Apátrida
Apátrida
Por: Annie Löwe
Preludio

Atizo la madera que está a punto de volverse en carbón. Las bajas llamas, casi muertas, parecen revivir durante un efímero momento. Suspiro y dejo caer el palo. Tanteo el suelo en busca de lo que necesito, pues la luz anaranjada no llega hasta donde se halla. Esbozo una sonrisa. Lo agarro con cuidado y examino la carne envuelta en hojas de palmeras casi secas. Empiezo a pincharla con alargadas ramas y luego la posiciono en lo alto de la fogata. Con ahumarla será suficiente.

Recojo mis piernas y cuento los segundos que trascurrirán para que ya esté hecha, no es como si fuera mucho. Además, mi estómago está tranquilo, pero si me acuesto sin comer nada mañana amaneceré con alguna enfermedad y es lo que menos deseo. Le echo un vistazo al mundo que está fuera de mi caja de metal; ya no hay contaminación como para que las estrellas sean tímidas y brillen para escandalizar. Giro la carne con la cabeza ladeada. Quizá si consigo sal podré disfrutarla mejor. Alcanzo mi libreta, hojeo las páginas amarillentas y doy con lo que necesito. Leo las instrucciones que fueron garabateadas con celeridad. A duras penas se entiende el párrafo.

Consigue gramíneas, tienes que hervirlas por cierto tiempo. Te darás cuenta cuándo parar. Obtendrás sal vegetal.

Hago una mueca. Son difíciles de conseguir, mas posible. Sin embargo, dudo mucho hacer una aventura para hallar aunque sea una.

Otra opción es evaporar el agua de un manantial o del mismo mar, así podrás obtener sal marina o de manantial, pero has de saber que no sabes cómo hacerlo, quizás experimentando logres resultados. ¿A qué temperatura tendrá que hervirse?

Tacho con el viejo lápiz esta opción. Hay un manantial a unos cuantos kilómetros, seguro mañana podré ir por esa agua y tener lo que deseo. Guardo la agenda en mi mochila ya roída por el tiempo y amarro un viejo trapo en una de sus astas. Temo que se rasgue como anteayer. Vuelvo a picotear las ascuas. Al ver que la carne ya está rostizada y en buenas condiciones para ser consumida, la quito de las ramas y la devoro con cuidado. Pese a que está caliente, a duras penas percibo la quemazón. Vuelvo a contemplar las afueras. Vacilo un poco, pero a lo último me incorporo, piso el fuego y cruzo los portones. Me rasco el muslo y aspiro. El olor a arena no me es agradable.

El leve sabor de la carne, más sanguinolento por la falta de condimentos, permanece durante un buen rato en mi boca mientras camino cerca de algunos árboles que sufrieron tanto daño… que lograron aguantar. Esquivo ciertos escombros. No puedo caminar con tanta libertad, pero sí mantengo con las alarmas encendidas. Con los sentidos aguzos percibiré cualquier cosa que atente contra mi vida. Rechino los dientes al posarme frente al edificio que ya está más que deplorable. Solía ser un teatro, lo recuerdo muy bien, pues vendían al otro lado de la acera unas deliciosas palomitas. Las personas se aglomeraban alrededor del puesto sin importar la incomodidad de los transeúntes o los autos cercanos. Algo debía echarle al maíz el vendedor, dado que eran peculiares.

Pestañeo e intento rememorar más. No obstante, solo puedo capturar ciertas memorias, las demás están estropeadas.

«Perderás el tiempo si intentas rememorar. Mejor da media vuelta».

Regreso mis pasos. Uhm, cuanto me gustaría tener una muda de ropa o unos zapatos más cómodos. Los portones rechinan cuando los cierro y la oscuridad del container se vuelve más agresiva. A duras penas logro no tropezarme con los objetos que suelo acumular. Doy con las velas y la caja de fósforos. No demoro en encender las mechas. Con todo iluminado, me acerco a un asiento de madera en la esquina al lado de mi intento de colchón y cojo las cadenas que reposaban en él. Cuadro los hombros. Paso el metal casi oxidado por las agarraderas de las puertas, lo aseguro lo más que puedo, busco en mi bolsillo el candado y lo pongo. Me limpio el sudor de la frente al retroceder. Entonces lo oigo, ese aullido extraño en la lejanía, no como el de un can, es de algo peor, tal vez enfermo, gorgoteante, lastimero y con rabia contenida. Parece una bestia, quizás es algo peor. A este grito lastimero se le suman otros más. Se orquesta una letanía al cielo. Espero. Sé que rasguñarán mi vivienda, eso ya es algo común. Aprieto los puños para evadir el temblor. Mis piernas se tornan trémulas y doy un traspié.

 Con cuidado me siento en la cama con los pies cerca del carbón metido en un balde de acero, ese que me sirvió para azar la carne. Junto los párpados, atraigo alguna melodía extraña e ignoro el pasar de las uñas, ese rechinido metálico que te pone los vellos de punta. Sacudo la cabeza. No. Nada podrá alivianar sus presencias. Jadeo y me hago un ovillo, abrazo con fuerza mis piernas y espero a que se cansen.

Pasa una hora y por fin se alejan, aunque sé que estarán atentos. No dejan que la fe se largue, puesto que saben que en algún momento por azares del destino tendré que salir con ellos allí, expectantes por verme. Aprieto el mango de mi hacha aún atada a mi cintura como si de este modo pudiese sentirme con más seguridad.

«Se irán, se cansarán y, al amanecer, ya no estarán».

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