Continuemos

Según había visto en su ficha, ella llevaba trabajando desde el 12 de noviembre del 2014 como secretaria del director General, pero, desde el 8 junio del 2015 hasta 1 de octubre de 2015, siendo el 1 de octubre el inicio de trabajo en Zaragoza, había un parón donde ponía que estaba de baja y también se observaba otro parón desde el 22 de febrero del 2016 hasta el 27 de marzo del 2017, pero no ponía el motivo. Quería preguntarle, pero intuía que ella no se lo diría.

Cuando las puertas se abrieron, Aidé salió con la expresión seria, pero se sintió aliviada al salir del ascensor. En cambio, Bergman caminaba, despacio, con una mano en el bolsillo del pantalón y con una sonrisa irónica. Conseguiría que ella le contase porque tenía todo aquello en su ficha, aunque ella no se lo dijera tan fácilmente. La vio que se sentaba en su sitio y decidió acercarse. Apoyó una mano en el escritorio de ella.

—Es una pena que nos llevemos mal, pero recuerde, la semana que viene será mi secretaria. Y entonces, tendrá que llevarse bien y sonreírme.

—No creo que eso suceda y…

—Lo acabará haciendo, créeme y será pronto – le aseguró él con una medio sonrisa.

—Es cierto, le sonreiré cuando se marche para Alemania. Mientras tanto, no espere una sonrisa por mi parte – ella colgó el bolso en la percha que había detrás de su silla.

—Conseguiré que me sonría – se echó un poco hacia ella. – Siempre consigo lo que quiero.

Ese comentario irritó a Aidé. Apretó los labios para no saltarle y respiró hondo para calmarse. Dejó la chaqueta en la percha, buscó el móvil dentro del bolso y, mientras se giraba.

—Conmigo está perdiendo el tiempo. No soy de las chicas que van sonriendo a todo el mundo.

Bergmann le miró sorprendido al ver lo tranquila y seria que lo había dicho. En silencio, ella se sentó en su silla y abrió la agenda de Elías. Aidé tenía claro que no iba a caer en las garras de otro hombre, no mientras que Alfonso tuviera la posibilidad de volver. Sabía que esperarlo le causaría más daño, pero eso no le importaba. Sabía que todos querían que rehiciera su vida, pero no pensaban en lo que quería ella. Tenía que pensar en su hijo y sabía que no había otra persona mejor que Alfonso para que estuviera a su lado. Bergman se separó de su mesa y se dirigió hacia su despacho. Esa mujer era de armas tomar y, sin duda, le encantaba.

Por la tarde, Aidé fue al parque con su hijo. Le encantaba esas tardes en las que tenía tiempo para estar con su pequeño. Verlo correr de esa manera con sus amigos, le hacía gracia. No podía parar de negar con la cabeza mientras que él jugaba con los niños del parque a los Pokémon. Apoyó la espalda en el respaldo del banco poniendo el semblante triste. Ese día había intentado mantenerse tranquila cuando el alemán le miraba. No le gustaba que estuviera la mayor parte del tiempo observándola. Se levantó cuando vio que su hijo se agarraba el estómago con ambos brazos. Se acercó a él, se puso a la altura de su pequeño.

—Mami… me duele mucho.

—Ven, vamos al médico – le tomó y se levantó con cuidado de no perder el equilibrio.

Recogió las cosas de su hijo y caminó hacia el coche que estaba aparcado no muy lejos del parque. No le importaba perder sitio, lo importante era su hijo. Lo montó en la parte de atrás del coche, en su silla, lo sujetó bien, pero con cuidado de no apretarle el estómago. Aidé se montó en el asiento del piloto y condujo hasta el Centro de Salud. Cuando se detenía Aidé, que así le llaman sus amigas de su pueblo, miraba hacia atrás para ver como seguía su hijo. El pequeño se aguantaba las ganas de vomitar en el coche. Ella buscó, en la guantera del coche, alguna bolsa para que pudiera vomitar, pero no encontró nada. Después de quince minutos, llegó el centro sanitario.

