Narra Ruiz.Gonzales es un cabrón elegante.De esos que usan traje incluso para ir a mear.Perfume caro, zapatos lustrados, dientes falsos que brillan más que sus verdaderas intenciones.Nos encontramos en el privado de un restaurante italiano, uno de esos lugares donde los camareros no ven nada, y si ven, aprenden a olvidarlo.El vino ya está servido cuando llego. A mí no me gusta el vino. Pero me lo tomo igual.—Ruiz —dice Gonzales, estirando la mano como si estuviéramos en un puto acto protocolar—. Qué gusto.—El gusto, como siempre, es caro —respondo, dándole una sonrisa torcida.Nos sentamos.Santino habla sin apurarse, como si todo el tiempo del mundo le perteneciera. Me pregunta por negocios, por números, por rumores.Yo le tiro migajas.No vine a hablar de mí.—Carlo se está oxidando —le digo, directo.Él alza una ceja.—¿Oxidando?—Se mueve lento. Se rodea de escoria. Y encima tiene un problema que ya le entró en la cama.—¿Una mujer?—Lorena. —No necesito decir su apellido.
Narra Lorena.A veces, para seguir viva, hay que matar más de una vez.Los pasos de Boris suenan antes de que golpee la puerta.No me hace falta verlo para saber que es él.Lo presiento en el aire, en esa forma densa y áspera en la que el ambiente se espesa cuando un animal salvaje entra a la jaula.No me pregunto cómo llegó hasta acá. No me importa si Carlo le dio una llave, o si sobornó al portero.Me importa el porqué. Y eso también lo sé.Carlo lo manda cuando no quiere ver la sangre, pero sí olerla desde su oficina.Y esta vez, la sangre que quiere…es la mía.……….—Tenés cinco segundos para explicarte, Boris.—No vine a hablar.Su voz es la de siempre. Ronca. Desabrida. Como si hubiera nacido mascando vidrio.Pero tiene algo distinto. Un brillo en los ojos. Como un nene en Navidad.Como si matar mujeres fuera un hobby para él. Y justo hoy, le tocó su favorita.—¿Por Nadia, no? —pregunto, girándome despacio. Estoy en mi cocina. Estoy desarmada. En apariencia.—No fue por eso que
Narra Ruiz.El caos es un dios salvaje, y yo le rezo con los dientes apretados.A veces las guerras no comienzan con bombas. Empiezan con el silencio quebrado por un grito que nadie espera.—Lo mató, jefe. A Boris. Ella lo mató.Esa frase me llega desde el celular como una descarga eléctrica directa a la espina dorsal.Estoy en el bar del hotel, mirando a Santino revolver su whisky con cara de estatua. Hace dos horas que intento convencerlo de que Carlo está terminado, podrido por dentro, y que si quiere seguir haciendo dinero, debe cambiar de bando.Pero es ese mensaje el que termina de poner las piezas en su sitio.—¿Estás seguro? —pregunto, sin mover un solo músculo del rostro.—Sí. Un balazo. En el pecho. En el lugar donde se escondía la bailarina. Nadie la encuentra, jefe. Está desaparecida. Los hombres de Carlo están como locos. El cabaret está cercado.Cierro los ojos.La veo.A Lorena.Sola. Cansada. Manchada de sangre.Y sin embargo viva.Más viva que nunca.Carlo está en lla
Narra Lorena.Estoy viva, pero no me siento viva.El espejo de este baño prestado, en un departamento que huele a encierro y sopa fría, me devuelve una imagen que apenas reconozco. Ojeras de un gris sucio, labios partidos, un mechón de pelo pegado a la frente por el sudor. Me he quitado la peluca, el maquillaje corrido, la ropa de cuero que usé para escapar. Lo único que no logro quitarme es la culpa.Sully me mira desde la puerta, apoyada en el marco, con una taza de té humeante en las manos. No dice nada. No necesita hacerlo. Ella sabe. Me ve por dentro, y eso es más difícil de soportar que todo el asedio allá afuera.—Está hecho —murmura. Su voz es tranquila, pero firme. Como quien ya aceptó que se juega la vida cada vez que abre la puerta.Me sirvo un poco de agua y la bebo de a sorbos lentos. No quiero hablar. Pero Sully no es de las que esperan eternamente.—Nadia está muerta —dice, sin anestesia.El vaso me tiembla entre los dedos, el agua se derrama sobre la mesada. No lloro.
