Con las cejas casi juntas, intento calmar los pensamientos embravecidos que evocan al antaño. Inspiro, así toda cavilación que no requiero se va. Alzo la mirada; el hombre viejo que aceptó el trueque mantiene su interés puesto en mí. Me crispo. Si está tan cerca puede saber dónde me quedo, y es lo que menos quiero. Lo saludo con una sonrisa, no sin antes bajar un poco mi bufanda. Su ceja se dispara hacia el nacimiento de su cabello y sus dedos se hacen del listón que sostiene su rifle. Los dos sujetos que le acompañan también se ponen alerta. Parece ser que son sus guardaespaldas, no, sus familiares. Eso sería lo más acertado y conveniente. Me apresuro en ponerme a la defensiva.
—Buenas tardes. Veo que se dirige a pescar. ¿No le gustaría un poco de compañía? —Sacudo la cabeza. No le gusta, pues comprime los labios—. Usted parece, uhm, que puede tener problemas en cualquier momento, por eso le ofrecí mi ayuda.
Sus acompañantes me escrutan como si quisieran deshacerse de mí.
—Creo que vive cerca, señor —revela el que está a su izquierda.
—Ah, ¿sí? Hace poco que nos hicimos del manantial y nos gustaría conocer a los vecinos.
Sé que esa sección no le pertenecía a nadie, que estaba allí para el que quisiera. Jamás pensé que tuviese dueño. Ellos son nuevos, tengo ese conocimiento pleno porque no los vi antes pululando por allí. Recién me enteré de su existencia cuando fui a por un poco de agua.
—¿Y si nos muestras dónde vives? —gorjea el que está a la derecha.
Entrecierro los ojos.
—Es mejor dejarle en paz. Mira lo que tiene, un hacha. Uh, eso nos haría bastante daño —se burla el otro.
Al anciano se le levanta un poco la comisura superior de su boca. Miro hacia la oscuridad que brinda el recibidor de un destruido hotel, si es que lo fue. Sé que están ahí, que me ven y muestran su presencia unos segundos después, ya que sus hocicos se entreven en la penumbra. Elevo la mirada hacia el firmamento; se nubla poco a poco. Doy unos pasos atrás. Los nuevos piensan que es por temor, entonces se echan a reír.
Empiezo a doblar las rodillas y, cuando estas ya conectan con el suelo polvoso, esbozo una sonrisa y muestro los dientes. Ese es mi modo de reírme también.
—¿Qué te hace tanta gracia, ser mugriento? —masculla el viejo ya con el rifle entre sus manos.
Extiendo el brazo en dirección a ellos. Muevo los labios y se lo digo en silencio.
Ya con susto lo capta demasiado tarde.
Me echo del todo en la tierra y ruedo en ella para que ninguna bala se me cruce. Gateo a duras penas entre el fuego cruzado y los gorgoteos hambrientos de esas cosas que ni se inmutan de los proyectiles. Jadeante y con esfuerzo, logro esconderme detrás de un muro que medio se mantiene en pie. Los sonidos húmedos de la carne siendo arrancada de los huesos es suficiente para que mi estómago se remueva. Me cubro la boca con la palma y aprieto los párpados. Mi mundo se bloquea y mis latidos son lo único que alcanzo a oír. La calma vuelve y me acuna con suavidad. Cuando abro los ojos, tengo a uno frente a mí. De su hocico sale baba tintada de carmesí; sus fauces bien abiertas me muestran dientes afilados que alguna vez fueron humanos. Se dobla y queda en una posición semisentada. Ha perdido ya su forma que le identificaba como un ser humano, ahora parece más un primate con sarna, sin pelaje y con una piel muy dura, con pústulas y un hedor a podrido. Bajo la mano con lentitud y le ofrezco una pequeña sonrisa.
«Gracias».
Se yergue, me da una última revisión breve y regresa a las sombras que ahora son su hogar. Me impulso hasta estar de pie, alcanzo mi caña, que quedó en el centro del camino, y esquivo cada trozo de carne o extremidad con suma calma. Los vuelvo a observar; sus orbes brillosos me siguen.
Sé que en silencio me piden que me una a ellos.
