Como si fuera una deuda más, como si no fuera el futuro de nuestros hijos lo que había tirado a la basura.

—Carlos, eres un maldito egoísta —dije con la voz baja, pero llena de rabia—. No solo me fallaste a mí, le fallaste a ellos. No quiero volver a verte. Nunca más.

Colgué antes de que pudiera decir algo más. Me quedé ahí, con el teléfono en la mano, sintiendo cómo la rabia se mezclaba con una tristeza profunda. Las lágrimas comenzaron a caer, pero no eran solo de dolor. Eran de impotencia, de traición.

Pasé la noche en vela, pensando en cómo había llegado hasta este punto. Recordando cada momento en el que había ignorado las señales, cada vez que había justificado su comportamiento. Pero ya no más. Esta era la gota que colmaba el vaso.

Al día siguiente, comencé a moverme. Hablé con un abogado, busqué asesoría sobre cómo proteger lo poco que me quedaba. No iba a dejar que Carlos arruinara más mi vida ni la de mis hijos. Tal vez no podía recuperar el dinero, pero sí podía recuperar mi dignidad, mi paz.

Carlos intenta llamarme varias veces durante los días siguientes, pero no contesté. No había nada más que decir. Él había hecho su elección, y yo estaba haciendo la mía.

Semanas después, recibí un mensaje suyo. No la abrí. No necesitaba más mentiras, más excusas. Ya sabía quién era Carlos. Y por fin, después de todo, también sabía quién era yo: una mujer que no iba a dejar que nadie más la pisoteara.

Me mudé de barrio y mi vida dió un giro de 180 grados. Una nueva escuela para los niños, mientras yo seguía trabajando desde casa con mis novelas digitales, más cerca de mi madre Suley (a unas cuantas cuadras). Supe que mi vida había alcanzado un pequeño logro al obtener paz mental.

Con Carlos solo tenía una relación de "amigos" por los niños que aún no comprendían lo que estaba sucediendo. No tuve que buscar un abogado para la custodia de los niños, porque él me la cedió. Y se puso él mismo la pensión de la manutención de mis hijos.

Un año después, conocí a Marcos, mientras visitaba una exposición de literatura. Intercambiamos números y ahí empezó la mágia.

Fue a través de las redes sociales, que nos conocimos mejor

Al principio, nuestras conversaciones fueron algo casual, solo mensajes rápidos y bromas aquí y allá. Pero con el tiempo, las conversaciones se volvieron más profundas, más largas.

Hablábamos hasta tarde, compartíamos nuestros miedos, nuestras inseguridades. Yo, que había pasado tanto tiempo sola, comencé a encontrar consuelo en él.

Marcos no era como Carlos. No tenía sus defectos, pero sí su propia historia, sus propios demonios. Sin embargo, lo que más me cautivaba de él era su paciencia, su capacidad de escucharme sin juzgarme.

Seis meses después de conocernos y muchas citas, decidimos mudarnos juntos. Algo dentro de mí me decía que era lo correcto, que debía arriesgarme, que la vida no iba a esperar a que me sintiera lista. Le informé a Carlos que había conocido a otro hombre. Su reacción fue fría, como siempre lo era.

“Mientras no maltrates o desatiendas a los niños, haz lo que quieras”—me dijo seco.

Me dolió, porque aunque ya no sentía lo mismo en el fondo siempre ocupo un espacio especial, de alguna manera esperaba una reacción diferente, algo que me mostrara que, aunque no fuéramos lo que una vez fuimos, todavía le importaba.

Ahora, mirando hacia atrás, me pregunto si tomé la decisión correcta. Si mi corazón no se estaba dejando llevar por el miedo, por la soledad, por la necesidad de sentirme amada de nuevo.

La verdad es que nunca tuve claro si amaba a Marcos de la misma forma en que amaba a Carlos. No puedo compararlos. O si estaba buscando una salida, una válvula de escape. Pero lo que sí sabía es que ya no quería vivir en el vacío de las mentiras, de los silencios. Ya no quería sentir que me estaba ahogando, que mi vida se desmoronaba poco a poco mientras intentaba mantener una familia unida por la fuerza.

Ahora, después de todo, me pregunto si alguna vez podré mantener la paz que siento ahora.

El primer mes que pasamos en la nueva casa fue como un sueño. Todo parecía tan perfecto que la realidad que vino después me golpeó con una fuerza inesperada.

La casa, vacía de los niños, se llenó de una tranquilidad que nunca había conocido. Valentina y Diego se fueron de vacaciones con mis padres a Wald Disney. Eran pequeños aún, pero el descanso de tenerlos lejos me dio una oportunidad de respirar. Fue un respiro que creí necesario después de todo lo que había pasado, de todo lo que había vivido con Carlos.

Y quizás, con la idea de que por fin las cosas se alineaban, los primeros días con Marcos fueron como un sueño que no quería despertar.