Narra Ruiz.Las noches ya no tienen silencio. Solo ruido. Del tipo que no se oye, pero te vibra en los huesos. El celular suena a las tres de la madrugada. No es un horario para buenas noticias.—Lo sabe —dice la voz del otro lado. Es Lázaro, uno de los pocos que todavía no ha sido comprado ni quebrado—. Carlo ya sabe dónde está Lorena. Le cayó el dato de alguien que se vendió por dos gramos y una puta limpia. Va para allá. Y no va a hablar.Silencio.—Va a matarla, Ruiz. Esta noche.El vaso de whisky se me resbala de los dedos y revienta contra el piso. Ni me inmuto. El líquido se esparce como sangre. Qué simbólico, la puta madre.—¿Dónde? —escupo, mientras ya estoy poniéndome el abrigo. No espero respuesta, ya sé la dirección.Sully. Esa cabecita loca pero leal. Solo ella podía haberla escondido. Solo ella podía ponerle un poco de esperanza en el pecho a una mujer que ya solo tenía cenizas.—Movete con los pibes. No dejes que Carlo llegue primero. No me importa si tienen que vaciarl
Narra Lorena.El ascensor no sirve.Bajamos por las escaleras. Yo, con la camisa empapada de sangre que no es mía. Ruiz, con la pistola lista, la mandíbula apretada y ese fuego en los ojos que me recuerda que los dos estamos en el mismo infierno. La diferencia es que yo ya no tengo miedo de arder.Cada escalón que bajamos me tiembla en los huesos, pero no freno. Ya no hay vuelta atrás. Carlo está cerca. Y esta vez no se va a ir caminando.—Abajo hay movimiento —me dice Ruiz en voz baja, deteniéndose al final del segundo piso.—¿Cuántos?—Tres, tal vez cuatro. No van a dejarnos pasar.—¿Y cuándo eso nos detuvo? —respondo, ya sin rastro de la mujer que una vez se arreglaba el cabello para gustarle a ese hijo de puta.Asiente. No con orgullo, sino con aceptación. Ya no somos ni aliados ni enemigos. Somos armas. Dos balas disparadas en la misma dirección.Cuando pisamos el primer piso, los vemos. Cuatro de Carlo. Malas caras. Malas intenciones.Uno de ellos grita:—¡Ahí están! ¡Mátenlos!
Narra Ruiz.Carlo está muerto.Lo arrastramos hasta su propia oficina, lo dejamos tirado sobre la alfombra persa que tanto cuidaba, como si valiera más que la gente que usaba. Lo miré por última vez antes de cerrar la puerta. Lo odié en silencio. Pero lo respeté también. Porque incluso muerto, seguía oliendo a peligro. A final.Ahora todo esto es nuestro.El club, el puto imperio que Carlo manejó con puño y chantaje, está vacío por primera vez en años. Afuera, la gente de él ya empezó a huir. Los que sabían leer los signos no van a esperar que alguien les diga qué hacer. Van a entender que esto cambió de manos. Que la noche ahora nos pertenece a nosotros.Pero no pienso en eso ahora.No pienso en el negocio. Ni en los cabrones que hay que callar. Ni en los que aún nos deben plata. Ahora mismo, lo único que existe es ella.Lorena.Con la cara salpicada de sangre seca, el cuerpo tenso, el pelo hecho un desastre y esa mirada que no sé si quiere matarme o montarme hasta desarmarse en peda
Narra Lorena.La oficina todavía huele a sangre vieja. La limpiaron, sí. Pasaron trapos, rociaron perfume, abrieron ventanas. Pero hay olores que se quedan impregnados en la madera, en las paredes, en la memoria.No me importa.Yo no vine a que esto huela bonito. Vine a que huela a miedo, si es necesario. A respeto. A mi nombre.Sully me espera abajo. Tiene los ojos cansados y el cigarro en la comisura de la boca. Se lo saca al verme bajar las escaleras.—¿Estás viva? —pregunta. Me abraza fuerte.—Más que nunca —le digo.Ella sabe. No pregunta por Boris, ni por Carlo. No necesita.—Las chicas están nerviosas. Una se fue anoche. Desapareció. Ni las cosas se llevó. Otra me dijo que quiere dejarlo todo y volver al norte.—¿Y las demás?—Esperando órdenes.Asiento. Me aprieto el saco contra el cuerpo. Hoy no me puse vestido. Hoy llevo pantalón, camisa y una mirada que no admite preguntas. Abro la puerta del salón principal. Huele a alcohol seco y a cigarro. A miedo, también. Pero distinto