Narra Lorena.
Dicen que para salir del barro hay que ensuciarse un poco más. Yo aprendí a revolcarme con estilo. Ruiz no es tonto. Por eso lo beso más fuerte. Por eso le muerdo los labios como si fueran míos. Porque sé que cada caricia lo hace bajar un poco la guardia, y cada jadeo le nubla la vista justo donde necesito que deje de mirar. Cuando me levanta, cuando me apoya contra esa cama que no es suya ni mía, solo una excusa en medio de la guerra, yo no estoy pensando en su cuerpo. Estoy contando segundos. Midiento reacciones. Buscando grietas. Porque mientras él me recorre con manos firmes, yo repaso mentalmente cada cosa que escondía en su chaqueta. La foto arrugada del viejo al que mandaron a dormir bajo tierra. El papelito con una dirección anotada a mano. Una llave. Una marca. Una pista. Y entonces sus labios bajan por mi cuello y yo me arqueo, exagerada, como si eso me dominara. Pero no me domina. Solo me despierta algo que hace rato tenía dormido, y eso es jodidamente más peligroso. No porque me enamore, No soy tan estúpida. Sino porque me gusta cómo se siente el peligro, el fuego. Con cuchillas ocultas bajo las sábanas. Sus dedos van a donde no deberían, y yo lo dejo, esta escena es mía también, porque no soy víctima, y no soy peón, no soy la pobre puta atrapada en un cabaret. Yo elegí esto. Elegí meterme entre sus brazos, entre sus planes, entre sus miedos, porque si hay algo que los hombres no esperan, es que una mujer les clave un puñal cuando están desnudos. Y yo aprendí que ese es el mejor momento para atacar. —¿Estás segura de esto? —me pregunta, bajito, con esa voz que quiere parecer humana. Le muerdo la orejam, y le susurro: —Estoy más segura que vos. Y entonces me dejo ir. Me dejo tomar, como si no tuviera pasado. Como si no cargara con los golpes de Carlo, con las noches sin nombre, con las miradas clavadas como cuchillos. Porque en ese instante, mientras Ruiz me toma como si fuéramos los últimos dos seres vivos del planeta, yo me convierto en otra cosa. En un arma. Y no puedo evitar pensar… que si él cree que me está usando, es porque no tiene idea de lo que se viene. … Ruiz fuma. Siempre fuma después. Como si cada calada le ayudara a tragarse las ganas de quedarse. Lo miro desde la cama, la sábana pegada a mi piel todavía húmeda, el corazón más calmado de lo que debería estar después de lo que hicimos. No fue sexo, fue algo más sucio, más real, como dos fieras cansadas de fingir que no sienten. Él no lo admite, pero lo noto en su forma de moverse, Ruiz, Ruiz, el muy maldito no está acostumbrado a perder el control, y menos con una mujer que no puede comprar. Se cree el cazador. Se olvida de que a veces la presa muerde. Se levanta sin mirarme, como si no importara, como si no me hubiera tenido adentro suyo, entre sus dientes. Claro que yo no digo nada. No lo detengo. No soy una idiota, pero me entrené para parecerlo. Lo veo revisar su chaqueta. Siempre revisa su chaqueta, y sé por qué. Él piensa que no me di cuenta cuando fue al baño. Que no vi la oportunidad, pero la vi, y la tomé. El sobre estaba donde imaginé, las llaves, el papel arrugado con coordenadas, una nota escrita a mano con tinta azul. No me robé nada. No todavía. Solo memoricé, claro que yo no soy ladrona. Soy una mujer con hambre. —¿Dormida? —pregunta con esa voz de lija mojada que usa cuando no sabe si está en peligro. —¿Te asusta que lo esté? —le respondo sin mirar. Si supiera la mitad de las cosas que me he callado, se atragantaría con ese cigarro. Y entonces suena mi celular. La vibración corta el aire como un cuchillo mal afilado. Miro la pantalla. Reconozco el número. La voz del otro lado no necesita explicaciones. —Lorena… llegó Carlo. Está en el club. Preguntó por vos. Está… raro. Ruiz me mira. Yo trago saliva, como si fuera veneno. —¿Todo bien? —me pregunta. —Sí —miento, poniéndome de pie con el vestido