La noche era fría y silenciosa, rota únicamente por el chirrido de las llantas al detenerse frente al hospital. Un auto oscuro, sin placas visibles, se estacionó brevemente. Una figura masculina salió, cargando un cuerpo inerte que dejó caer con fuerza frente a la entrada del hospital antes de desaparecer en la oscuridad.Una enfermera en turno salió corriendo al escuchar el impacto, y su grito alertó al personal de emergencias.— ¡Necesitamos una camilla! — gritó mientras se arrodillaba junto a la joven inconsciente.El rostro de Bianca estaba cubierto de cortes y moretones; su ropa rasgada era testigo desnudo de la brutalidad que había sufrido.En cuestión de segundos, un equipo de médicos la subió a la camilla y la trasladó de inmediato al área de urgencias. Bianca comenzó a recuperar la conciencia mientras la examinaban.— ¿Puedes escucharme? — preguntó un médico mientras revisaba su pulso.— Sí... — susurró Bianca con la voz rota.Una enfermera se acercó, sosteniendo una libreta.
Anaís conducía sin rumbo fijo por las calles de la ciudad. Su mente era un remolino de pensamientos tras el encuentro con Bianca en el hospital. ¿Cómo había llegado a convertirse en el centro de una situación tan enredada? Sus emociones la tenían al borde del agotamiento, y sabía que no estaba en condiciones de enfrentar el caos del trabajo.Sacó su teléfono y marcó rápidamente el número de su asistente, Alejandro.— ¿Señorita Santana? — respondió el joven con nerviosismo.— Hola chico, no iré hoy a la oficina. Necesito tiempo para mí.— ¿Qué… qué le digo a los… al señor Ernesto? — preguntó el joven asistente, su voz temblorosa.Anaís suspiro, cerrando los ojos mientras se detenía en un semáforo.— Dile que estoy bien, pero que necesito estar sola. No me busques y que él no insista. Sé que lo hará.Colgó antes de que Alejandro pudiera responder. Guardó el teléfono en su bolso y tomó una decisión. Giró el volante y se dirigió hacia un lugar donde pudiera pensar sin interrupciones: un pa
Mientras Jorge regresaba a su auto, marcó el número de Anaís. Esta vez, ella contestó.— Anaís, ¿dónde estás?— ¿Qué quieres? Realmente, estoy tratando de pasar el rato sola, lejos de todo y todos. No molestes. — Colgó la llamada, dejándolo sorprendido.Anaís se levantó del banco, sacudiendo las arrugas de su pantalón mientras miraba al cielo despejado. El aire fresco del parque la había calmado un poco, pero sus pensamientos seguían pesándole como una losa. Giró hacia el auto, dispuesta a marcharse, cuando algo a lo lejos llamó su atención.Ernesto estaba allí, apoyado contra un árbol, observándola a una distancia prudente. Su postura relajada, con los brazos cruzados sobre el pecho y una leve sonrisa en el rostro, parecía casi natural, como si aquel fuera su lugar de siempre.— ¿Cuánto tiempo llevas ahí? — preguntó Anaís, acercándose con una mezcla de sorpresa y resignación.Él sonrió aún más, sus ojos brillando con una mezcla de calidez e intriga.— Lo suficiente para saber que tu
La tensión en el ambiente era palpable. Ernesto y Anaís avanzaban por el pasillo, dejando atrás el caos que se había desatado en la Corporación Santana. Sin embargo, Jorge no estaba dispuesto a quedarse en silencio. Su ira y confusión lo dominaban mientras observaba la figura de Anaís alejarse junto a Ernesto.Sin que Ernesto se diera cuenta, Jorge dio unos pasos rápidos y tomó a Anaís del brazo, deteniéndola en seco.— ¡Anaís! — gruñó, obligándola a girarse para enfrentarlo.Antes de que pudiera decir más, Ernesto reaccionó como un rayo. Con un empujón firme, separó a Jorge de Anaís, colocando su cuerpo entre ambos.— ¿Quién demonios te crees para tocarla de esa forma? — espetó Ernesto, su voz grave y peligrosa.Jorge, molesto por el empujón y la humillación pública, levantó el mentón desafiante.— ¿Y tú quién eres para hablarme así? Antes que tú, yo fui su esposo. Yo la conocí primero.Ernesto dejó escapar una risa sarcástica, pero su mirada era como una daga. Dio un paso hacia Jorge