Estando en la sala de espera, en la mente de Aidé recordaba un episodio que siempre le venía a la mente cuando su pequeño estaba enfermo o se quedaba encerrada con algún hombre en el ascensor. Adrián estaba sentado en las piernas de su madre, con una mano cogiendo el cuello de la camiseta de ella y la boca contra el pecho de ella. Aidé lo abraza con ternura y de vez en cuando, lo miraba. Él estaba mirándola con cara de dolor. Ella le tocaba la mejilla y la sien con un dedo. Cuando la enfermera los llamó y pasó a la consulta. El médico, tras examinar al pequeño.

—Es apendicitis, pero no se preocupe, se pondrá bien.

—¿A… apendicitis?

—Sí, pero no se preocupe. Lo ingresaremos ahora mismo y le intervendremos ahora mismo. Así mañana podrá irse – le sonrió el médico.

—Pero… ¿la apendicitis no suele aparecer cuando es más grande?

—Nunca se sabe fijo cuando aparecerá, aunque el diagnóstico en niños es más difícil de localizar. Es bueno que lo haya traído pronto porque así, no ha dejado que se agrave. No se preocupe, todo saldrá bien – le contó el médico. – Lo ingresaremos ahora mismo.

Pasó una semana desde que operaron al pequeño Adrián. Desde aquella noche, Aidé comenzó a dormir mal. Cada vez que Adri se ponía malo, recordaba una y otra vez aquel mal episodio de su vida y que creía que había olvidado al empezar a salir con Alfonso, pero siempre se daba cuenta que no era así. No podía dormir debido a las pesadillas que tenía. Elías y Manuela se habían enterado sobre los problemas de sueño que tenía su amiga. Con ese problema, apenas había podido dormir y Elías le aconsejó que se quedase en casa hasta que aquello acabase y una vez que hubiese dormido bien, a lo que Aidé se negó. Aun así, Elías le ordenó que lo hiciese.

Una mañana, regresó a la empresa de Teka Industrial, S.A para continuar con su trabajo. Tenía sueño, pero no le importaba. Siempre que su hijo estuviese bien, a ella no le importaba estar cansada. Se sentó en su nuevo puesto e inmediatamente se puso a hacer cosas. Tenía bastantes cosas atrasadas debido a que había estado cuidando de su pequeño. Esa mañana, debía acompañar al señor Scheneider a varias reuniones y con sólo pensarlo, se agotaba. Apartó su silla y colocó sus cosas en el respaldo y sacó el móvil. A pesar de que su hijo había vuelto al colegio, no podía evitar estar preocupada por él. Desbloqueó el teléfono y se quedó mirando la foto que tenía como salvapantallas. Negó con la cabeza y se puso manos a la obra para organizar la agenda del señor Scheneider y preparar la sala de reuniones para la reunión que comenzaría a las nueve y media en punto. Ahora que se ponía a pensar, cuando estaba en Almería trabajando, al principio de convertirse en secretaria, otro hombre dijo ser el dueño de la empresa… y si no recordaba mal, también era alemán. Levantó su vista sobre los papeles cuando escuchó el ascensor abrirse. Elías llegaba acompañado de Manuela. Sonrió a sus amigos, pero esa sonrisa se esfumó cuando observó que, detrás de ellos, aparecía Bergmann. Volvió a sus quehaceres para no tener que mirar a ese hombre.

—Buenos días, señorita Rivadeneira – le saludó una voz masculina. – Me alegra verla de nuevo por aquí.

Ella levantó la cabeza apretando los labios para no saltarle con alguna grosería. Necesitaba el trabajo y, por lo tanto, se levantó de su silla, hizo una leve reverencia y decidió decir:

—Buenos días, señor Scheneider.

—¿Está todo listo? – Metió las manos en los bolsillos.

—Todavía no, señor. Acabo de llegar como aquel que dice. Además de que todavía no son las nueve y media, señor.

Se quedaron mirándose como si se estuvieran retando mutuamente. Ese instante, él se quedó mirando su figura esbelta y se percató que su complexión era delgada. Tenía buenas curvas y es bien proporcionada, pero no es excesivamente voluptuosa. Su cabello castaño le llega por la altura del pecho, también lo tenía liso y mal cortado. Se podía notar que se lo había cortado ella misma. Sus ojos eran de un atrayente color azul celeste. Era de rostro ovalado y facciones serenas. Tenía una nariz respingada y labios finos color rosa claro, que nunca los había visto pintado. Era de brazos delgados, sin contar que finalizan en manos delicados. Tenía un tatuaje de una mariposa en la muñeca derecha. Sus piernas, al igual que sus brazos, eran delgadas.