Tarareo en voz baja con el mango de la caña entre mis piernas dobladas. Mantengo la paciencia con la atención fija en el agua en calma. Respiro hondo y dejo que las gotas de llovizna me golpeen, no con tanta fuerza, más bien como una caricia.
De repente, el nylon se mueve y olas pequeñas empiezan a surgir. Agarro el mango con fuerza y empiezo a retroceder, dándole pelea al pez que acabo de capturar. Suelto un chillido al sacarlo del río. Es grande, no sé qué clase es, pero lo que sí sé es que es comestible. Su aleta casi me da en el antebrazo al depositarlo sobre algunas hojas de palma.
«Lo siento mucho, pero serás nuestra cena».
Al finalizar con el proceso de descamarlo y sacarle las vísceras, lo envuelvo. Pronto anochecerá y es mejor volver. No podré darle caza a otro pescado.
Al pasar por el lugar donde solo quedaron partes de lo que alguna vez fue un anciano junto a su grupito, lo hago como si nada, como si no me dieran arcadas e ignorante de los causantes. La lluvia se llevará su sangre. Asimismo, las partes de órganos diseccionados.
Esta vez me tocará redoblar la seguridad del container. Mañana me tocará buscar rejillas, tubos metálicos y herramientas para montar una cerca para distraerlos de arañar más el acero, pues ya está débil y en cualquier momento se rasgará por fin.
Sam me recibe molestándose las heridas. Le doy un empujón para que no lo haga más. En mi agenda anoto el plan de mañana y se lo doy a conocer.
—Es una muy buena idea. Te ayudaré. ¿No se supone que el que cace mientras vive aquí soy yo? Venga, dámelo, aunque sea déjame cocinarlo. Será un buen complemento para el arroz que dejaste.
Me encargo de cerrar los portones, pasar las cadenas por las manijas e incluso poner un pedazo de puerta de madera, una que utilicé de cama antes de conseguirme el colchón, por si las moscas. Pronto estarán aquí, querrán traspasar y sacarme a rastras. Saben que tengo compañía y desearán deshacerse de Sam.
Me quito las botas y la chaqueta, al igual que las medias.
—Te vuelvo a agradecer, Quiet. —Lo contemplo al sentarme en la cama—. No cualquiera deja que un desconocido se quede en donde se resguarda del frío y de esas alimañas. Lamento haberte golpeado, en serio que lo hago. Pensé que me ibas a rematar. ¿No temes a los militantes? Puedo sobrevivir a la intemperie con estas heridas, bueno, hacer el intento. Sin embargo, sé que un mal movimiento me dejará hecho una nada. —Pela las últimas zanahorias. Tiene la vista perdida—. Sé que te debo más explicaciones, que solo he de quedarme una semana, de la cual solo me queda cinco días. Ya te dije mi nombre, que tuve familia, que hice parte los militantes, pero aun así no deberías estar tan campante conmigo a tus anchas. ¿No temes que te mate mientras duermes? ¿Que te robe?
Espera a que escriba en mi libreta. Lee una y otra vez lo que yace escrito.
—¿Que todos merecemos una segunda oportunidad? —Se despeina el pelo y niega—. No, Quiet, no. Estamos en… en una época apocalíptica. Incluso tu madre podría pensar en matarte, no sé, cuando le des la espalda. No me mires así, que estoy siendo retórico. Ah, m****a. En fin, no es que desee que tengas más desconfianza. ¡Dormimos juntos como conocidos! Se me hace raro, lo siento. Pero sé que estás alerta; no te quitas esa hacha y duermes con un ojo abierto. —Se pausa para leer lo que acabo de anotar—. Vale, sí, tienes razón. Yo hubiese hecho lo mismo por ti. Que sí, fui un militante. Sí, hice cosas desagradables. Sí, fue la mejor decisión salirme de sus filas, mas tuve un regalo: ser herido. Lo que me da curiosidad, Quiet, es qué harás cuando me vaya, ¿seguir viviendo en la soledad? —Asiento—. ¡Lo sabía! Seguirás viviendo en este container con esas… esas cosas cerca, es más, alrededor tuyo. ¿Que es una buena estrategia? Claro, pero también es un arma de doble filo. ¿Que no atacan en el día? Son nocturnos, duermen a horas de la noche. No obstante, está la posibilidad de que ataquen a plena luz de la mañana, por darte un ejemplo.
