Aidé se encontraba en el Mercadona con su hijo mientras compraba la comida del mes. Adrián estaba sentado en la silla portabebés del carrito. En una de las manos del pequeño había una tortuga ninja deformable y en la otra mano tenía un camión. Aidé se detenía en cada casi estante y luego miraba el papel que tenía entre las manos para saber que debía coger. Mientras que buscaba los alimentos, tenía una mano agarrada la barra metálica que había delante de la silla portabebés. En una de las veces que lo miró, el niño estaba medio girado y estaba estirando el brazo para coger el camión que se le había caído dentro del carro.
—Mami, mi camión – le dijo Adri colocándose bien. Aidé sonrió y cogió el camión. El pequeño, más feliz que una perdiz, besó la mejilla de su madre mientras que ésta le daba el juguete. Ella todavía estaba cuidando de su pequeño y no había regresado aún a su trabajo. Sabía lo que se estaba jugando con no ir, pero quería regresar cuando su hijo estuviera del todo bien. Cogiendo los cereales que siempre se tomaban para desayunar, Adrián le preguntó: —Mami, ¿papi va a venir para cuando vayamos a ir a los abuelos? Esa pregunta hizo que se le cayera, al suelo, la caja de cartón que tenía entre las manos. Se quedó mirando las demás cajas de cereales del estante que tenía enfrente y, negando con la cabeza, se agachó. Recogió sus cereales y dijo mientras que los dejaba dentro del carro: —No lo sé, Adri. —Pues debería venir. Mis amigos dicen que si no está con nosotros es porque no nos quiere. —Adri, escucha – se puso enfrente de su hijo y le miró a los ojos. – Es cierto que papá no está con nosotros, pero… estoy segura que nos quiere y que pronto, cuando menos nos lo esperemos, él volverá de su trabajo y se quedará con nosotros. —¿Me lo prometes, mami? – Aidé soltó una pequeña sonrisa y levantó el dedo meñique hasta ponerlo a la altura de la cara de su hijo. – Es un dedo promesa – dijo el pequeño levantando el meñique y lo juntó con el de su madre. —Te quiero mucho, mami – dijo el pequeño enseñando las paletas y sonriendo. —Y yo a ti, Adri. Y yo a ti – acercó sus labios a la mejilla de su pequeño y se la besó sonriendo. —Vaya, vaya. Pero a quien tenemos aquí… la señorita Rivadeneira – habló una voz detrás de la secretaria. La sonrisa que tenía se le había marchado al reconocer aquella voz. — ¿Por qué ha dejado de ir a la empresa? —Porque usted me despidió. ¿Acaso no lo recuerda, señor Schneider? – Expresó de mala y comenzó a tirar del carro hacia otro pasillo. —Tus compañeros de trabajo me pidieron que no te despidiera – se quedó mirando al niño que lo estaba observando. — ¿Es su hijo? – Aidé le miró de reojo. —Así es – se detuvo en los zumos y cogió los que le gustaban a su hijo. Bergman se quedó mirando al niño. Adrián tendría unos cuatro años, su cabello era corto, moreno y revuelto. Tenía unos preciosos ojos azules que lo observaba con mucha atención y con una sonrisa que provocaba que le saliera hoyuelos. El empresario miró de nuevo a la joven castaña que lo miraba serio y con las manos sobre el carro. El niño, que era la primera vez que veía al alemán, preguntó con esa sonrisa que lo caracterizaba: —¿Tú eres el novio de mi mami? Eso hizo que Aidé mirase a su hijo sorprendida. No podía dejar de pestañear debido a la pregunta de su hijo. Cuando iba a responder, el alemán se acercó al carro y agachándose un poco, le contestó: —No, no lo soy. Pero soy el jefe de tu mamá. —¿El jefe de mi mami? – Ladeó la cabeza. – ¿Entonces eres el jefe tonto de mi mami? —Adri… — susurró ella cerrando los ojos, mordiéndose la lengua con los labios y girando la cabeza hacia el otro lado. —Sí, el tonto jefe de tu mami – Bergman sonrió al niño. Esa contestación hizo que Aidé los mirase. – Señorita Rivadeneira, sobre su despido… —Iré a firmarlo cuando mi hijo se ponga mejor – le interrumpió ella. —Le quiero decir que… —Mientras que mi hijo siga enfermo, no pienso ir, pero avisaré a Elías para que esté listo mi despido para cuando pueda ir a firmarlo – le volvió a interrumpir. —¿Quiere escucharme en vez de interrumpirme? – Siseó con los ojos cerrados. —Sé que estoy despedida, así que no tiene nada