—Deje de mirarme – le exigió ella bruscamente.

—¿Por qué?

—Porque odio que me miren como usted lo está haciendo.

—Y según usted… ¿cómo le estoy mirando? – Le preguntó él mostrando un poco de chulería.

—No me tiente, señor Scheneider. Deje de mirarme y váyase a preparar para la reunión. Esta vez no pienso salvarle el culo como siempre he hecho desde que llegó – le echó en cara.

—Tengo que acostumbrarme al sistema español. En Hamburgo, las secretarias son más amables – acercó el rostro a ella.

—Pues andaluces, sobre todo las de mi pueblo, tenemos muy mala leche y como siga así, no tendré miramientos y no me importará que sea mi jefe – le advirtió arisca.

Él dejó escapar una sonrisa de medio lado, mientras se apartaba de ella, y pasó por su lado sin quitar esa pose. Ella, irritada, se sentó de golpe y, cuando él cerró la puerta, golpeó la mesa dejando que él aire saliera de su boca y de su nariz. Manuela y Elías la miraban con una sonrisa y riéndose un poco por la actitud de su amiga. Se miraron y se despidieron con un beso en los labios. Luego Manuela le guiñó un ojo mientras se marchaba a su puesto de trabajo. Elías se quedó mirando a la mujer que amaba y luego observó a la chica castaña. “Alfonso volverá, Aidé. Eso no lo debes dudar por nada” pensó el antes de entrar en su despacho. Él sabía que ella necesitaba verlo y saber el motivo por el cual se marchó, pero él no podía ayudarlo. Buscó el móvil en el bolsillo y marcó un número de teléfono. Al cabo de unos segundos, escuchó que respondían a la llamada.

—Dime, Elías – se oyó al otro lado de la línea.

—Deberías volver ya, Alfonso. Te dije que…

—No puedo volver todavía. No quiero que lo pase mal por mi culpa.

—Ya lo está pasando mal – cerró la puerta cuando entró al despacho. – O al menos deberías llamarla para decirle la verdad. Porque si no lo haces, lo haré yo.

—¡No! Me prometiste que no se lo dirías y que cuidarías de Adrián y de ella. Aidé ya ha sufrido bastante.

—Pero… — comenzó a decir Elías.

—Elías, por favor. Te lo pedí hace tres años y todavía no ha acabado el tratamiento y no creo que los médicos me dejen salir hasta, como mínimo, dentro de tres meses. Hasta entonces, cuida de ellos.

—Eso haré, pero te diré una cosa. Aidé lo está pasando mal y criar a Adri no es fácil. Cada dos por tres está enfermo. Ella necesita que vuelvas – percibió que la persona del otro lado suspiraba. — ¿No puedes hacerte el tratamiento aquí?

—Eso me gustaría, pero en España no hay tratamiento. Por eso, tengo que esperarme a acabar – hubo un silencio durante varios minutos. – Si en tres meses no he vuelto, díselo.

—De acuerdo – se sentó en su silla. – Adiós, Alfonso.

El hombre moreno suspiró echándose hacia atrás. Quería mantener el secreto a su amigo, pero no podía verla triste por él. Se levantó de su asiento y se puso a mirar por la cristalera y se puso a observar a la joven castaña. Cerró los ojos, negando, volviendo a su sitio. Se pasó las manos por el pelo, despeinándoselo. No le gustaba estar en medio de nada y el hecho de estarlo no le gustaba. Estuvo en su despacho hasta la hora de la reunión. Al salir, se encontró que Aidé llegaba de preparar la sala donde se llevaría a cabo la junta. Ella le miró y le mostró una sonrisa. Elías se sintió mal por ella, pero no podía defraudar a su amigo. Se acercó a ella, pero se detuvo al ver que su jefe salía de su oficina. Todos los directores de los departamentos se dirigían hacia la sala con sonrisas y bromeando entre ellos. En la estancia, había una gran mesa ovalada con varias sillas. En cada sitio había una carpeta y un vaso de agua. Cada uno ocupó su lugar y Bergmann presidió la mesa. Al lado de él, en el lado izquierdo, se sentó Aidé a pesar de su rotundidad. Elías se sentó a su lado y le hizo un movimiento con la cabeza para que se tranquilizase. Sin más la reunión comenzó.

