Mal Humor

Continuó caminando por los pasillos con mal humor. Odiaba a ese hombre, pero no entendía de dónde venía tanta aversión hacia él. Tan ensimismada estaba buscando los productos de la lista que no se percató que Bergman se había puesto delante del carro hasta que lo atropelló. Al mirar, resopló con cierto malhumor. 

—Quítese de en medio – le dijo ella. 

—No hasta que me escuche – metió las manos dentro de los bolsillos del intachable traje. 

—Ya le he dicho que… 

—No está despedida. Sus compañeros de trabajo me pidieron que no lo hiciera y no lo he hecho – le interrumpió ahora él. – Sólo quería decirle eso. Si el antiguo director general no le decía nada… yo a mi pesar tampoco debería hacerlo. 

Aidé permaneció callada mientras tenía la boca arrugada. Sabía que debía darle las gracias por no despedirla, pero no lo iba a hacer… ¿o sí? Miró a su hijo. Éste le miraba con ojos divertidos a la vez que el pequeño camión atropellaba a la tortuga ninja. Suspiró. Sabía lo que debía hacer, ya que ella intentaba que su niño hiciera lo miso siempre. 

—Gracias – le dijo sin mucho ánimo. 

—De nada, señorita Rivadeneira – dijo sonriendo de medio lado. – Ahora le dejo que continúe con la compra – hizo un leve movimiento con la cabeza y se dio la media vuelta. 

¿Por qué se sentía como si hubiera roto una pieza valiosa? Al mirar al alemán y mirar cómo se marchaba, suspiró. Quizás lo había juzgado demasiado pronto antes de conocerlo, pero no lo podía evitar. No le gustaban los jefes, pero sabía que ella no podría montar alguna tienda y tener lo suficiente para sobrevivir junto a su hijo, aunque nunca lo había probado…. Miró a su hijo y aquella pequeña sonrisa enseñando sus pequeñas paletas le encantaba. Y qué decir sobre sus hoyuelos… Se tragó todo su orgullo y antes de que Bergman se alejase más, le dijo: 

—Señor Schneider, ¿le apetecería cenar con nosotros? 

El alemán, que no se esperaba aquello, se detuvo como si sus pies se hubieran quedado pegados en el suelo. ¿Aidé estaba siendo amable con él? Se giró un poco extrañado, pero, para no mostrárselo ni hacérselo saber, le mostró una sonrisa. Ella tenía la boca arrugada. Por primera vez, Aidé vio una sonrisa que no decía que era un casanova empedernido. Esa sonrisa era sincera y, tal vez, hasta con cariño. Ella no pudo evitar quedarse embobada mirándole. Esa sonrisa nunca la había mostrado antes o al menos en la empresa. 

—Me gustaría – aceptó él. 

—Hoy mi mami va a hacer… ¡Tarta! – Exclamó el niño haciendo que su madre soltara una pequeña risa. 

—Pero no es para hoy sino para mañana. ¿Lo sabes, verdad Adri? 

—¡Sí, mami! – Dijo feliz. 

—Tengo muchas ganas de probar esa tarta – le susurró Bergman en el oído de su empleada. Eso hizo que ella se sintiera un poco incómoda. – No se preocupe, no pienso hacer nada que le moleste – ella le miró de reojo. – Para que vea que soy sincero, me ofrezco para hacer la cena. Un plato alemán que hará que se chupe los dedos. 

—Usted no se mete en mi cocina – sentenció ella mirándolo mal. 

—¿Y quién ha dicho que me meteré en su cocina? – Le miró con sorna. – Sólo quiero agradecerle la invitación. Por favor, déjeme que cocine para usted y su hijo. 