a medio cerrar—. Todo perfecto. Y le sonrío como si no tuviera una bomba a punto de explotar entre las costillas. Como si no supiera que Carlo, el hombre que me puso en una jaula, acaba de volver a cerrar la puerta desde afuera. El problema es que ahora ya probé cómo se siente estar sin ella. Y no estoy segura de que pueda volver a obedecer. … La alfombra de terciopelo rojo está sucia, gastada, con olor a tabaco rancio y desesperación. Cada vez que la piso, me acuerdo de que Carlo no limpia nada que no sea su imagen. Subo las escaleras del cabaret con las piernas firmes, pero por dentro… Por dentro se me retuercen los órganos como si supieran lo que viene. Hace semanas que esquivo esta oficina, este techo, esta maldita lámpara de araña que gotea polvo. Pero el mensaje era claro. "Subí. Ya." Y acá estoy. Empujo la puerta sin golpear. Si me quiere sumisa, va a tener que buscar otra. Lo encuentro detrás del escritorio, con la camisa desabrochada y los ojos cargados de ese veneno que guarda solo para mí. —Mirá quién se dignó a aparecer —dice sin mirarme, como si yo fuera una cucaracha en la pared. No contesto. Me planto frente a él. Si algo me enseñó este infierno, es que al miedo se lo disfraza con los tacones más altos y el maquillaje más intacto. —¿Me estabas buscando? —le lanzo, con esa voz neutra que aprendí a usar para no mostrar ni un rasguño. Carlo sonríe. Pero no es una sonrisa. Es un gesto de asco contenido. —Hace dos días que no te veo por acá. ¿Te creés estrella ahora? ¿Te pensás que este lugar gira alrededor de tu culo? —Tu local gira alrededor de las tetas que se suben al escenario —respondo sin pestañear—. No te confundas, Carlo. Si no estoy, la caja se nota. Fue un error. Lo sé apenas lo digo. Él se levanta de la silla con esa lentitud que me hiela la espalda. Se acerca. Sus pasos hacen crujir la alfombra sucia. —¿Así que ahora me hablás como si fueras imprescindible? —dice, muy cerca, demasiado—. ¿Qué hacés, Lorena? ¿Quién te infló la cabeza? ¿El idiota ese que te anda rondando? Y ahí está. Ruiz. Él no lo nombra, pero lo huele. Lo presiente. Lo ve en mis movimientos, en mis silencios. Carlo es todo lo que detesto, pero no es tonto. Sabe leer las grietas. —No tengo que rendirte cuentas —digo, pero mi voz ya no suena tan firme. Me toma del mentón. No me aprieta. Aún no. Pero su mano me da asco. Sus dedos huelen a poder podrido. —Claro que me las tenés que rendir. Porque si estás acá, es por mí. Porque si comés, si vivís, si tenés esos zapatos, ese techo, esa pintura en la cara… es porque yo te mantengo. Me trago las ganas de escupirle. Porque sé cómo termina eso. —¿Y si me voy? —pregunto. Se ríe. Fuerte. Esa risa vacía que no toca los ojos. —Andate, mi amor. Pero dejá las tetas en el camerino. Dejame los bailes, dejame el nombre. Porque sin mí, no sos nadie. Una puta de quinta. Eso eras. Y eso volvés a ser si me traicionás. Me suelta de golpe. Camino dos pasos hacia atrás. Me tiembla la garganta, pero no me la arranco. Me recompongo. Me río yo, ahora. Bajito. —Vos creés que me hiciste. Pero te olvidás de algo, Carlo… yo ya era todo esto antes de que me metieras en tu circo. Y puedo ser más. Mucho más. Él no responde. Solo me observa. Y eso me da más miedo que cualquier grito. Porque Carlo no grita cuando realmente se enoja. Carlo planea. Me doy vuelta y me voy. Sin pedir permiso. Sin mirar atrás. Pero mientras bajo las escaleras, me doy cuenta de que me están mirando. No los clientes. No las otras chicas. Martín. El tipo de mirada que no es casual. Que no está para disfrutar el show. ¿Quién lo mandó? No hace falta pensar demasiado. Ruiz está más cerca de lo que creí. Y eso... Eso puede ser bueno o puede ser un nuevo tipo de jaula. Una jaula con paredes de deseo, mentiras… y planes que no son míos.Narra Lorena. Más tarde… Cuando mis tacos pisan el suelo de mármol falso del salón