Atizo la madera que está a punto de volverse en carbón. Las bajas llamas, casi muertas, parecen revivir durante un efímero momento. Suspiro y dejo caer el palo. Tanteo el suelo en busca de lo que necesito, pues la luz anaranjada no llega hasta donde se halla. Esbozo una sonrisa. Lo agarro con cuidado y examino la carne envuelta en hojas de palmeras casi secas. Empiezo a pincharla con alargadas ramas y luego la posiciono en lo alto de la fogata. Con ahumarla será suficiente.
Recojo mis piernas y cuento los segundos que trascurrirán para que ya esté hecha, no es como si fuera mucho. Además, mi estómago está tranquilo, pero si me acuesto sin comer nada mañana amaneceré con alguna enfermedad y es lo que menos deseo. Le echo un vistazo al mundo que está fuera de mi caja de metal; ya no hay contaminación como para que las estrellas sean tímidas y brillen para escandalizar. Giro la carne con la cabeza ladeada. Quizá si consigo sal podré disfrutarla mejor. Alcanzo mi libreta, hojeo las páginas amarillentas y doy con lo que necesito. Leo las instrucciones que fueron garabateadas con celeridad. A duras penas se entiende el párrafo.
Consigue gramíneas, tienes que hervirlas por cierto tiempo. Te darás cuenta cuándo parar. Obtendrás sal vegetal.
Hago una mueca. Son difíciles de conseguir, mas posible. Sin embargo, dudo mucho hacer una aventura para hallar aunque sea una.
Otra opción es evaporar el agua de un manantial o del mismo mar, así podrás obtener sal marina o de manantial, pero has de saber que no sabes cómo hacerlo, quizás experimentando logres resultados. ¿A qué temperatura tendrá que hervirse?
Tacho con el viejo lápiz esta opción. Hay un manantial a unos cuantos kilómetros, seguro mañana podré ir por esa agua y tener lo que deseo. Guardo la agenda en mi mochila ya roída por el tiempo y amarro un viejo trapo en una de sus astas. Temo que se rasgue como anteayer. Vuelvo a picotear las ascuas. Al ver que la carne ya está rostizada y en buenas condiciones para ser consumida, la quito de las ramas y la devoro con cuidado. Pese a que está caliente, a duras penas percibo la quemazón. Vuelvo a contemplar las afueras. Vacilo un poco, pero a lo último me incorporo, piso el fuego y cruzo los portones. Me rasco el muslo y aspiro. El olor a arena no me es agradable.
El leve sabor de la carne, más sanguinolento por la falta de condimentos, permanece durante un buen rato en mi boca mientras camino cerca de algunos árboles que sufrieron tanto daño… que lograron aguantar. Esquivo ciertos escombros. No puedo caminar con tanta libertad, pero sí mantengo con las alarmas encendidas. Con los sentidos aguzos percibiré cualquier cosa que atente contra mi vida. Rechino los dientes al posarme frente al edificio que ya está más que deplorable. Solía ser un teatro, lo recuerdo muy bien, pues vendían al otro lado de la acera unas deliciosas palomitas. Las personas se aglomeraban alrededor del puesto sin importar la incomodidad de los transeúntes o los autos cercanos. Algo debía echarle al maíz el vendedor, dado que eran peculiares.
Pestañeo e intento rememorar más. No obstante, solo puedo capturar ciertas memorias, las demás están estropeadas.
«Perderás el tiempo si intentas rememorar. Mejor da media vuelta».
Regreso mis pasos. Uhm, cuanto me gustaría tener una muda de ropa o unos zapatos más cómodos. Los portones rechinan cuando los cierro y la oscuridad del container se vuelve más agresiva. A duras penas logro no tropezarme con los objetos que suelo acumular. Doy con las velas y la caja de fósforos. No demoro en encender las mechas. Con todo iluminado, me acerco a un asiento de madera en la esquina al lado de mi intento de colchón y cojo las cadenas que reposaban en él. Cuadro los hombros. Paso el metal casi oxidado por las agarraderas de las puertas, lo aseguro lo más que puedo, busco en mi bolsillo el candado y lo pongo. Me limpio el sudor de la frente al retroceder. Entonces lo oigo, ese aullido extraño en la lejanía, no como el de un can, es de algo peor, tal vez enfermo, gorgoteante, lastimero y con rabia contenida. Parece una bestia, quizás es algo peor. A este grito lastimero se le suman otros más. Se orquesta una letanía al cielo. Espero. Sé que rasguñarán mi vivienda, eso ya es algo común. Aprieto los puños para evadir el temblor. Mis piernas se tornan trémulas y doy un traspié.
