8. Ella nunca juega limpio.

Narra Ruiz.

Gonzales es un cabrón elegante.

De esos que usan traje incluso para ir a mear.

Perfume caro, zapatos lustrados, dientes falsos que brillan más que sus verdaderas intenciones.

Nos encontramos en el privado de un restaurante italiano, uno de esos lugares donde los camareros no ven nada, y si ven, aprenden a olvidarlo.

El vino ya está servido cuando llego. A mí no me gusta el vino. Pero me lo tomo igual.

—Ruiz —dice Gonzales, estirando la mano como si estuviéramos en un puto acto protocolar—. Qué gusto.

—El gusto, como siempre, es caro —respondo, dándole una sonrisa torcida.

Nos sentamos.

Santino habla sin apurarse, como si todo el tiempo del mundo le perteneciera. Me pregunta por negocios, por números, por rumores.

Yo le tiro migajas.

No vine a hablar de mí.

—Carlo se está oxidando —le digo, directo.

Él alza una ceja.

—¿Oxidando?

—Se mueve lento. Se rodea de escoria. Y encima tiene un problema que ya le entró en la cama.

—¿Una mujer?

—Lorena. —No necesito decir su apellido.
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