principal, algo en mi pecho se afloja. No es alivio. Es ese tipo de vacío que aparece cuando sobrevivís a una tormenta pero sabés que otra viene detrás. Me siento en el borde del escenario, donde hace unas horas bailaba envuelta en lentejuelas y mentiras, y me saco los zapatos con rabia. Me lastiman. Me cortan como las palabras de Carlo. Y ahí, sin querer, sin buscarlo, se me cuela un recuerdo. Uno de esos que todavía no logro expulsar del cuerpo. Fue hace años… Carlo tenía el pelo más largo y menos odio en la mirada. Me recogía en la puerta del hostel con un ramo de flores robadas de alguna plaza y un cigarrillo en la comisura de los labios. Yo venía de bailar por monedas en bares pegajosos, y él… Él me hizo sentir, por primera vez, que no era desechable. —Con ese cuerpo, nena, vas a tener el mundo a tus pies. Pero primero… te lo doy yo. Me reí en su cara, como hago siempre que me quieren vend
Narra Ruiz.Hay algo en el silencio que me irrita más que un balazo mal dado.Cuando alguien como Lorena no da señales de vida después de una noche así, no es prudencia, no es distancia. Es ruido disfrazado. Es tormenta a punto de caer.Mi celular vibra sobre la mesa mientras el café se enfría.Es Lázaro, uno de mis ojos en la calle. Tiene ese talento para pasar desapercibido entre los hombres con trajes caros y las prostitutas con maquillaje corrido. Un soplón discreto, eficiente, y sobre todo, barato.—Hablá —le digo sin preámbulos.—Anoche la vi salir. Cruzó directo al cabaret. Carlo la esperaba en su oficina. Entró sola. Nadie más.—¿Y?—Estuvo ahí adentro como media hora. Cuando salió, tenía la cara dura, apretaba los puños. El hijo de puta le gritó. Se escuchó desde el pasillo. Nadie quiso meterse. Vos sabés cómo son con Carlo…—¿La tocó?—No lo vi, pero… la forma en que caminaba. Como si estuviera conteniéndose de romper algo. No se quedó. Se fue directo a su edificio.Me froto
Narra Lorena.Hay noches que se sienten como una cuerda tensa sobre la garganta.No importa cuán alto camines, sabés que un paso en falso te va a partir el cuello.Esta noche es así.El departamento está oscuro cuando salgo. Me dejo el maquillaje puesto, el escote lo suficientemente marcado como para no parecer desesperada pero sí convincente. Las medias me ajustan como un secreto. No soy tonta: sé qué efecto tengo. Y sé lo que quiero sacar de eso.Ruiz cree que me está moviendo como una pieza.Carlo cree que sigo en su bolsillo, aunque me grite, me humille, me mire como si ya no sirviera ni para adornar la puta barra de su club.Pero ninguno de los dos me conoce realmente.No saben que esta vez, soy yo la que mueve las fichas.Camino por el pasillo trasero del cabaret. El mismo que usaban para sacar cuerpos cuando las cosas se ponían feas y no querían escándalos. Ahora, más que nunca, se siente como una trinchera.Una de las bailarinas, Nadia, me espera con los ojos hinchados y la vo
Narra Ruiz.Gonzales es un cabrón elegante.De esos que usan traje incluso para ir a mear.Perfume caro, zapatos lustrados, dientes falsos que brillan más que sus verdaderas intenciones.Nos encontramos en el privado de un restaurante italiano, uno de esos lugares donde los camareros no ven nada, y si ven, aprenden a olvidarlo.El vino ya está servido cuando llego. A mí no me gusta el vino. Pero me lo tomo igual.—Ruiz —dice Gonzales, estirando la mano como si estuviéramos en un puto acto protocolar—. Qué gusto.—El gusto, como siempre, es caro —respondo, dándole una sonrisa torcida.Nos sentamos.Santino habla sin apurarse, como si todo el tiempo del mundo le perteneciera. Me pregunta por negocios, por números, por rumores.Yo le tiro migajas.No vine a hablar de mí.—Carlo se está oxidando —le digo, directo.Él alza una ceja.—¿Oxidando?—Se mueve lento. Se rodea de escoria. Y encima tiene un problema que ya le entró en la cama.—¿Una mujer?—Lorena. —No necesito decir su apellido.
