VI

Me gruñe. No me amilano ante su postura encorvada en claro signo de intimidación. Sam ha cesado sus golpes y solo alcanzo a oír sus jadeos entrecortados. Persiste en llamarme. Como mantengo el pie en la manija que solo puede deslizar la reja y ejerzo toda mi fuerza, él no ha podido salir justo por eso, también porque pongo todo mi peso.

Le siseo.

Se detiene a unos cuantos pasos de mí.

Dejo caer la cabeza, de este modo le demuestro mi sumisión, y extiendo la mano sin temor alguno.

Los minutos pasan, la lluvia empieza, los quejidos de Sam se vuelven más altos y las nubes que impactan entre sí para crear truenos se intensifican.

Cuando siento sus dedos acariciar mi palma, es el momento indicado para alzar la vista. Está calmado, pero percibo algo de contrariedad en sus iris. Los otros hacen sonidos húmedos, unos que me crispan y me alteran un poco. Su nariz, que aún conserva la forma humana, se frunce para luego soltar un chillido que me hace juntar los párpados. Al separarlos, ya no están en medio del camino.

Suelto todo el aire que contenía.

«Gracias».

Deslizo hacia arriba el portón. Trastrabillo cuando me envuelve entre sus brazos con tanta fuerza que me impide respirar. Hunde su rostro en el hueco entre mi cuello y hombro. Con el asombro corriendo en mis venas, le devuelvo el abrazo y palmeo su espalda baja con la mirada perdida. Se separa un poco. Nuestras narices se rozan y nuestros ojos están a la misma altura. Sus erráticas exhalaciones son como un soplo fresco.

—No te preguntaré qué hiciste, solo… solo no lo vuelvas a hacer.

Ladeo la cabeza y me separo.

Se irá pronto, no habrá una segunda vez.

Sus manos se posan en mis mejillas y me obliga a verlo. Tiene las pupilas dilatadas y su boca se mantiene entreabierta.

—No sé qué haces en mí, pero… —reposa su frente en la mía— no me preocupes así, por favor. Pensé que te sacrificabas, que ya no te volvería ver. —Quita con suavidad algunos mechones de mi cabello que interrumpen con su toque.

Me vuelvo a alejar. Agarro su mano de nuevo y se la aprieto. Esbozo una sonrisa tranquila. Titubea antes de ofrecerme una y se aleja. Del piso enmoquetado levanta lo que recogimos en la ferretería y caminamos bajo la llovizna. No hay nada que temer por ahora. Sin embargo, algo de miedo se instala en mi pecho al presentir sus emociones, unas que me son raras por tan poco tiempo y otras que me confunden. Lo contemplo por el rabillo del ojo; no sé cómo se pudo apegar a mí tan rápido. ¿Acaso la soledad hace esto? ¿Que la primera persona que no le hizo sentir solo le haga reaccionar así pese a que estuvo rodeado de gente? ¿Su reacción es natural?

Me dejo conducir con las cavilaciones a mil.

Algo me dice que no solo se quedará durante una semana.

Gracias al diluvio hoy no se podrá poner la rejilla ni reforzar las partes del container que están con rasguños u óxido. Me siento en la silla donde suelo poner las cadenas y pongo sobre mis muslos otro periódico sin importar que se moje; lo leo solo para evitar ver al castaño.

Los hospitales ya no pueden recibir a más enfermos. La salud colapsa y el miedo se alza. La clínica Saint Join declara que tiene bajo presupuesto, poco personal e instrumentación de limpieza como para mantener a sus pacientes tranquilos. Asimismo, las personas han empezado a pelearse por alimentos e incluso dónde dormir. La ciudad decayó. Las fuerzas militares hacen lo posible por contener el brote, al igual que los ataques de los países vecinos.

La milicia no solo se encarga de proteger a los pocos ciudadanos que quedan, también en salvaguardar el bienestar que está siendo amenazado por grupos subversivos que han salido a la luz y que se desconoce sus fines. Solo se tiene la leve idea de que su surgimiento es por lo siguiente:

Pronto no existirá un gobierno.

Lo demás está ilegible, dado que las hojas no pudieron salvarse durante mucho tiempo. Busco entre las otras páginas y encuentro una que hace que mis ojos tiemblen en plena lectura. Aprieto un poco el amarillento periódico. Justo ese texto.

Los centros de acogida hechos por el gobierno han llegado a su límite. Miles de niños y adolescentes son recibidos. No hay suficiente comida para surtir, ni siquiera catres. Fundaciones sin ánimo de lucro hacen lo posible por reunir y hacer consciencia a las grandes industrias y empresas para que suelten un poco de donaciones. La ONU no da contestación alguna, parece ser que ya se desintegró y puede que solo sean rumores.

