Accidentalmente Enamorada de mi Jefe
Accidentalmente Enamorada de mi Jefe
Por: Lescope
Primer encuentro

Aidé, una joven de veintisiete años y madre de un niño de cuatro años, se despertó cuando el sonido del despertador comenzó a sonar a las siete de la mañana. Todos los días se levantaba a esa hora para poder preparar a su hijo y así que éste pudiese ir al colegio. Como cada mañana, miraba la foto del hombre que tenía en la mesita de noche. Lo echaba de menos y no entendía por qué él se había marchado. Cogió el marco que tenía la foto y se quedó mirando al hombre que salía. Ya había pasado tres años desde que él se marchó y no podía preguntarse el motivo de su marcha. Dejó el marco de nuevo en su sitio y se levantó de la cama. Cogió el coletero que había en la mesita de noche y se recogió el cabello castaño mientras se dirigía hacia el baño. Tras lavarse la cara y ponerse los pantalones cortos del pijama, salió de la habitación. A dos puertas de su habitación, ponía Adrián con pegatinas de dinosaurios. Entró en esa puerta y se quedó mirando al niño que dormía sobre sábanas de dinosaurios. Aidé sonrió dulce y se acercó a la ventana que estaba enfrente de la cama del niño. La subió y se giró para ver la reacción de su pequeño. El pequeño apretó la vista, se echó el brazo por encima de los ojos y remoloneó. “Todas las mañanas lo mismo” pensó con ternura mientras se acercaba a la cama. Se sentó en el filo y le dijo:

—Adrián, venga. Vas a llegar tarde al colegio.

—No quiero – dijo el pequeño medio dormido.

—Mamá tiene que irse a trabajar y no puedes quedarte solo en casa.

—La tita Lorena se queda conmigo – se quitó el brazo de sus ojos.

—La tita Lorena también tiene que trabajar – le acarició la barriga. – Venga, dormilón. El papá de Alfonso va a venir a por ti y debes estar listo para cuando venga. No podemos hacerle esperar – el niño abrió los ojos perezosamente.

—Mami, ¿me prometes que luego vamos a ir al parque?

—Claro pero primero tienes que hacer lo que mami diga – le cogió suavemente la nariz.

—Oye, mami. ¿Cuándo va a venir papi? – Le preguntó haciendo que Aidé le mirase sorprendida. “Eso es lo que me gustaría saber a mí” pensó ella. — ¿Es que papi no nos quiere y por eso se ha marchado?

—¿De dónde sacas que no nos quiere? Claro que nos quiere y mucho. Lo único que su trabajo, bueno su trabajo… lo tiene muy ocupado.

—¡Pero aun así mami! Todos los papás de mis amigos están siempre con ellos, a pesar de que ellos también trabajan. – puso cara de pucheros.

—Adri, cariño, papá… no tiene su trabajo aquí, en Zaragoza, lo tiene… en otro sitio. Estoy segura que pronto volverá y que nunca se marchará de nuestro lado – mintió. Aunque eso es lo que quería creer ella.

—Mami, ¿Me darás una foto de papá? Es que pronto es el día del padre, pero…

—Claro, te daré una foto, pero ahora, a vestirse que hay que ir al colegio – le dijo con una sonrisa.

Aidé ayudó a su hijo a ponerse el uniforme del colegio y bajaron a la planta de abajo donde se dirigieron a la barra americana sacada de Ikea que había en medio de la cocina y separaba el salón y la cocina. Sentó a su hijo en uno de los taburetes y se acercó a la nevera donde cogió la leche y la mantequilla. Mientras preparaba el desayuno de su hijo, se giraba de vez en cuando para ver que no se había movido. El pequeño estaba jugando con un coche pequeño de carreras en color rojo. No podía negar que echaba de menos al padre de su hijo, pero intentaba hacer todo lo que podía para que a su hijo no le faltase de nada y gracias a sus amigas la carga de criar a un hijo sola no era tan pesada ya que la ayudaban. Tras dejar a su hijo con Alfonso, el padre del mejor amigo de Adrián, condujo hacia las afueras de la ciudad rezando que no hubiera demasiado tráfico. De camino hacia el trabajo, pensaba en aquel hombre que la dejó tres años antes. Le gustaría que él volviera para explicarle por qué se había marchado y no había dado señales de vida en todos esos años. Suspiró. Debía de quitarse eso de la cabeza si quería rehacer su vida, pero no podía hacerlo. Todavía seguía enamorada del padre de su hijo. Aparcó el coche en su plaza de los aparcamientos que había delante de un edificio enorme. Antes de entrar, respiró hondo, abrió la puerta de cristal y pasó dentro del edificio.