Narra Lorena.A veces, para seguir viva, hay que matar más de una vez.Los pasos de Boris suenan antes de que golpee la puerta.No me hace falta verlo para saber que es él.Lo presiento en el aire, en esa forma densa y áspera en la que el ambiente se espesa cuando un animal salvaje entra a la jaula.No me pregunto cómo llegó hasta acá. No me importa si Carlo le dio una llave, o si sobornó al portero.Me importa el porqué. Y eso también lo sé.Carlo lo manda cuando no quiere ver la sangre, pero sí olerla desde su oficina.Y esta vez, la sangre que quiere…es la mía.……….—Tenés cinco segundos para explicarte, Boris.—No vine a hablar.Su voz es la de siempre. Ronca. Desabrida. Como si hubiera nacido mascando vidrio.Pero tiene algo distinto. Un brillo en los ojos. Como un nene en Navidad.Como si matar mujeres fuera un hobby para él. Y justo hoy, le tocó su favorita.—¿Por Nadia, no? —pregunto, girándome despacio. Estoy en mi cocina. Estoy desarmada. En apariencia.—No fue por eso que
Narra Ruiz.El caos es un dios salvaje, y yo le rezo con los dientes apretados.A veces las guerras no comienzan con bombas. Empiezan con el silencio quebrado por un grito que nadie espera.—Lo mató, jefe. A Boris. Ella lo mató.Esa frase me llega desde el celular como una descarga eléctrica directa a la espina dorsal.Estoy en el bar del hotel, mirando a Santino revolver su whisky con cara de estatua. Hace dos horas que intento convencerlo de que Carlo está terminado, podrido por dentro, y que si quiere seguir haciendo dinero, debe cambiar de bando.Pero es ese mensaje el que termina de poner las piezas en su sitio.—¿Estás seguro? —pregunto, sin mover un solo músculo del rostro.—Sí. Un balazo. En el pecho. En el lugar donde se escondía la bailarina. Nadie la encuentra, jefe. Está desaparecida. Los hombres de Carlo están como locos. El cabaret está cercado.Cierro los ojos.La veo.A Lorena.Sola. Cansada. Manchada de sangre.Y sin embargo viva.Más viva que nunca.Carlo está en lla
Narra Lorena.Estoy viva, pero no me siento viva.El espejo de este baño prestado, en un departamento que huele a encierro y sopa fría, me devuelve una imagen que apenas reconozco. Ojeras de un gris sucio, labios partidos, un mechón de pelo pegado a la frente por el sudor. Me he quitado la peluca, el maquillaje corrido, la ropa de cuero que usé para escapar. Lo único que no logro quitarme es la culpa.Sully me mira desde la puerta, apoyada en el marco, con una taza de té humeante en las manos. No dice nada. No necesita hacerlo. Ella sabe. Me ve por dentro, y eso es más difícil de soportar que todo el asedio allá afuera.—Está hecho —murmura. Su voz es tranquila, pero firme. Como quien ya aceptó que se juega la vida cada vez que abre la puerta.Me sirvo un poco de agua y la bebo de a sorbos lentos. No quiero hablar. Pero Sully no es de las que esperan eternamente.—Nadia está muerta —dice, sin anestesia.El vaso me tiembla entre los dedos, el agua se derrama sobre la mesada. No lloro.
Narra Ruiz.Las noches ya no tienen silencio. Solo ruido. Del tipo que no se oye, pero te vibra en los huesos. El celular suena a las tres de la madrugada. No es un horario para buenas noticias.—Lo sabe —dice la voz del otro lado. Es Lázaro, uno de los pocos que todavía no ha sido comprado ni quebrado—. Carlo ya sabe dónde está Lorena. Le cayó el dato de alguien que se vendió por dos gramos y una puta limpia. Va para allá. Y no va a hablar.Silencio.—Va a matarla, Ruiz. Esta noche.El vaso de whisky se me resbala de los dedos y revienta contra el piso. Ni me inmuto. El líquido se esparce como sangre. Qué simbólico, la puta madre.—¿Dónde? —escupo, mientras ya estoy poniéndome el abrigo. No espero respuesta, ya sé la dirección.Sully. Esa cabecita loca pero leal. Solo ella podía haberla escondido. Solo ella podía ponerle un poco de esperanza en el pecho a una mujer que ya solo tenía cenizas.—Movete con los pibes. No dejes que Carlo llegue primero. No me importa si tienen que vaciarl