Narra Ruiz. El motor ruge como un animal herido mientras atravieso la ciudad desangrada. La noche me cae encima como un mal recuerdo, pesada, inmunda, pegajosa. Conduzco sin rumbo fijo, o quizás sí: buscándola. Buscándote, Lorena. Cada semáforo, cada esquina, cada sombra parece escupirme su nombre. Y yo sigo, como un perro rabioso, con la mandíbula apretada y el corazón latiendo en una frecuencia que solo los condenados entienden. Piso el acelerador. Las calles vacías pasan como cuchilladas por la ventanilla. Siento la rabia ardiéndome debajo de la piel. El dolor… ese cabrón, late también. Más silencioso. Más venenoso. Mejor así. No me gustan los sentimientos demasiado ruidosos. La radio escupe basura comercial; la apago de un manotazo. Quiero silencio. Quiero encontrarla. Quiero... quiero que pague. El volante cruje bajo mis manos. La puta me humilló. Se rió de mí. Robó mi dinero, mi respeto, mi paz. —Te voy a hacer pedazos, Lorena... —susurro, con la voz rota d
NarraRuiz. El Blue Velvet apesta a sudor barato, whisky rancio y promesas rotas. Apenas cruzamos la puerta, un par de tipos musculosos y sin cuello nos miran con cara de querer hacerse los héroes. Mala elección. Les clavo los ojos. O se apartan, o van a recoger sus dientes del suelo. El mensaje viaja sin necesidad de palabras. Se hacen a un lado como putas sumisas. Tony y los otros entran detrás de mí, esparciéndose por el lugar como plaga. El antro es un desastre de luces rojas, cortinas sucias y mesas pegajosas. En el escenario, una mujer semidesnuda se contonea como si la vida se le estuviera escapando por cada poro. La clientela es una colección de almas perdidas: traficantes de quinta, prostitutas oxidadas, jugadores arruinados. El tipo de sitio donde puedes vender a tu madre por una raya de polvo malo. Perfecto. Me abro paso entre el gentío, dejando que mis hombros golpeen a quien no se quite rápido. Algunos gruñen. Otros se callan. Saben
Narra Lorena.Todo huele a óxido, pólvora vieja y miedo.El almacén abandonado es un monstruo dormido, lleno de esquinas rotas y ecos sucios de otras épocas.Camino despacio, con las botas levantando polvo que me pica en la nariz. Detrás de mí, tres de las chicas revisan las cargas.—¿Estás segura que va a venir? —pregunta Clarita, cargando una escopeta como si fuera un ramo de flores.Sonrío, porque la duda ya no tiene lugar aquí.—Más segura que de que esta ciudad apesta —le contesto, sacando de mi chaqueta un paquete de explosivos improvisados.La bomba canta suavemente en mis manos, como un corazón pequeño y cruel. Nos movemos rápido.Trampas caseras, cables que parecen parte del desorden.Rutas de escape marcadas solo para nosotras.Todo calculado.Todo listo para recibir al Rey Herido, al idiota, al ser más despreciable.Me acerco a una de las ventanas rotas y miro hacia la calle oscura.No hay ruido, pero sé que está cerca.Puedo oler su odio en el viento, ese hedor a renco
Narra por Ruiz.La puerta del almacén se abre con un chillido agónico, como si el edificio mismo supiera que la muerte viene de visita.Entro primero, porque soy el único que puede darse ese lujo. Detrás de mí, mi gente, un par de docenas de perros fieles, armados hasta los dientes, con caras de querer morder a alguien.Huelo el aire: sudor rancio, pólvora, miedo fresco.Mierda.Esta no es una emboscada cualquiera. Esta es una puta obra de arte.Sonrío, porque soy un cabrón que ama el arte.—Muévanse, carajo —gruño, y la jauría se dispersa, cubriendo flancos, asegurando zonas.Doy dos pasos más y entonces...¡PUM!Una carga casera revienta a la derecha, lanzando esquirlas y mugre como una escupida infernal.Uno de los nuevos, un idiota que apenas sabía sostener su rifle, vuela como muñeco de trapo, dejando un rastro rojo en el aire.Me agacho por instinto, carcajeándome.—¡Bienvenida a la puta fiesta! —grito, mientras las luces parpadean y otra explosión retumba cerca.Disparos.G