Se calla al verme acostarme. Sabe que hemos llegado al final. Vuelve a sacudir la cabeza y decide seguir picando los vegetales que quedan. Los párpados se me empiezan a juntar.
—Te despertaré cuando la cena esté hecha. —Pone las rebanadas en la olla y las saltea con algunas hierbas para luego escrutarme—. Mañana te acompañaré a traer lo que necesitas para hacer esas vallas, ¿vale?
Afirmo con el mentón y estiro la mano para agarrar el periódico, lo doblo y lo guardo debajo del colchón cuando me vuelve a dar la espalda.
Él no debe saber sobre las palabras tachadas, si es que no se puso a revisar el causante de mi repentino cambio de humor.
Me despierto al oír los rasguños y jadeos por parte de los esperpentos. Sam mantiene impasible frente a la hoguera; espera que el pescado esté hecho. Me incorporo y me froto los párpados. No dormí mucho. Con algo de reticencia, me vuelvo a poner las botas, esta vez sin medias, y busco en mi mochila una camiseta. La que traigo puesta ya ha de ser limpiada.Sam me ve vestirme, incluso lo pillo con una pequeña sonrisa.Lo observo con el entrecejo fruncido como pregunta.—Lo siento, fue inevitable no ver. —Carraspea al revisar la carne del pescado—. Quiet, ¿no te da vergüenza vestirte ante alguien que no…? Ejem, que no, pues, ya tú sabes, es muy obvio —musita. Me acomodo a su lado sin apartar la vista de la suya—. Veo que no le ves nada de malo. ¿Ellos todo el tiempo molestan? —Asiento—. No sé cómo puedes acostumbrarte a ellos.Me
A la mañana siguiente, él no está ni nada que me pueda asegurar que volverá. Me reclino y envuelvo mis rodillas con los brazos. Lo veía venir. Por el rabillo del ojo veo esa bolsa indeseable. Me levanto y la vuelvo a guardar sin tan siquiera examinarla. En la cúspide de mi martirio ya ni considero llorar, dado que esa emoción se ha vuelto una parte tan grande en mí que lo único que puedo demostrar es una soledad ambigua y una quietud zalamera.Al levantarme, diviso mi libreta abierta en medio de la mesa. Con el entrecejo fruncido, me acerco y deslizo los dedos por la caligrafía tosca que yace en toda una hoja. Mi respiración se agita y mi corazón se dispara mucho más que cuando corres por tu vida. «Es como una serendipia». Saber el trasfondo de su pasado, más profundizado y tratado con seriedad, junto a sus tomas de decisiones, desafortunadas como llenas de fort
Me gruñe. No me amilano ante su postura encorvada en claro signo de intimidación. Sam ha cesado sus golpes y solo alcanzo a oír sus jadeos entrecortados. Persiste en llamarme. Como mantengo el pie en la manija que solo puede deslizar la reja y ejerzo toda mi fuerza, él no ha podido salir justo por eso, también porque pongo todo mi peso.Le siseo.Se detiene a unos cuantos pasos de mí.Dejo caer la cabeza, de este modo le demuestro mi sumisión, y extiendo la mano sin temor alguno.Los minutos pasan, la lluvia empieza, los quejidos de Sam se vuelven más altos y las nubes que impactan entre sí para crear truenos se intensifican.Cuando siento sus dedos acariciar mi palma, es el momento indicado para alzar la vista. Está calmado, pero percibo algo de contrariedad en sus iris. Los otros hacen sonidos húmedos, unos que me crispan y me alteran un poco. Su nariz, que aún co
Paseo por el parque con las manos tras mi espalda. Más allá de donde me encuentro está el manantial, el cual ya desde mucho antes de ser construida la ciudad estaba. Alguna vez oí que era artificial, que fue creado naturalmente o por la mano humana. Divagaciones locas. Me decanto con que es natural y que fue creado por las lluvias. El que sea salado puede ser por la tierra. Me arrodillo a un lado de la pequeña huerta de hierbas que está bajo unos árboles, busco entre los tallos los que necesito, bajo mi bolso de lona donde suelo guardarlos y empiezo a arrancar el tomillo, el romero, la menta, la caléndula, la manzanilla… Agradezco que el suelo sea fértil.Me tenso al ver bajo mi nariz esa mano grande y tosca, como la de un primate, que tiene entre sus dedos una rama de hinojo. Alzo la vista; sus pupilas dilatadas parecen sonreírme. El cómo hace lo posible por ocultarme sus fauces me hace estir
