11. Las que quedan vivas.

Narra Lorena.

Estoy viva, pero no me siento viva.

El espejo de este baño prestado, en un departamento que huele a encierro y sopa fría, me devuelve una imagen que apenas reconozco. Ojeras de un gris sucio, labios partidos, un mechón de pelo pegado a la frente por el sudor. Me he quitado la peluca, el maquillaje corrido, la ropa de cuero que usé para escapar. Lo único que no logro quitarme es la culpa.

Sully me mira desde la puerta, apoyada en el marco, con una taza de té humeante en las manos. No dice nada. No necesita hacerlo. Ella sabe. Me ve por dentro, y eso es más difícil de soportar que todo el asedio allá afuera.

—Está hecho —murmura. Su voz es tranquila, pero firme. Como quien ya aceptó que se juega la vida cada vez que abre la puerta.

Me sirvo un poco de agua y la bebo de a sorbos lentos. No quiero hablar. Pero Sully no es de las que esperan eternamente.

—Nadia está muerta —dice, sin anestesia.

El vaso me tiembla entre los dedos, el agua se derrama sobre la mesada. No lloro.
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