Con cuidado me siento en la cama con los pies cerca del carbón metido en un balde de acero, ese que me sirvió para azar la carne. Junto los párpados, atraigo alguna melodía extraña e ignoro el pasar de las uñas, ese rechinido metálico que te pone los vellos de punta. Sacudo la cabeza. No. Nada podrá alivianar sus presencias. Jadeo y me hago un ovillo, abrazo con fuerza mis piernas y espero a que se cansen.
Pasa una hora y por fin se alejan, aunque sé que estarán atentos. No dejan que la fe se largue, puesto que saben que en algún momento por azares del destino tendré que salir con ellos allí, expectantes por verme. Aprieto el mango de mi hacha aún atada a mi cintura como si de este modo pudiese sentirme con más seguridad.
«Se irán, se cansarán y, al amanecer, ya no estarán».
A primera hora de la mañana, limpio los rastros de excremento que han dejado fuera de mi hogar. El sol ya está en lo alto. Aunque las heces ya han perdido esa composición algo aguada, el mal olor sigue reticente. Con una maldición silenciosa, doy media vuelta y entro en el container. Aseguro mi mochila a mi espalda, reviso que el filo de mi arma esté en condiciones, vuelvo a buscar las cadenas y por fin decido emprender mi pequeño viaje hacia ese manantial que tanto es custodiado por los otros. Sé que no se negarán a un trueque, tengo algo de valor que seguro no dejarán escapar. Hago lo posible por no echarle un vistazo a lo que alguna vez fueron unas casas, ahora sumidas en algo así como un desierto provocado por el mal cuidado. En las sombras estarán esos esperpentos o a lo seguro andarán en un lugar más frío como… un sótano húmedo. Odian el calor, pero no el sol. Odian el día, mas no por los fuertes rayos ultravioleta. Son nocturnos, sí, e inteligentes. No hay una explica
—Solía ser parte de los militantes —explica sin dejar de pasar sus pupilas entre las líneas garabateadas de mi agenda—. Fui ingenuo y estúpido. Pensé que siendo como ellos podría vivir sin temor alguno y con lujos, hasta que comprendí lo extremistas que son. Son como las guerrillas. Justo eso. Se aprovechan, se creen los altos mandos… Por cierto, ¿cuál es tu nombre?Poso mi dedo índice entre mis labios. Lo capta, mas no lo entiende como yo deseo, incluso parece intranquilo. Dejo caer los hombros y lo escribo.—¿Quiet? —Asiento con una sonrisa—. Eso no es un nombre.Me señalo una y otra vez. Alza sus manos sin querer discutirlo más.—Pues bien, es tu nombre. Es un gusto, Quiet, me llamo Sam.Sigo picando las zanahorias.No ahondaré más en su pasado, sé que oculta algo y es mejor que se quede
Con las cejas casi juntas, intento calmar los pensamientos embravecidos que evocan al antaño. Inspiro, así toda cavilación que no requiero se va. Alzo la mirada; el hombre viejo que aceptó el trueque mantiene su interés puesto en mí. Me crispo. Si está tan cerca puede saber dónde me quedo, y es lo que menos quiero. Lo saludo con una sonrisa, no sin antes bajar un poco mi bufanda. Su ceja se dispara hacia el nacimiento de su cabello y sus dedos se hacen del listón que sostiene su rifle. Los dos sujetos que le acompañan también se ponen alerta. Parece ser que son sus guardaespaldas, no, sus familiares. Eso sería lo más acertado y conveniente. Me apresuro en ponerme a la defensiva.—Buenas tardes. Veo que se dirige a pescar. ¿No le gustaría un poco de compañía? —Sacudo la cabeza. No le gusta, pues comprime los labios—. Usted parece, uhm, que pu
Me despierto al oír los rasguños y jadeos por parte de los esperpentos. Sam mantiene impasible frente a la hoguera; espera que el pescado esté hecho. Me incorporo y me froto los párpados. No dormí mucho. Con algo de reticencia, me vuelvo a poner las botas, esta vez sin medias, y busco en mi mochila una camiseta. La que traigo puesta ya ha de ser limpiada.Sam me ve vestirme, incluso lo pillo con una pequeña sonrisa.Lo observo con el entrecejo fruncido como pregunta.—Lo siento, fue inevitable no ver. —Carraspea al revisar la carne del pescado—. Quiet, ¿no te da vergüenza vestirte ante alguien que no…? Ejem, que no, pues, ya tú sabes, es muy obvio —musita. Me acomodo a su lado sin apartar la vista de la suya—. Veo que no le ves nada de malo. ¿Ellos todo el tiempo molestan? —Asiento—. No sé cómo puedes acostumbrarte a ellos.Me