Anaís se acomodó el abrigo al descender del coche, sintiendo el peso de las miradas curiosas mientras caminaba hacia la jefatura. La tensión en el aire era palpable. Ernesto, sentado al volante, no apartó los ojos de ella hasta que desapareció detrás de las puertas de vidrio.Él sabía que su madre, Estefanía, estaba adentro. Aquello no era una coincidencia. Las últimas semanas habían sido un torbellino de revelaciones y traiciones, pero nada lo había preparado para enfrentar a su propia sangre. Respiró profundamente, esforzándose por controlar el flujo de emociones que amenazaba con desbordarse. Se giró hacia Anaís y habló con una voz baja pero firme.— Voy a averiguar qué hace aquí mi madre.Anaís asintió, conmovida por el gesto. Ernesto estaba claramente al borde, y ella entendía el estrés que debía cargar. Después de todo, era su madre. Sin embargo, sabía que él no iba a permitir que nadie interfiriera en lo que estaban construyendo juntos.Sin más palabras, Ernesto salió del coche
Anaís agradeció con un leve asentimiento y salió del despacho. Caminando por el pasillo, se encontró de frente con Ernesto, quien regresaba tras dejar a su madre bajo la custodia de Rogelio.Sus ojos se encontraron, y Ernesto se detuvo por un instante antes de tomarla suavemente de la mano.— Todo bien? — preguntó, su voz cargada de preocupación.Anaís asintió, apretando ligeramente su mano en señal de apoyo.— Estoy bien. ¿Y tú?Ernesto suspiró, como si intentara liberar algo de la presión que lo envolvía.— Ahora que estoy contigo, sí — respondió, antes de guiarla hacia la salida.Aunque las tensiones no habían desaparecido por completo, ambos sabían que, juntos, podrían enfrentar cualquier cosa. La sombra de Estefanía aún se cernía sobre ellos, pero su conexión era más fuerte que cualquier obstáculo que pudiera encontrar. Y ni hablar de su de esposo y su prima.La fría luz fluorescente del calabozo iluminaba el rostro angustiado de Lucrecia. Se aferraba a los barrotes, mirando a Jor
El rechinar de las bisagras oxidadas anunció la llegada de alguien nuevo. Lucrecia, que estaba sentada en el rincón oscuro de su celda, alzó la vista con una mezcla de curiosidad y desdén. No había tenido compañía desde su ingreso, y la soledad había comenzado a calar en su ser, aunque no lo admitiría. La figura de una joven, vestida con ropas de calle desgastadas y manchadas, fue empujada violentamente al interior de la celda por un oficial robusto. La muchacha cayó de rodillas al suelo, su cabello oscuro cayendo sobre su rostro.— ¡Adentro! — gruñó el oficial mientras cerraba la puerta tras de sí.La mujer, visiblemente aterrada, se levantó tambaleante y se aferró a los barrotes. Su voz temblorosa resonó en el reducido espacio.— ¡Por favor, déjeme salir! Esto es un error… No pertenezco aquí. Soy la hija de… — Guardó silencio.El oficial golpeó los barrotes con su porra, interrumpiendo su súplica. El sonido metálico resonó como un eco ominoso.— ¡Cierra la boca! — rugó con desprecio
Jorge llegó a la comisaría temprano, decidido a sacar a Lucrecia de aquel lugar. Había pagado la multa exorbitante que le habían impuesto, aunque sabía que eso no resolvería todos los problemas. Lo más importante era que Lucrecia estuviera fuera de esa celda, donde no le correspondía estar, al menos hasta el juicio.El oficial de turno, visiblemente desganado y con una taza de café en la mano, revisó los documentos que Jorge le extendió. Tras verificar el pago, asintió y ordenó a un guardia traer a la reclusa.— Traigan a la señorita Lucrecia — gritó el oficial sin levantar la vista.Unos minutos después, el guardia regresó acompañado por una mujer, pero Jorge se quedó helado al verla. Esa no era Lucrecia.— ¿Qué broma es esta? — exclamó Jorge con los ojos encendidos de furia —. Esa no es Lucrecia.El guardia frunció el ceño, revisó los papeles y asintió como si nada estuviera fuera de lo normal.— Sí lo es. Aquí está registrado. Ella es Lucrecia. — Extendió los papeles para que Jorge