El rumor corre más rápido que un disparo en la noche.En las esquinas, en los bares mal iluminados, en los callejones que huelen a orina y desesperación: Ruiz está cazando, y esta vez no hay agujero que se le resista.“La Herida Abierta”, un bar pequeño, donde la humedad gotea de las paredes como sudor frío. Tres hombres se empinan sus tragos a toda prisa, las manos temblorosas.—¿Escuchaste? —dice uno, un tipo flaco con una cicatriz fea en la mejilla—. Está pagando una fortuna. Una fortuna, loco.—¿Y tú crees que la vamos a encontrar antes de que nos encuentren a nosotros? —responde otro, un gordo que apenas cabe en su silla.Demasiado tarde para debatir.La puerta se revienta con una patada brutal.Ruiz entra.No dice nada.Solo levanta la pistola, su silueta negra y enorme contra el fondo amarillo del bar.BANG. BANG. BANG.Tres disparos secos, tres cuerpos derrumbándose como trapos viejos.—¿Alguien más quiere hablar? —pregunta, con una sonrisa que no toca sus ojos.El canti
Prólogo.En la penumbra del cabaret, bajo el brillo decadente de las luces rojas, el humo espeso flotaba como un secreto no compartido. Lorena movía su cuerpo al ritmo de la música lenta, pero su mente estaba lejos. No era solo la bailarina estrella del club, sino también la mujer del hombre más temido de la ciudad: Carlo. Él la había sacado de las sombras, elevándola a una vida de lujo, poder y celos. Pero en su mundo, todo tenía un precio, y lo que brillaba más fuerte a menudo era lo primero en arder.Y luego apareció Ruiz.Con su traje impecable y su sonrisa torcida, Ruiz no era el tipo de hombre que pasaba desapercibido. La ciudad empezaba a susurrar su nombre, temido y deseado a partes iguales. Él no necesitaba promesas; la gente caía a sus pies por voluntad propia o por necesidad desesperada. No era diferente con Lorena. La había visto una vez, y desde entonces su destino estaba sellado. No porque la quisiera —eso sería demasiado simple—, sino porque necesitaba de ella para dest
Narra Lorena. Yo… no creo en las coincidencias, y mucho menos en los hombres con trajes caros y sonrisa de lobo. Ruiz apareció en el cabaret como una tormenta en plena madrugada: sin aviso, sin disculpas, y con esa forma de mirar que incomoda. Como si ya supiera algo de vos que todavía no dijiste en voz alta. A mí no me impresionan fácil. Aprendí a mirar desde los espejos sin que me noten, a detectar el peligro en los detalles. La forma en que alguien entra a un lugar, cómo inclina la cabeza cuando escucha tu nombre, si le habla primero al camarero o te clava los ojos como si ya fueras suya. Ruiz… Ruiz no vino a ver un show. Vino a verme a mí. Lo supe apenas pidió ese trago sin despegar los ojos de los míos. Como si no le importara un carajo que estuviera bailando con las piernas abiertas sobre una tarima de metal oxidado. Como si lo suyo no fuera deseo, sino estrategia. Y lo más jodido es que eso fue lo que me gustó. La mayoría de los hombres que pasan por este lugar vienen a o
Narra Ruiz. No me gusta que me revisen las cosas, ni en sentido literal, ni en sentido figurado, pero especialmente lo primero. Esa noche, después del tercer whisky y antes de que el hielo se derritiera del todo, le dije que me esperara en el sillón de mi cuarto. Un cuartucho en el hotel de siempre, con olor a tabaco rancio y alfombra vieja, pero con una vista directa al cabaret, como si eso hiciera todo más cómodo. Yo necesitaba mear, limpiarme un poco el sudor de la noche y volver al ruedo con la mente fría. No habrán pasado ni cinco minutos. Pero cuando volví, algo estaba fuera de lugar. Ella seguía ahí, sentada con las piernas cruzadas como si nada. Como si nunca se hubiera levantado. Como si no tuviera ni una puta idea de dónde guardo yo mis papeles. Demasiado quieta. Cerré la puerta y me quedé observándola desde el umbral. El espejo del baño me había devuelto mi reflejo con una gota de sangre seca en la mandíbula —recuerdo de un ajuste de cuentas temprano—, pero eso no me