Aidé le miró con desconfianza. Nunca había sido una chica que había tenido novios a pares, pero los que se habían acercado a ella, excepto Alfonso y un chico con el que estuvo el último año que fue a la Universidad de Almería antes de quedarse embarazada, todos buscaban en ella lo mismo: sexo. Y eso era algo que ella no estaba dispuesta a dar sino era Alfonso. Alfonso había sido distinto con ella desde que el día en que, sin darse cuenta, le tiró un café caliente recién sacado de la máquina encima del traje mientras que Aidé y su compañera de piso, de ese año de universidad, iban caminando por la calle. Bergman le miraba intrigando por saber qué era lo que estaba pensando la joven que tenía enfrente. Pero, de pronto, se entristeció. No supo por qué, pero, su cuerpo le dijo que estuviera alerta. Optó por cogerle la nota de papel que tenía en una de las manos y comentó: 

—A ver… a ver… que tenemos que coger…. 

—Oiga, devuélveme la nota – le pidió bruscamente. 

—No. Compraremos lo de la lista y luego los ingredientes necesarios para poder hacer la cena. 

—¿Cómo le tengo que decir que no…? 

—Déjeme que la mima esta noche, señorita Rivadeneira – ella le miró duramente. – No me mire de esa manera, por favor. Sólo quiero que esta noche no tenga que cocinar. 

—Mami no sabe cocinar – comentó Adri con una sonrisa pícara en los labios. Aidé miró a su hijo sorprendida. 

—¡Adrián Suarez Rivadeneira! Esas cosas no se dicen y menos de mamá – le regañó ella poniendo los brazos en garra. 

El niño comenzó a reírse. Le hacía gracia cuando su madre le llamaba por su nombre. Bergman se sorprendió al escuchar que la joven llamaba al niño por su nombre completo. Suarez debía ser el apellido del padre del pequeño. Sin más, los tres caminaron por los pasillos del Mercadona entre bromas, sobre todo entre Bergman y el pequeño Adrián. En ningún momento, el alemán preguntó por el apellido ni por el padre del niño, cosa que Aidé le agradeció. De vez en cuando, él la miraba a ella y viceversa. Ella apartaba la vista para que él no se diera cuenta. Una vez pagaron la compra, Bergman se ofreció a llevar la compra hasta el piso que compartía Aidé y sus dos amigas. Éste se sorprendió al comprobar que ella vivía en un piso bastante amplio y encima dúplex. El apartamento parecía un loft ya que el salón, el comedor y la cocina estaban juntos, sin paredes por medio. También era grande y muy luminoso. El suelo era de madera oscura. 

—No pensaba que el sueldo de una secretaria diese para un piso como este – comentó Bergman entrando en la casa. 

—Lo compró mi papi – respondió el niño mirando al hombre, se giró y corrió hacia el sofá. 

—¿Vive sola? ¿Y su marido? – Preguntó él observando como ella se acercaba a la barra americana de la cocina. 

—No estoy casada y no, no vivo sola. Vivo con dos amigas que me eché hace nueve años, cuando vine con dieciocho años – dejó las bolsas. 

—¿No vive con el padre de su hijo? – Le cuestionó él también dejando la compra. 

—Vivía con él, pero… — se quedó callada con la mirada perdida. 

—Bueno, dígame donde guarda las ollas y las sartenes. Que me pongo manos a la obra mientras que usted está con su hijo – dijo tras dar una palmada. 

Por dentro, Aidé le dio las gracias por no insistir en el tema. Tal y como había pedido, Aidé le enseñó donde guardaba las sartenes y luego se acercó a su hijo. No le gustaba demasiado tenerlo en su casa ya que, desde que Alfonso se marchó tres años antes, ningún hombre había entrado en el piso. Ni si quiera los novios de sus amigas. Bergman miró por el apartamento y arqueó una ceja al ver lo desordenado que se encontraba el salón. Estaba lleno de juguetes repartidos por el suelo. “Qué desastre de casa. Bueno, supongo que es normal cuando tienes un hijo…” pensó Bergman sin quitar la vista de la secretaria. 

—Es hora de bañarnos, Adri – le dijo Aidé a su hijo cuando le quedaba poco a la cena. 

—¡Pero mami, la cena está casi lista! – Replicó el pequeño. 

—Es cierto. Báñelo después – intervino el alemán. Ella le miró mal. – Está bien, me callo. 