—¡Oh, Aidé! – La llamó la recepcionista y luego le hizo un gesto con la mano para que se acercase. – Escucha, escucha. ¡Tengo un chisme nuevo!

—¿Qué es ese chisme nuevo que tienes, Ana? – Dejó el bolso encima de la recepción y empezó a mirar las cartas.

—He escuchado al director de Recursos Humanos que pronto el dueño de esta empresa vendrá a Zaragoza por un tiempo y que, encima, ¡Es joven, es apuesto, es todo un galán!

—¿Y qué? Seguro que tiene novia y se cree el mandamás por ser el dueño de algo. Odio a ese tipo de personas – cogió tres cartas y luego se las enseñó a Ana. – Me las llevo.

—¡Aidé, por favor! – La llamó mientras que ella se dirigía hacia el ascensor. – ¿Por qué lo juzgas sin conocerlo?

—Por lo mismo que tú lo admiras o esperas que sea guapo y joven – se giró hacia la mujer de la recepción. – Seguramente es mayor y feo – se giró hacia el ascensor y apretó al botón.

—¡Lo que deberías hacer es echarte novio! Estás muy arisca con los hombres desde hace tres años – le dijo Ana mientras que un hombre vestido de un traje se ponía al lado de Aidé.

—Todos los hombres son iguales – habló Poleth sin mirar a su amiga. – Sólo quieren lo que quieren.

—Gracias por la parte que me toca, señorita – habló el hombre asustando a Aidé. Ella se puso la mano en el pecho debido a la impresión.

Pero Aidé no le contestó. Arrugó la boca y giró la cabeza hacia el lado opuesto a la cual se encontraba el hombre. Suspiró antes de que las puertas del ascensor se abrieran. Sin más demora, entró en el elevador mientras comenzaba a sonar la melodía del teléfono móvil de la joven. Empezó a buscarlo con cuidado de que no se le cayeran las cartas al suelo, pero eso no ocurrió así. El hombre, cuando las vio, se agachó y las cogió. Aidé encontró el teléfono y cogió la llamada echándose el cabello hacia el lado derecho, para ponérselo en la oreja, y dijo mientras cogía las cartas de la mano del hombre:

—Dime, Lorena.

—Esta noche te toca a ti hacer la cena. Que no se te olvide que Charlot quiere…

—Lo sé, pizza del Telepizza, pero eso lo podéis pedir mientras que yo sigo en el trabajo. Y ya si eso, cuando llegue, os la pago.

—¿Hoy tienes que quedarte hasta tarde?

—Sí… Ah, Lorena. ¿Puedes llevar a Adrián al parque luego la tarde? Es que hasta que no he visto lo que le toca a mi jefe hoy, no me he dado cuenta que va a ser un día largo… — le pidió Aidé.

—Claro, no me importa. Hoy acabo justo para la hora de comer, cuando tengo que ir a recogerlo al colegio.

—No, hoy se va a casa de Alfonso a comer. Tienes que recogerlo a las cinco – Aidé pulsó el botón que la llevaría a la planta treinta y volvió a mirar las puertas de acero mientras se cerraban.

—Tú por eso no te preocupes. Charlot y yo nos encargamos – dijo su amiga con una pequeña risa.

—Como todos los días… — se notó que lo dijo algo apurada.