—¿Quiet? ¿Qué hacías con esos esperpentos? ¿Qué…?Se silencia al verlos con más afinidad. Aprieta la mandíbula, me agarra del antebrazo y me arrastra a las malas hacia el container. Con suma parsimonia cierra las puertas con las pestañas juntas en una expresión incalculable.Reacciono. ¡Mi libreta! Me le acerco para alejarlo de la entrada, pero me envuelve entre sus brazos. Le doy manotazos para que me suelte. Esa libreta es muy importante para mí. No solo hay pequeñas observaciones mías, también de mi padre, las cuales son mayoría. Es lo único que me queda de él en su estado de consciencia pura. Maldice en voz baja y por fin me suelta. Jadeante, lo empujo. El rechinido de uno de los portones al abrirse se ve apaciguado por la brisa. Me inclino y busco a tientas la agenda. Al dar con ella, me incorporo y vuelvo a cerrar.&mdas
Aprieto los dientes, saco el cargador de la pistola y reviso que tenga las suficientes balas, le quito el seguro y echo cabeza. Rememoro cómo debo posicionarme; con las piernas separadas, los brazos rectos y los hombros perpendiculares a estos.No lo observo cuando sale, solo espero un minuto para seguirle y me confundo entre la maraña de matorrales. Cierro los ojos cuando lo tiran al suelo con tanta agresividad que alcanzo a oír el quejido de sus huesos y a él diciéndole a un excamarada que no sea tan bruto. Lo levantan como algo que no sirve, no sin antes ponerle los grilletes con tanto hastío que los han apretado más de lo debido.Inspiro y expiro, nivelo los latidos de mi corazón.Es una cuadrilla.Espero a que recojan sus puestos y me muevo cuando ya están listos. Sam en ningún instante hace acopio de girarse para buscarme. Las palmas se me vuelven gelatina y el sudor no tarda en e
Estudio cómo duerme con expresión ida. Parece ajeno a este mundo desagradable, lleno de dolor y memorias tan agudas como un cruel cuchillo a punto de atravesar tu corazón. Con curiosidad, entierro los dedos en su cabello y sopeso la textura. Mi mente vuelve a viajar a la decisión que tomé a última hora, así que me levanto y vuelvo a revisar la corrediza de la Beretta y su cargador. Si tanto necesito más balas, a él no lo arriesgaré. Sí, también ha de tener conocimientos de cómo defenderse. Sin embargo, a la hora del pastel sanguinolento, si lo pierdo, me echaré la culpa y mis días estarán contados a partir de allí.Me pongo de pie y suspiro. Cuadro los hombros, estiro los brazos y zarandeo la cabeza para que mi cuello se afloje un poco. Han de ser las siete de la mañana, hora perfecta para salir. Aprieto la correa del hacha contra mi cintura al mismo t
Atravieso la entrada principal. Aquí reina la oscuridad. Saco la linterna y la golpeo antes de revisar que las pilas que le puse hace unos días funcionan. Parpadea un largo rato antes de iluminar el lugar. La agitación retoma la batuta y la sudoración empieza a surgir. Hay heces en todas partes, incluso nidos hechos de ropa y otras cosas. Se divierten en el recibidor y han de dormir en algún local lo suficientemente helado como para hacerlos hibernar durante unas pocas horas. Observo las esquinas; restos de cuerpos están apilados contra la pared que solía ser de un color granate. Algunos son frescos y otros llevan tiempo. En la carne putrefacta y huesos a la vista revolotean moscas, entre otros insectos, y no faltan las ratas que se dan un buen festín.Se arriesgaron y jamás volvieron, quizá solo como restos.Señalo hacia las escaleras manchadas de sangre coagulada y seca. Menos mal tengo una