—Por fa… mami, por fa. Después de cenar – le pidió el niño con las manos juntas delante de la cara y con ojitos de cordero. – Prometo que me portaré bien – el niño miró al alemán pidiendo ayuda. 

—La cena está casi lista, no le daría tiempo a bañarlo – intervino Bergman en ayuda del pequeño. 

Ella se levantó del suelo y se acercó a la cocina. Se quedó mirando a los platos que él estaba haciendo y luego le miró a él. Señaló una masa enrollada con polvo de azúcar y una bola de helado y le preguntó: 

—¿Qué es eso? 

—Strüdel. ¿Nunca lo ha probado? – Ella negó con la cabeza. – Pues hoy tendrá la oportunidad de probarlo. Es una masa que contiene diferentes frutas como relleno, especialmente de manzana. La verdad es que es uno de los mejores postres de Alemania. 

—¿Manzana? ¿Esto lleva manzana? – Él la asintió. – Adri no puede tomar manzana, es alérgico. 

—No importa, para nosotros – miró hacia arriba, pensando. – Mejor, le voy a dejar la receta para que usted pueda hacérselo con otra fruta. ¿Qué dice? 

—Está bien – se acercó a la nevera y la abrió. 

Cogió una coca cola y se la ofreció al hombre alemán. Una vez que la cena estuvo lista y la mesa del comedor puesta, los tres se sentaron en las sillas y sin más, comenzaron a comer. Bergman había hecho varios platos, los que fueron: Sauerkraut que era un tipo de col (repollo) finamente picado y fermentado en agua con sal; Gebratene Fleisch que era carne que estaba frita en aceite sin sacar el cuero, que Bergman los había hecho para Aidé y para él; Knödel o Klöße que eran bolitas elaboradas de distintos ingredientes, cocidas en agua con sal y estaban hechas de carne, que era el plato que había delante del pequeño Adri y Frikadellen o Buletten que eran fritos de carne picada (cerdo, res o ternero), cebolla o cebollín picado, huevo, pan rallado, sal y pimienta. Tenían una forma redonda y un poco aplanada. 

Ella le miró sorprendida por la gran cantidad comida que había hecho el hombre. Era la primera vez, después de mucho tiempo, que un hombre le había cocinado. Aidé cogió el tenedor y empezó a comer. Abrió los ojos al saborear aquella comida que nunca había comido y, al ser la primera vez que la probaba, le encantaba. Entonces le dijo con una mano delante de la boca: 

—Está muy buena. No me esperaba que supiera cocinar. 

—Todo lo que hago, lo hago fenomenal – sonrió de medio lado y se introdujo un trozo de carne. 

—Engreído – dijo Aidé con los ojos cerrados y siguió comiendo. 

El transcurro de la cena fue animada. Cada que el pequeño intentaba pronunciar el nombre del alemán, se atascaba y terminaba por llamarlo Benito. Le costaba mucho pronunciar un nombre tan extraño para él. Cada vez que lo llamaba Benito, Aidé se tenía que aguantar la risa ya que le hacía gracia la cara que ponía Bergman. Una vez que él se había marchado y había acostado a su hijo, ella bajó a la planta de abajo y se sentó en el sofá, con los pies encima del sofá, y cogió la copa de vino que había dejado en la pequeña mesa que había delante del mueble. Dio un pequeño trago y su mirada se quedó mirando a la nada. No solía beber vino y esa era la primera vez que lo hacía. Por las noches era cuando más echaba de menos a Alfonso. ¿Dónde se había metido? Se pasó una mano por el pelo mientras que tenía el brazo apoyado en el filo del respaldo del sofá. Sus labios se mojaron con el líquido que había en esa copa y se aguantó las ganas de llorar. Cada día le costaba más soportar su marcha, pero debía ser fuerte, por ella, por Adri… 

Giró la cabeza, con la mano en el pelo mal cortado y castaño, cuando escuchó que la puerta se abría. Entró una chica con el corte de pelo tomboy, liso y rojo, con gafas y delgada y, después de ésta, otra chica con el pelo rizado y por la altura del pecho, de color negro, gafas y delgada. Ellas habían cenado fuera debido a que habían sido avisadas por Aidé para que no fueran a cenar a casa. Ellas, al ver a su amiga sentada en el sofá, se acercaron a ella después de cerrar la puerta de la calle. Charlot, que era la morena con el cabello largo y rizado, se sentó a su lado y dejando el bolso, dijo: 

—Deberías olvidarte de Alfonso. 

