36 - Que la castiguen.

Ernesto estaba furioso, aunque esa palabra no alcanzaba para describir el apocalipsis que se desataba en su interior. Su mente giraba con un torbellino de preguntas sin respuesta y la única constante era la ira abrasadora que lo consumía.

¿Cómo se atrevían?

Su madre y esa chiquilina cualquiera, Bianca, habían cruzado un límite que nadie tenía derecho a tocar.

¿Con qué autoridad le dijeron a su prometida semejante barbaridad?

La camioneta negra se detuvo frente a la casa familiar. Ernesto cayó con pasos firmes, cada uno resonando como un eco de su furia contenida. No necesitaba preguntar para saber que su madre estaría allí, acompañada de su aliada venenosa, Bianca.

Abrió la puerta sin llamar, irrumpiendo en la sala donde las dos mujeres charlaban como si el mundo no estuviera a punto de desplomarse. Su sola presencia cortó el aire; el rostro de Bianca palideció al instante, mientras que su madre, aunque sorprendida, mantuvo la compostura.

— ¿Cómo te atreviste? — siseó Ernesto, su voz
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