Al cabo de unos pocos días, centenares de jóvenes han sido desahuciados, entre ellos algunos que sufrieron grandes secuelas traumáticas o que, por muy lamentable que sea, vivieron o fueron…

Paso la yema por el gran rayón de lápiz que me impide leer lo que sigue. Entonces recuerdo que yo fui quien tachó esa parte del párrafo. Comprimo los labios y exhalo. Empiezo a reducir eso que parece ser ansiedad y dejo a un lado la compilación de hojas. Decido serenarme. Le doy una leve revisión a Sam y pongo mi agenda entre mis piernas.

Me levanto para ayudarlo a despellejar a los conejos.

Asiente como agradecimiento.

Con disimulo, le muestro lo que está escrito en mi libreta.

—Quiet, ¿te parece mal que me quede del todo? —Vacilo—. Sé que hay hombres detrás de mí y que si me encuentran podrás ser parte de mi masacre. Si logramos escapar, no podremos volver. No obstante, tu container está en un lugar estratégico. Es una zona infranqueable. —Se queda en silencio. Lo escruto con el entrecejo fruncido y detengo mi avance en quitarle el pelaje a un conejo—. Es decir, es imposible acceder o franquear. Ni siquiera los militantes serían capaces de dar un paso por estos lares. Yo fui el que se adentró. Me dispararon de lejos. En ese momento, mientras era perseguido, pensé que prefería ser devorado por una criatura a ser asesinado por traidor. Primero el honor, ¿no? —satiriza y empieza a cortar un pernil—. Por ti es que sigo vivo. Mereces que esté para ti en cualquier momento.

Con la mandíbula apretada escribo con rapidez mi respuesta.

Palidece.

—¿Crees eso? Vale, tienes razón. —Deja el cuchillo, se limpia las manos y se tira en la cama con los dedos enterrados en su pelo—. Creo que la respuesta es cierta: la soledad te hace aferrarte a los demás con facilidad y sentir atracción. Sí, es una excusa que te debo mi vida y que en realidad me quiero quedar porque estoy a gusto contigo.

Asiento, pero no quiero que él sepa…

Sacudo la cabeza y continúo con lo que dejó.

—Entonces… ¿podré quedarme? —Detengo el cortar y dejo caer los hombros—. Eso es suficiente para mí.

Se incorpora, me quita al animal y sigue con lo suyo. Me aparto para verlo y luego me acomodo en el colchón. Creo que merezco su compañía, después de todo, sé que he estado en el fondo de una oscuridad que me engullía poco a poco para solo hacerme sentir que perdí esperanza alguna. Con él tal vez deje la añoranza atrás.

Me acuesto.

El techo me hace olvidar.

Paso el dorso de mis manos por mis párpados como si quitara alguna suciedad, pero en realidad deseo borrar las imágenes que están detrás de ellos y que circulan como si fuesen deseadas, algo que no es así. Las deseo fuera de mí. En realidad, anhelo borrarlas como un archivo indeseado. Solo sirven para lastimar.

Me pongo en pie por enésima vez y me dirijo hacia los portones entreabiertos. Sé que están así porque lo pedí bajo la contrariedad del castaño. Sé que no nos atacarán después de la pequeña reyerta. El frío de la lluvia cala en mí como si me recordara que sigo con vida y que no solo me esfuerzo por continuar así, también para diluir un poco mis errores con el pasar de los días. Me decido luego de unos minutos. Pongo las cadenas y las encierro con el candado. Apoyo la frente en el gélido metal rasguñado con los ojos cerrados. El caer de las gotas de agua sobre el techo es como un arrullo. Me tambaleo y parece que me voy a caer, pero unas cálidas manos me sostienen de la cintura.

—¿Estás bien?

Lo observo al girarme con rapidez.

Está intranquilo.

Asiento con suavidad y muevo el mentón en dirección a la cama.

—¿Tienes sueño? —Asiento—. ¿Por qué no duermes entonces?

Alejo la vista de la suya y quito sus manos. Pese a que están un poco húmedas, soy consciente de que se movió rápido para saber si me caería por un resfriado o algo similar. Se las aprieto y le sonrío. Inquieto, me devuelve el gesto.

—¿No puedes? —Afirmo con un cabeceo, paso de él y sazono la carne con las pocas hierbas que me quedan. Mañana tocará ir a recoger unas cuantas—. Cuanto me gustaría que hables. No leo mentes, ¿sabes? —gorjea.

Le doy un empujón.

Entre risas terminamos de cocinar y ya estamos sentados probando lo que resultó a lo último.

Él está contento.

Yo lo único que puedo hacer es simular serlo.

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