—Tú no tienes la culpa de que Alfonso sea un cabrón y te haya dejado sola con Adri. Bueno… aunque no sea su padre biológico, debería haberse comportado como un hombre y no abandonarte como lo ha hecho…

—Lorena… ahora no, por favor. No es el momento adecuado…  Además de que me pillas en mi trabajo – dijo Aidé con un tono de tristeza. – Y además me prometiste que no volveríamos hablar de ello.

—Está bien, está bien. Ya no sacaré más el tema, pero como sigas esperando a que vuelva, es porque eres muy tonta – le dijo su amiga con voz seria.

—Lo soy, pero eso ya lo sabes ¿no? No es algo nuevo – se echó el cabello hacia atrás de la oreja izquierda. – Recoge a Adrián, por favor. Yo iré cuando termine ¡y dejadme pizza!

—Sí, sí. Que te sea ligero el día – le deseó su amiga con voz más alegre.

Aidé colgó el móvil con el semblante triste. Sabía que sus amigas sólo querían verla feliz de nuevo, pero ella se negaba a olvidar a Alfonso. Él le había ayudado mucho cuando… Suspiró. Su piel se erizaba al recordar lo que le ocurrió cinco años atrás, cuando se quedó embarazada de su hijo. En ese momento, se percató de la presencia del hombre que se había encontrado en la recepción de la compañía para que trabajaba. Negó con la cabeza mirando hacia otro lado y se puso a mirar los W******p que le llegaban de sus amigas, a las que hacía mucho tiempo que no veía. Desde que se mudó a Zaragoza con Alfonso debido al embarazo, no había vuelto a su pueblo. No podía ver a sus padres después de aquello, pero desde que él se había marchado, tenía pensado en volver para ver a su familia y así, que ellos conocieran al pequeño Adrián. Ella se sentía algo incómoda al tener a ese hombre que ocultaba su vista bajo unas gafas de sol, con las manos cogidas por delante de su cuerpo y mostrando una media sonrisa, que hacía ver que tenía seguridad en sí mismo. Ella se puso bien las mangas de la americana gris que traía puesta encima de camiseta negra y se remangó las mangas dejando ver un tatuaje en forma de mariposa en su muñeca derecha. El hombre del traje miró hacia las puertas nuevamente y comentó.

—Bonito tatuaje.

—Gracias – le agradeció ella mirándolo de reojo.

—¿Cuándo se lo hizo?

—Cuando tenía diecinueve años. Estaba en primer año de la universidad y quedaba unos pocos meses, creo que dos, cuando me lo hice… Ahora está descolorido, pero cuando tenga algo de tiempo, iré a que me lo repasen, para que sea mejor – respondió mientras se observaba el dibujo en la piel.

—Seguro que cuando se lo hizo, pensaba en alguien especial – el hombre movió un poco los hombros.

—No. En esa época no pensaba en nadie… — casi murmuró.

Él la miró de reojo ya que había notado un dejo de tristeza en esa última frase y se sorprendió al ver la mirada de tristeza que mostraba en ese momento.

Aidé casi juraría que por el rabillo de sus ojos vio como aquel hombre estaba pervertidamente mirando sus piernas. — ¡¿Me ha mirado las piernas?! ¡Eres un pervertido!

El alto se quedó sorprendido, y así, sin esperarlo ni verlo venir, el ascensor se paró en la planta quince. Aidé comenzó a darle al botón de la planta treinta para que continuara su trayecto hasta su destino, pero no ocurrió eso. Seguía parado. El hombre parecía no afectarle el hecho de que intentase hacer que el ascensor se hubiera parado. Sin más, ella empezó a golpear las puertas de acero con la palma de la mano, la que no tenía las cartas, mientras decía.

—¡Estamos aquí! ¡Qué alguien nos ayude, por favor!

—Sólo son las ocho y cuarenta. No creo que haya mucha gente todavía – habló tranquilamente.

—¡Ya lo sé! ¡Pero yo no puedo quedarme encerrada en un ascensor… y menos con un hombre pervertido! – Le gritó nerviosa.

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