XIII

Vuelvo a cerrar los ojos.

Sus nudillos se pasean por mi pecho y su respiración se vuelve errática con efluvios húmedos que incrementan mi repudio. Entonces, cuando cree que ya me tiró del todo a la sumisión y me encara, le doy un cabezazo justo en su tabique, el cual cruje bajo mi frente. Aquel líquido carmesí sale disparado, así como sus palmas, que hacen lo posible por detenerlo. Cuando se remueve y me da libertad de mover una pierna, no titubeo al darle una patada en el centro de su asqueroso abdomen. Me estiro, toqueteo el filo del cuchillo militar, aprieto con brío el mango y esta vez soy yo quien se instala en su pecho. Le doblo el brazo y me deleito con el sonar del húmero quebrarse. Brama, incluso llega a insultarme, pero se queda quieto al sentir la hoja en su pescuezo. Me acerco lo suficiente a su cara para inspeccionar mejor sus trémulos orbes.

«A algunos nos enseñan a

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