—¿Ya estamos igual? – Protestó Aidé. La chica del peinado tomboy se sentó sobre la mesita. 

—Lo decimos por ti. ¡Mírate! ¿Cuánto ha pasado que has salido a la calle a divertirte? – Le preguntó Charlot. Aidé bufó molesta. – Además, si estás aquí sentada con esa cara de mustia es que estás pensando en él. ¡No nos puedes mentir, Aidé! – Le señaló con el dedo. 

—¿Cuándo fue la última vez que le diste al cuerpo una alegría? Vamos, en otras palabras… tuviste sexo con un tío – habló Lorena y puso los brazos entre las piernas. – Si te decimos que te olvides de Alfonso no es por nada, es porque tienes un hijo y debes comenzar a darte cuenta que él no va a volver… y lo sabes tan bien como nosotras. 

—¡Claro que lo sé, pero no es fácil! Es el padre de mi hijo… — ocultó la cabeza entre las piernas. 

—No es el padre, solamente la reconoció como suyo – Charlot cogió la copa de vino y se la dio a Lorena. – Sabemos que lo que te pasó fue duro y lo pasaste muy mal, de hecho, nosotras podemos decir que Alfonso fue una gran ayuda para ti en esos momentos. Por eso creemos que… 

—Deberías conocer a otro hombre. No tienes por qué acostarte con él si no quieres, pero debes rehacer tu vida – le aconsejó Lorena y bebió un poco de vino. — ¡Dios, que bueno está! ¿Qué vino es? 

—Pues no lo sé. Mi jefe lo ha elegido – respondió Aidé secándose las lágrimas. – No sabéis como… como bromeaba con Adri, como se reían… creo que nunca he visto a mi hijo reírse como hoy. Es raro… pero me ha gustado verle reír así. Además de eso, en mi jefe he visto una faceta que no creía que tuviera. Se ve como un capullo integral – cerró los ojos mientras decía la última frase. – Cada vez que recuerdo cómo se comporta en la empresa, me dan ganas de tirarle la mesa a la cabeza. 

—Te gusta, ¡te gusta tu jefe! – Exclamaron Lorena y Charlot. 

—¡NO! ¡NO ME GUSTA ESE ENGREÍDO! – Gritó Aidé molesta. – Es un estúpido, engreído, narcisista… ¡Todos esos adjetivos que sirven para llamar a alguien como él! 

—Claro… Dinos algo que no sabemos – Lorena se cruzó de brazos con una sonrisa en los labios. — ¿Entonces por qué nos has pedido que no viniéramos al piso a cenar? 

—Porque… porque no quiero que se crea que es bienvenido – argumentó la chica castaña. – No me gustan los chicos que se creen guapos por el simple hecho de serlo… Aun así, no estoy diciendo que ese capullo integral engreído me guste. Lo odio, ¡lo odio! ¿Está claro? 

Sin más, Aidé se levantó del sofá y se marchó para su habitación. Cerró la puerta cuando entró y se quedó apoyada en ella con los brazos cruzados. No, no le gustaba ese hombre. Bufó algo molesta y sin más se metió en la cama. Quería cerrar los ojos y no pensar más en lo que sus amigas habían dicho. Era cierto que se había sorprendido al verlo tan cariñoso con su hijo y también le había sorprendido que supiera cocinar tan bien. Miró, a oscuras, la foto que tenía de Alfonso y sus ojos no pudieron evitar llenarse de lágrimas. Al único que amaba era a Alfonso y sólo iba a ser a él. 

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