Marcos, el hombre que había entrado en mi vida cuando menos lo esperaba, se convirtió en mi refugio. Cada tarde, cuando llegaba a casa después de un largo día de trabajo en la editorial, sentía que mi corazón se aliviaba al verlo allí. En la cocina, o tal vez en la sala, mirando la televisión o leyendo algo que me hablaba de un futuro mejor. Él había prometido que las cosas iban a cambiar para ambos, que no permitiría que las cargas del pasado nos arrastraran más.

Y yo quería creer en ello. Había visto en él un hombre distinto, atento y cariñoso, que sabía cómo darme lo que necesitaba sin hacerme sentir incompleta.

Santiago, el hijo de Marcos, que vino a pasar las vacaciones, parecía encajar perfectamente en nuestra nueva vida. Era un niño adorable, alegre y lleno de energía, y me dio una sensación de familia que creí que nunca experimentaría nuevamente.

Me lo pasaba tan bien con él, jugando, conversando, haciéndolo sentir bienvenido, que casi olvidé lo solitaria que me sentía algunas veces. En esos momentos, la casa se llenaba de vida, de risas, de una armonía que nunca había imaginado que sería posible. Yo empecé a extrañar a mis hijos.

Pero pronto, la paz que había llegado con Santiago y Marcos empezó a desvanecerse, como si fuera una niebla que se dispersaba cuando el sol empezaba a calentar.

La llegada de mis niños cambió todo. Valentina y Diego regresaron de sus vacaciones y, con ellos, regresó la rutina de siempre. Los gritos de Valentina pidiendo su juguete, las peleas entre los dos por ver quién tomaba el último trozo de pan, las carreras por la casa... todo volvió a ser como antes. Solo que, esta vez, no estaba sola. Sentía que Marcos se molestaba por cualquier cosa, si dejaban caer un vaso o regaban cereal o leche en la mesa.

Me había acostumbrado a estar con Marcos. Había comenzado a crear un mundo solo para nosotros, una burbuja donde, por un momento, olvidaba mis responsabilidades, olvidaba el peso de ser madre, la mujer que ya no sabía cómo dividir su tiempo entre ser pareja y ser madre. Pero cuando los niños regresaron, mi papel como madre volvió con fuerza, y con ello, mis dudas y mis frustraciones. Tenía que hacer malabares para equilibrar todo: el trabajo, la casa, los niños, y las expectativas de Marcos. Ya no había espacio para mis propios pensamientos. No había espacio para mí. Marcos ayudaba aveces pero no muy dispuesto.

Fue entonces cuando Marcos sugirió la idea. De alguna manera, lo vi como una solución lógica.

—Puedes trabajar más horas tranquila en tu despacho—me dijo—yo me quedo aquí, en casa, y pongo el negocio que siempre quise. Tú, mientras tanto, sigues con tu trabajo en tu despacho y nos aseguramos de que todo funcione. Cuando tengas que viajar para promocionar tu libro con la editorial yo estaré aquí con ellos. Así no tendremos que preocuparnos por el dinero, ni pagar una niñera—su voz sonaba tan segura, tan tranquila, que no pude cuestionarlo.

Me dijo que sería algo temporal, que pronto las cosas se estabilizarían y que todo volvería a ser mejor.

La idea de que él pudiera quedarse en casa mientras yo trabajaba me pareció correcta en ese momento. Marcos siempre había tenido una energía imparable, y sabía que sería capaz de manejar todo. Eligió convertirse en agente de ventas para vender paquetes de vacaciones en varios hoteles desde casa y tenía una página de tour operador. Era una oportunidad que le ofreció una amiga que conocía bien el sector, y el trabajo parecía ser la oportunidad perfecta para estabilizar nuestras finanzas y empezar una nueva vida.

Aunque las horas fueran largas, pensaba que con el tiempo todo se pondría en su lugar.

Los primeros días fueron buenos. Marcos se ocupaba de los niños mientras yo estaba en mi despacho a puertas cerradas trabajando. Parecía que todo estaba bajo control.

El empleo que Marcos tenía era perfecto, nos turnabamos para cuidar a los niños cuando estaban en casa, pero eso no me molestaba; al contrario, sentía que estaba haciendo lo correcto por nosotros.

Mi trabajo también me absorbía, pero de alguna manera, todo parecía estar encaminado. Sin embargo, cuanto más pasaba el tiempo, más notaba cómo su atención se desvanecía.

Se sumergió tanto en su trabajo, en sus tareas diarias y en los problemas que conlleva un empleo en sus primeros días, que casi no notaba que yo estaba agotada.

Cada día parecía una repetición del anterior. Cuando terminaba con mis novelas, después de un largo día de trabajo, encontraba la misma escena: Marcos en su escritorio, o en la cocina preparando café o comiendo un emparedado, y los niños corriendo por la casa, como siempre. Yo, sin poder dejar de hacer lo mismo, corría de un lado a otro, atendiendo a todos, cocinando, limpiando, resolviendo problemas.

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