que decirme. Por favor, déjeme tranquila que estoy comprando con mi hijo que, a diferencia de usted, no debe estar mucho tiempo en la calle – respondió ella en el mismo tono.Aidé, una joven de veintisiete años y madre de un niño de cuatro años, se despertó cuando el sonido del despertador comenzó a sonar a las siete de la mañana. Todos los días se levantaba a esa hora para poder preparar a su hijo y así que éste pudiese ir al colegio. Como cada mañana, miraba la foto del hombre que tenía en la mesita de noche. Lo echaba de menos y no entendía por qué él se había marchado. Cogió el marco que tenía la foto y se quedó mirando al hombre que salía. Ya había pasado tres años desde que él se marchó y no podía preguntarse el motivo de su marcha. Dejó el marco de nuevo en su sitio y se levantó de la cama. Cogió el coletero que había en la mesita de noche y se recogió el cabello castaño mientras se dirigía hacia el baño. Tras lavarse la cara y ponerse los pantalones cortos del pijama, salió de la habitación. A dos puertas de su habitación, ponía Adrián con pegatinas de dinosaurios. Entró en esa puerta y se quedó mirando al niño que dormía sobre sábanas de dinosauri
Ese comentario hizo que el hombre girase el rostro hacia a esa joven que no paraba de golpear las puertas de acero y de gritar. Estaba sorprendido y se podía notar si miraban fijamente por los cristales de las gafas. Conforme los minutos pasaban, el nerviosismo de la muchacha aumentaba cada vez más. Ella se dejó caer con una mano en el pecho debido a que le estaba empezando a dar palpitaciones, golpeteos del corazón y también aceleración de la frecuencia cardíaca. “La última vez que estuve encerrada en el ascensor con un hombre… fue cuando…” pensaba ella poniéndose más nerviosa. Los temblores hicieron actos de presencia mientras que su cuerpo comenzaba a sudar y la sensación de que le costaba más respirar con normalidad.—Oye, ¿Qué te ocurre? – Le preguntó el hombre. Fue a tocarla, pero ella se apartó bruscamente.—¡No me toque! – Gritó ella echándose hacia la pared, donde se dio en el brazo. – Auch…—Déjeme ayudarla – dijo él.—¡No, no quiero! ¡No quiero que un hombre me toque! – Vol
—Por nada – intervino Aidé antes de que sus amigos dijeran algo. – Aun así… yo no puedo.— comenzó a decirle a sus amigos.—Si lo que tiene miedo es que sea ese tipo de jefes que acosan a sus secretarias, no se preocupe. No pienso pasar de la línea roja que separa el terreno profesional con lo personal – le dijo Bergmann con seriedad, pero sin dejar de mostrar esa sonrisa que mostraba y decía que estaba seguro de sí mismo.Aidé cerró los ojos y mordió la tostada enseñando unos perfectos dientes blancos. Continuaron conversando hasta que acabaron su desayuno. Aidé, cada vez que le hablaba Bergman, le contestaba ariscamente. Al acabar, volvieron a sus puestos de trabajo.Durante el día, Aidé tuvo que hacerse a la idea que tenía que cambiar de puesto de trabajo. No le hacía mucha gracia, ya que pensaba que ese hombre sólo era un estúpido engreído y más cuando veía que él salía de su despacho y veía a más de la mitad de las mujeres de la empresa esperando a que saliera de la oficina. Éste
Según había visto en su ficha, ella llevaba trabajando desde el 12 de noviembre del 2014 como secretaria del director General, pero, desde el 8 junio del 2015 hasta 1 de octubre de 2015, siendo el 1 de octubre el inicio de trabajo en Zaragoza, había un parón donde ponía que estaba de baja y también se observaba otro parón desde el 22 de febrero del 2016 hasta el 27 de marzo del 2017, pero no ponía el motivo. Quería preguntarle, pero intuía que ella no se lo diría.Cuando las puertas se abrieron, Aidé salió con la expresión seria, pero se sintió aliviada al salir del ascensor. En cambio, Bergman caminaba, despacio, con una mano en el bolsillo del pantalón y con una sonrisa irónica. Conseguiría que ella le contase porque tenía todo aquello en su ficha, aunque ella no se lo dijera tan fácilmente. La vio que se sentaba en su sitio y decidió acercarse. Apoyó una mano en el escritorio de ella.—Es una pena que nos llevemos mal, pero recuerde, la semana que viene será mi secretaria. Y entonc