Aidé permanecía muy atenta a lo que ahí se exponía. Como siempre había hecho, tomaba nota sobre lo que ahí se hablaba. De vez en cuando, daba golpecitos con el bolígrafo en la libreta y suspiraba. Odiaba estar en ese tipo de juntas, en las cuales sólo se hablaban de números. De pronto, el móvil de ella comenzó a vibrar haciendo que las miradas de Bergmann y de ella se fijasen en el celular. Se levantó y respondió a la llamada saliendo de la sala. Sin darse cuenta, había dejado la puerta medio abierta y los hombres y mujeres que había en la sala, pudieron escuchar un poco la conversación que tenía la secretaria del jefazo. Unos minutos después, entró en la sala. Se acercó a Elías y le anunció:

—Tengo que irme.

—¿Qué ha pasado? – Le preguntó el hombre moreno.

—Adri, está vomitando y el médico me dijo que lo llevase si vomitaba de nuevo.

—Está bien, ve. No te preocupes – le dijo Elías con una sonrisa.

Ella le sonrió agradeciéndole que le dejase ir y se levantó. Pidió disculpas por interrumpir la reunión y recogió sus cosas. Al poner una mano en el pomo de la puerta de cristal, escuchó que una silla se movía hacia atrás. Entonces, una voz dijo:

—Si sale por esa puerta, está despedida.

—Señor, no puede… — comenzó a decir Elías saliendo en ayuda de su amiga.

—Tengo todo el derecho a despedir a gente que no es seria con su trabajo – habló seriamente Bergmann. – Como salga por esa puerta, no piense en volver porque estará despedida.

Aidé, molesta con aquel hombre, apretó la mano en el pomo de la puerta de cristal. Respiró hondo para no contestarle de manera descortés pero ese hombre le sacaba de sus casillas. Con el semblante serio, se dio la vuelta y le dijo en alemán:

—Si le soy sincera, no me preocupa mi trabajo. Lo único que me importa ahora mismo es mi hijo y si me despide, ¡genial! Así no tengo que verle la cara. Y ahora si me disculpa, tengo un hijo que necesita que vaya junto a él.

Y salió de la sala. Los presentes se habían quedado sorprendidos al escucharla hablar en alemán ya que pensaban que no sabía. En cambio, el jefazo tenía los ojos abiertos como platos debido a la declaración de la joven. Elías suspiró. Sabía lo que podía pasar si le contestaba de aquella manera al jefazo, pero la entendía muy bien a ella. Estaba sola con un niño que se pasaba más de la mitad del año enfermo.

—Señor Scheneider, por favor, no se lo tome en cuenta – le pidió Elías a su jefe.

—¿Qué no se lo tome en cuenta? – Repitió Bergmann malhumorándose cada vez que recordaba el tono que había tomado la joven al referirse hacia él. — ¿Cómo puede proteger a alguien que se marcha de su trabajo y habla así al jefe?

—La señorita Rivadeneira es madre soltera, señor Scheneider. Su hijo se pone muy seguido enfermo – comentó un hombre que había en la sala. – El antiguo director general siempre le permitía que se marchase cuando su hijo la necesitaba.

—Es cierto, señor. Es difícil criar a un hijo teniendo pareja, ¡pues imaginase cuando se está sola! – Habló una de las mujeres. – Ella ha estado sola durante estos tres años y lo sigue estando. El señor Sánchez y su novia le ayudan en lo que ellos pueden, pero…es muy difícil criar a un niño en… — se calló cuando se percató que Elías la miraba y le decía con la mirada que se callara.

—Está bien, lo tendré en cuenta, pero mañana o cuando vuelva, quiero hablar con ella – claudicó al ver como sus subordinados la defendían.

—Muchas gracias, señor Scheneider – le agradeció Elías mostrando una pequeña sonrisa.

—Continuemos con la reunión – ordenó Bergmann girando hacia el proyector.

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