A la mañana siguiente, él no está ni nada que me pueda asegurar que volverá. Me reclino y envuelvo mis rodillas con los brazos. Lo veía venir. Por el rabillo del ojo veo esa bolsa indeseable. Me levanto y la vuelvo a guardar sin tan siquiera examinarla. En la cúspide de mi martirio ya ni considero llorar, dado que esa emoción se ha vuelto una parte tan grande en mí que lo único que puedo demostrar es una soledad ambigua y una quietud zalamera.Al levantarme, diviso mi libreta abierta en medio de la mesa. Con el entrecejo fruncido, me acerco y deslizo los dedos por la caligrafía tosca que yace en toda una hoja. Mi respiración se agita y mi corazón se dispara mucho más que cuando corres por tu vida. «Es como una serendipia». Saber el trasfondo de su pasado, más profundizado y tratado con seriedad, junto a sus tomas de decisiones, desafortunadas como llenas de fort
Me gruñe. No me amilano ante su postura encorvada en claro signo de intimidación. Sam ha cesado sus golpes y solo alcanzo a oír sus jadeos entrecortados. Persiste en llamarme. Como mantengo el pie en la manija que solo puede deslizar la reja y ejerzo toda mi fuerza, él no ha podido salir justo por eso, también porque pongo todo mi peso.Le siseo.Se detiene a unos cuantos pasos de mí.Dejo caer la cabeza, de este modo le demuestro mi sumisión, y extiendo la mano sin temor alguno.Los minutos pasan, la lluvia empieza, los quejidos de Sam se vuelven más altos y las nubes que impactan entre sí para crear truenos se intensifican.Cuando siento sus dedos acariciar mi palma, es el momento indicado para alzar la vista. Está calmado, pero percibo algo de contrariedad en sus iris. Los otros hacen sonidos húmedos, unos que me crispan y me alteran un poco. Su nariz, que aún co
Paseo por el parque con las manos tras mi espalda. Más allá de donde me encuentro está el manantial, el cual ya desde mucho antes de ser construida la ciudad estaba. Alguna vez oí que era artificial, que fue creado naturalmente o por la mano humana. Divagaciones locas. Me decanto con que es natural y que fue creado por las lluvias. El que sea salado puede ser por la tierra. Me arrodillo a un lado de la pequeña huerta de hierbas que está bajo unos árboles, busco entre los tallos los que necesito, bajo mi bolso de lona donde suelo guardarlos y empiezo a arrancar el tomillo, el romero, la menta, la caléndula, la manzanilla… Agradezco que el suelo sea fértil.Me tenso al ver bajo mi nariz esa mano grande y tosca, como la de un primate, que tiene entre sus dedos una rama de hinojo. Alzo la vista; sus pupilas dilatadas parecen sonreírme. El cómo hace lo posible por ocultarme sus fauces me hace estir
—¿Quiet? ¿Qué hacías con esos esperpentos? ¿Qué…?Se silencia al verlos con más afinidad. Aprieta la mandíbula, me agarra del antebrazo y me arrastra a las malas hacia el container. Con suma parsimonia cierra las puertas con las pestañas juntas en una expresión incalculable.Reacciono. ¡Mi libreta! Me le acerco para alejarlo de la entrada, pero me envuelve entre sus brazos. Le doy manotazos para que me suelte. Esa libreta es muy importante para mí. No solo hay pequeñas observaciones mías, también de mi padre, las cuales son mayoría. Es lo único que me queda de él en su estado de consciencia pura. Maldice en voz baja y por fin me suelta. Jadeante, lo empujo. El rechinido de uno de los portones al abrirse se ve apaciguado por la brisa. Me inclino y busco a tientas la agenda. Al dar con ella, me incorporo y vuelvo a cerrar.&mdas